Francisco Fernández-Carvajal 26 de octubre de 2020
@hablarcondios
— El sentido de nuestra filiación divina.
— Hijos en el Hijo.
— Consecuencias de la filiación divina.
I. En el Salmo
II leemos estas palabras, que se aplican al Mesías en primer
término: A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo; Yo te he
engendrado hoy1.
Desde la eternidad, el Padre engendra al Hijo, y todo el ser de la Segunda
Persona de la Trinidad Beatísima consiste en la filiación, en ser Hijo.
El hoy del que nos habla el Salmo significa un siempre
continuo, eterno, por el que el Padre da el ser a su Unigénito2.
Para que exista una filiación, en el sentido preciso
de la palabra, se requiere igualdad de naturaleza3.
Por eso, solo Jesucristo es el Unigénito del Padre. En sentido amplio puede
decirse que todas las criaturas, especialmente las espirituales, son hijas de
Dios, aunque con una filiación muy imperfecta, pues su semejanza con el Creador
no es, de ningún modo, identidad de naturaleza.
Sin embargo, con el Bautismo se produjo en nuestra
alma una regeneración, un nuevo nacimiento, una elevación sobrenatural, que nos
hizo partícipes de la naturaleza divina. Esta elevación sobrenatural dio origen
a una filiación divina inmensamente superior a la filiación humana propia de cada
criatura. San Juan, en el prólogo de su Evangelio, nos enseña que a
cuantos le recibieron (a Cristo) dioles poder para ser hijos
de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la
voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios4.
«El Hijo de Dios se hizo hombre –explica San Atanasio– para que los hijos del
hombre, los hijos de Adán, se hicieran hijos de Dios (...). Él es el Hijo de
Dios por naturaleza; nosotros, por gracia»5.
La filiación divina ocupa un lugar central en el
mensaje de Jesucristo y es una enseñanza continua en la predicación de la Buena
Nueva cristiana, como signo elocuentísimo del amor de Dios por los
hombres. Ved qué amor nos ha mostrado el Padre -escribe San
Juan-, que ha querido que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos6.
Esta condición de hijos, aunque tendrá su plenitud en el Cielo, es en esta vida
una realidad gozosa y esperanzada. Ahora, como nos dice San Pablo en una de
las lecturas para la Misa de hoy, la creación anhela
la manifestación de los hijos de Dios... y sufre toda ella dolores de parto
hasta el momento presente. Y no solo ella, sino que nosotros, que poseemos ya
las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la
adopción de hijos...7.
El Apóstol se refiere a la plenitud de esa adopción, pues ya aquí en la tierra
hemos sido constituidos hijos de Dios, nuestra mayor gloria y el
más grande de los títulos: de manera que ya no eres siervo, sino hijo;
y como hijo, también heredero8.
Las palabras que desde la eternidad aplica el Padre a
su Unigénito, nos las apropia ahora a nosotros. A cada uno nos dice: Tú
eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy. Este hoy es nuestra
vida terrena, pues Dios nos da cada día este nuevo ser. «Nos dice: tú eres
mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo,
que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la
piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de
un Padre, que es incapaz de negarle nada»9.
II. Tú eres
mi hijo...
El Señor habló constantemente de esta realidad a sus
discípulos. Unas veces directamente, enseñándoles a dirigirse a Dios como Padre10,
señalándoles la santidad como imitación filial del Padre11...;
y también por medio de numerosas parábolas, en las que Dios es representado por
la figura del padre12.
La filiación divina no consiste solo en que Dios haya
querido tratarnos como un padre a sus hijos y que nosotros nos dirijamos a Él
con la confianza de los hijos. No es un simple grado mayor en la línea de esas
filiaciones que en sentido amplio tienen todas las criaturas respecto a Dios,
según su mayor o menor semejanza con el Creador. Esto ya sería un inmenso don,
pero el amor de Dios ha llegado mucho más lejos, haciéndonos realmente hijos
suyos. Mientras aquellas filiaciones son en realidad modos de expresión,
nuestra filiación divina lo es en sentido estricto, aunque nunca será como la
filiación de Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios. Para el hombre no puede haber
nada más grande, impensable e inalcanzable que esta relación filial13.
La nuestra es una participación de la plena filiación
exclusiva y constitutiva de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. De
esta «filiación natural –explica Santo Tomás– se deriva a muchos la filiación
por cierta semejanza y participación»14.
Es a partir de esta filiación como entramos en intimidad con la Trinidad Santa,
es una verdadera participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo. En lo que se refiere a nuestra relación con las divinas Personas, puede
decirse que somos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo15.
«Mediante la gracia recibida en el Bautismo, el hombre participa en el eterno
nacimiento del Hijo a partir del Padre, porque es constituido hijo adoptivo de
Dios: hijo en el Hijo»16.
«Al salir de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano vuelve a escuchar
la voz que un día fue oída a orillas del río Jordán: Tú eres mi Hijo
amado, en ti me complazco (Lc 3, 22); y entiende que ha
sido asociado a su Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo (Gal 4,
4-7) y hermano de Cristo»17.
La filiación divina ha de estar presente en todos los
momentos del día, pero se ha de poner especialmente de manifiesto si alguna vez
sentimos con más fuerza la dureza de la vida. «Parece que el mundo se te viene
encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar
las dificultades.
»Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?:
omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada
malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén
ahora ciegos.
»Omnia in bonum! ¡Señor,
que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad!»18.
III. La
filiación divina no es un aspecto más, entre otros, del ser cristianos: de
algún modo abarca todos los demás. No es propiamente una virtud que tenga sus
actos particulares, sino una condición permanente del bautizado que vive su
vocación. La piedad que nace de esta nueva condición del hombre que sigue los
pasos de Cristo «es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la
existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los
deseos, en todos los afectos»19.
Si atendemos al designio divino, podemos decir que todos los dones y gracias
nos han sido dados para constituirnos en hijos de Dios, en imitadores del Hijo
hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus20.
Cada vez hemos de parecernos más a Él. Nuestra vida debe reflejar la suya. Por
eso, la filiación divina debe ser muy frecuentemente motivo de nuestra oración
y de nuestra consideración; así nuestra alma se llenará de paz en medio de las
mayores tentaciones o contradicciones, pues viviremos abandonados en las manos
de Dios. Un abandono que no nos eximirá del empeño por mejorar, ni de poner
todos los medios humanos a nuestro alcance cuando surjan la enfermedad, la
penuria económica, la soledad... La vida de los santos, aun en medio de muchas
pruebas, estuvo siempre llena de alegría, como debe estar colmada la nuestra.
La filiación divina es también fundamento de la
fraternidad cristiana, que está muy por encima del vínculo de solidaridad que
existe entre los hombres. En los demás hemos de ver a hijos de Dios, hermanos
de Jesucristo, llamados a un destino sobrenatural. De esta manera nos será
fácil prestarles esas pequeñas ayudas diarias que todos necesitamos unos de
otros, y, sobre todo, les facilitaremos siempre el camino que lleva al Padre
común.
Nuestra Madre Santa María nos enseñará a saborear esas
palabras del Salmo II, que leíamos al comienzo de la meditación, como dirigidas
a cada uno de nosotros: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy.
1 Sal 2,
7. —
2 Cfr. Juan
Pablo II, Audiencia general 16-X-1985. —
3 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 32, a. 3 c. —
4 Jn 1,
12-13. —
5 San
Atanasio, De Incarnatione contra arrianos, 8. —
6 1
Jn 3, 1. —
7 Rom 8,
19-23. —
8 Gal 4,
7. —
San Josemaría Escrivá, Es
Cristo que pasa, 185. —
10 Cfr. Mt 6,
9. —
11 Cfr. Mt 5,
48. —
12 Cfr. J.
Bauer, Diccionario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona
1967, voz Filiación, cols. 407-412. —
13 Cfr. Mª
C. Calzona, Filiación divina y cristiana en el mundo,
en La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, EUNSA Pamplona
1987, p. 301. —
14 Santo
Tomás, Comentario al Evangelio de San Juan, 1, 8. —
15 Cfr. F.
Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo, EUNSA, Pamplona 1972, p.
98. —
16 Juan
Pablo II, Homilía 23-III-1980. —
17 ídem Exhort.
Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 11 —
18 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, IX, n. 4. —
19 Ídem, Amigos
de Dios, 146. —
20 Cfr. ídem Es
Cristo que pasa, 96.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico