Francisco Fernández-Carvajal 24 de octubre de 2020
@hablarcondios
— El Señor quiere discípulos alegres. Lo necesario
para conseguir la felicidad «no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado».
— El primer mandamiento y la alegría.
— Llevar la alegría a quienes Dios ha puesto cerca de
nuestra vida.
I. La Antífona
de entrada de la Misa1 nos
invita a la alegría y nos señala el camino para encontrarla: Que se
alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad
continuamente su rostro. Cuando no buscamos a Dios es imposible estar
contentos. La tristeza nace del egoísmo, del afán de compensaciones, del
descuido de las cosas de Dios y de las de nuestros hermanos los hombres..., de
estar pendientes de nosotros mismos, en definitiva. Sin embargo, el Señor nos
ha creado para la alegría. Nos quiere más alegres cuanto más cerca de Sí nos
llama. Ya en el Antiguo Testamento se anuncia: No temas, tierra;
alégrate y gózate porque son muy grandes las cosas que hace el Señor...
Alegraos y gozaos, hijos de Sión, en el Señor, vuestro Dios, que os dará la
lluvia a su tiempo y hará descender sobre vosotros la temprana y la tardía de
otras veces2.
Para nosotros los cristianos, la alegría es una
verdadera necesidad. Cuando el alma está alegre se vierte hacia fuera y tiene
alas para volar hacia Dios y para excederse en el servicio a los demás; un
corazón alegre está más cerca de Dios, se dispone para llevar a cabo empresas
grandes y es estímulo para sus hermanos. La tristeza paraliza los mejores
propósitos de santidad y de apostolado, y oscurece el ambiente. Es un gran mal.
Por eso, San Pablo repetía una y otra vez a los primeros cristianos: Alegraos
siempre en el Señor; de nuevo os digo: alegraos3.
Por otra parte, en medio de las fuertes contradicciones que estaban padeciendo,
la alegría era su fortaleza y el mejor medio para atraer a otros a la fe.
La tristeza no se origina por dificultades o
sufrimientos más o menos graves, sino por dejar de mirar a Jesús. Enseña Santo
Tomás que este mal del alma es un verdadero vicio causado por el desordenado
amor de sí mismo, y es causa de otros muchos males4.
Es como una raíz enferma que solo produce frutos amargos. La tristeza origina
muchas faltas de caridad, despierta el afán de compensaciones y permite, con
frecuencia, que el alma no luche con prontitud en las tentaciones que provienen
de la sensualidad.
«Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es
una vida cómoda, sino un corazón enamorado»5,
pues la alegría es el primer efecto del amor, y la tristeza el fruto estéril
del egoísmo, de la pereza..., del desamor, en definitiva. «La tristeza mueve a
la ira y al enojo; y así experimentamos que, cuando estamos tristes, fácilmente
nos enfadamos y nos airamos por cualquier cosa; y más, hace al hombre sospechoso
y malicioso, y algunas veces turba de tal modo que parece que quita el sentido
y saca fuera de sí»6.
El alma entristecida cae con facilidad en el pecado y se queda sin fuerzas para
el bien; es camino cierto para la derrota. Como la polilla al vestido,
y la carcoma a la madera, así la tristeza daña el corazón del hombre7.
Si alguna vez sentimos que nos ronda esta mala
enfermedad del alma, o que ya se ha introducido dentro, examinemos dónde
tenemos puesto el corazón. «“Laetetur cor quaerentium dominum”. —Alégrese el
corazón de los que buscan al Señor.
»—Luz, para que investigues en los motivos de tu
tristeza»8. ¡Qué difícil es estar triste –aun en medio del dolor, de la
pobreza, de la enfermedad...– cuando de verdad andamos con la mirada puesta en
el Señor, y somos generosos en lo que nos está pidiendo en esa situación, quizá
humanamente difícil! Como San Pablo, podremos decir siempre: estoy
lleno de consuelo, reboso de gozo en medio de las tribulaciones9.
Si buscamos realmente al Señor en nuestra vida, nada podrá quitarnos la paz y
la alegría. El dolor purificará el alma, y las mismas penas se transformarán en
gozo.
II. Laetetur
cor quaerentium Dominum... que se alegren los corazones que buscan al
Señor.
El Evangelio de la Misa de este domingo10 invita
a la alegría, porque es una llamada al amor. El mandamiento del amor es a la
vez el de la alegría, pues esta virtud «no es distinta de la caridad, sino
cierto acto y efecto suyo»11.
De aquí que el índice de nuestra unión con Dios venga señalado por la alegría y
el buen humor que ponemos en el cumplimiento del deber, en el trato con los
demás, en el modo como llevamos el dolor y las contradicciones.
Cuando los fariseos se acercaron a Jesús para
preguntarle por el mandamiento principal de la ley, Jesús les respondió: Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. El
segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Esto es lo
que necesitamos: dirigirnos a Dios con todo lo que tenemos y somos, servir al
prójimo, abrirnos a él, y olvidarnos de nosotros mismos, huir de la
preocupación por estar más cómodos, dejar nuestra vanidad y el orgullo a un
lado, poner la mirada lejos de nosotros..., amar.
Muchos piensan que van a ser más felices cuando posean
más cosas, cuando sean más admirados..., y se olvidan de que solo necesitamos
«un corazón enamorado». Y ningún amor puede llenar nuestro corazón, que fue
hecho por Dios para alcanzar su plenitud en los bienes eternos, sin el Amor.
Los demás amores limpios –los otros no son amores– adquieren su verdadero
sentido cuando buscamos al Señor sobre todas las cosas. Por el contrario, ni el
egoísta, ni el envidioso, ni quien tiene puesta su alma en los bienes de la
tierra... gustarán de aquella alegría que prometió Jesús a los suyos12,
porque no sabrá querer, en el sentido más profundo y noble de la palabra. «Mas
esta fuerza tiene el amor, si es perfecto: que olvidamos nuestro contento por
contentar a quien amamos. Y verdaderamente es así, que, aunque sean grandísimos
trabajos, entendiendo contentamos a Dios. se nos hacen dulces»13.
Todas las dificultades y tribulaciones son llevaderas de la mano del Señor.
III. Dios
mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte... Yo
te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza14,
rezamos al Señor con las palabras del Salmo responsorial.
En Él encontramos la seguridad y todo lo que
necesitamos, también la alegría y la paz en cualquier situación por la que
estemos pasando. Por eso, no dejaremos nunca de tratarlo personalmente, con
intimidad, cada día. Mucho nos va en ello.
La alegría y la paz que bebemos en esa fuente
inagotable que es Cristo, hemos de llevarlas a quienes Dios ha puesto más cerca
de nosotros, a nuestros hogares, que no han de ser en ningún momento tristes,
ni oscuros, ni tensos por las incomprensiones y los egoísmos, sino «luminosos y
alegres»15, como fue aquel donde vivió Jesús con María y José. Cuando en
el lenguaje habitual se dice «esa casa parece un infierno», enseguida se nos
viene a la mente un hogar sin amor, sin alegría, sin Cristo. Un hogar cristiano
debe ser alegre porque en él está el Señor que lo preside, y porque ser
discípulos suyos significa, entre otras cosas, vivir esas, virtudes humanas y
sobrenaturales a las que tan íntimamente está unida la alegría: generosidad,
cordialidad, espíritu de sacrificio, simpatía, empeño por hacer la vida más
amable a quienes están cerca...
Hemos de llevar esta alegría serena, resultado de
tratar diariamente al Señor, a nuestro lugar de trabajo, a la calle, a las
relaciones con los clientes, a quien nos pregunta por una dirección en una
ciudad que le es desconocida... Muchos se encuentran tristes e inquietos y
necesitan, ante todo, ver la alegría que el Señor nos ha dejado para ponerse
ellos también en camino. ¡Cuántos han descubierto el sendero que lleva a Dios a
través de la alegría cristiana, hecha vida en un compañero de trabajo, en un
amigo...!
Este gozo cristiano es también el estado de ánimo
necesario para el cumplimiento de las obligaciones propias. Y cuanto más
elevadas sean estas, tanto más habrá de elevarse nuestra alegría16.
Cuanto mayor sea nuestra responsabilidad (padres, sacerdotes, superiores,
maestros...), mayor también la obligación de tener esa alegría para
comunicarla. El rostro del Señor debía resplandecer de alegría, y su paz se
manifestó incluso en su Pasión y Muerte. También en esos momentos quiso darnos
ejemplo para que le imitáramos si el camino de la vida se nos hiciera cuesta
arriba.
El recurso a Nuestra Madre Santa María –Causa
nostrae laetitiae, Causa de nuestra alegría– nos permitirá encontrar
fácilmente el camino de la paz y del gozo verdadero, si alguna vez lo perdemos.
Enseguida comprenderemos que esa senda que conduce a la alegría es la misma que
lleva a Dios.
1 Antífona
de entrada. Sal 104, 34. —
2 Ioel 2,
21-23. —
3 Flp 4,
4 . —
4 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 28, a. 4, —
5 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 795. —
6 San
Gregorio Magno, Moralia, 1, 31, 31. —
7 Prov 25,
20. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 666. —
9 2
Cor 7, 4. —
10 Mt 22,
34-40. —
11 Santo
Tomás, o. c. 2-2, q. 28, a. 3. —
12 Cfr. Jn 16,
22. —
13 Santa
Teresa, Fundaciones, 5, 10. —
14 Salmo
responsorial. Sal 17, 2-4; 47; 51. —
15 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 22. —
16 Cfr. P.
A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, p. 24.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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