Francisco Fernández-Carvajal 27 de octubre de 2020
@hablarcondios
— Estamos en las manos de Dios. Todo los
acontecimientos que Él manda o permite tienen su significado y están dirigidos
a nuestro provecho.
— El sentido de nuestra filiación divina. Omnia
in bonum!, todo es para bien.
— La confianza en Dios no nos lleva a la pasividad,
sino a poner los medios a nuestro alcance.
I. La última noche
que Jesús pasó con sus discípulos antes de su Pasión y Muerte, en un momento de
aquella Cena entrañable, se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó
una toalla y se la ciñó1.
San Juan, el Evangelista que nos ha dejado escritos sus recuerdos inolvidables
del Jueves Santo, describe pausadamente aquellos acontecimientos, que con tanta
hondura se le quedaron grabados para siempre: después echó agua en una
jofaina y comenzó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la
toalla que se había ceñido. Todo transcurría con normalidad, ante el
asombro de los Apóstoles, que no se atrevían a decir palabra, hasta que el
Señor llegó a Pedro, que mostró su sorpresa y su negativa: ¿Tú me vas a
lavar a mí los pies? Jesús le respondió: Lo que Yo hago no lo
entiendes ahora, lo comprenderás más tarde. Después de un afable forcejeo,
Jesús lavará los pies a Pedro como a los demás Apóstoles. Con la venida del
Espíritu Santo, al rememorar de nuevo aquellos sucesos, Simón comprendió el
significado profundo de aquel gesto del Maestro, que quiso enseñar su misión de
servicio a los que iban a ser las columnas de la Iglesia.
Lo que Yo hago no lo entiendes ahora... También a nosotros nos ocurre lo mismo que a
Pedro: no comprendemos a veces los acontecimientos que el Señor permite: el
dolor, la enfermedad, la ruina económica, la pérdida del puesto de trabajo, la
muerte de un ser querido cuando estaba en los comienzos de la vida... Él tiene
unos planes más altos, que abarcan esta vida y la felicidad eterna. Nuestra
mente apenas alcanza lo más inmediato, una felicidad a corto plazo. Incluso nos
ocurre que no entendemos muchos asuntos humanos que, sin embargo, aceptamos. ¿No
nos vamos a fiar del Señor, de su Providencia amorosa? ¿Solo vamos a confiar en
Él cuando los acontecimientos nos parezcan humanamente aceptables? Estamos en
sus manos, y en ningún otro sitio podíamos estar mejor. Un día, al final de la
vida, el Señor nos explicará con pormenores el porqué de tantas cosas que aquí
no entendimos, y veremos la mano providente de Dios en todo, hasta en lo más
insignificante.
Si ante cada fracaso, ante los sucesos que no sabemos
discernir, ante la injusticia que nos subleva, oímos la voz consoladora de
Jesús que nos dice: Lo que Yo hago, tú no lo entiendes ahora. Lo
entenderás más tarde, entonces no habrá lugar para el resentimiento o la
tristeza. «Porque todo cuanto sucede está previsto por Dios y ordenado a la
salvación del hombre y su plena realización en la gloria; si lo que ocurre es
bueno, Dios lo quiere; si es malo, no lo quiere, lo permite, porque respeta la
libertad del hombre y el orden de la naturaleza, pero tiene en su mano el poder
sacar bien y provecho para el alma incluso del mal»2.
Ante los acontecimientos y sucesos que hacen padecer, nos saldrá del fondo del
alma una oración sencilla, humilde, confiada: Señor, Tú sabes más, en
Ti me abandono. Ya entenderé más tarde.
II. En una de las
lecturas previstas para la Misa de hoy, San Pablo escribe a los primeros
cristianos de Roma: Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum... Todas
las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios3.
«¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?... ¿No ves que lo quiere
tu Padre-Dios..., y Él es bueno..., y Él te ama –¡a ti solo!– más que todas las
madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?»4.
El sentido de la filiación divina nos lleva a descubrir que estamos en las
manos de un Padre que conoce el pasado, el presente y el futuro, y que todo lo
ordena para nuestro bien, aunque no sea el bien inmediato que quizá nosotros
deseamos y queremos porque no vemos más lejos. Esto nos lleva a vivir con
serenidad y paz, incluso en medio de la mayores tribulaciones. Por eso
seguiremos siempre el consejo de San Pedro a los primeros fieles: Descargad
sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros5.
No existe nadie que pueda cuidarnos mejor: Él jamás se equivoca. En la vida
humana, incluso aquellos que más nos quieren, a veces no aciertan y, en vez de
arreglar, descomponen. No pasa así con el Señor, infinitamente sabio y
poderoso, que, respetando nuestra libertad, nos conduce suaviter et
fortiter6, con suavidad y con mano de padre, a lo que realmente importa,
a una eternidad feliz. Incluso las mismas faltas y pecados pueden acabar siendo
para bien, pues «Dios endereza absolutamente todas las cosas para su provecho
(de sus hijos), de suerte que aun a los que se desvían y extralimitan les hace
progresar en la virtud, porque se vuelven más humildes y experimentados»7.
La contrición conduce al alma a un amor más hondo y confiado, a una mayor
cercanía de Dios.
Por eso, en la medida en que nos sentimos hijos de
Dios, la vida se convierte en una continua acción de gracias. Incluso detrás de
lo que humanamente parece una catástrofe, el Espíritu Santo nos hace ver «una
caricia de Dios», que nos mueve a la gratitud. ¡Gracias, Señor!, le diremos en
medio de una enfermedad dolorosa o al tener noticia de un acontecimiento lleno
de pesar. Así reaccionaron los santos, y así hemos de aprender nosotros a
comportarnos ante la desgracias de esta vida. «Es muy grato a Dios el
reconocimiento a su bondad que supone recitar un “Te Deum” de acción de gracias,
siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea
–como lo llama el mundo– favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de
Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de
Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección»8.
III. El
abandono y la confianza en Dios no nos llevan de ninguna manera a la pasividad,
que en muchos casos sería negligencia, pereza o complicidad. Hemos de combatir
el mal físico y el moral con los medios que están a nuestro alcance, sabiendo
que ese esfuerzo, con muchos resultados o aparentemente con ninguno, es grato a
Dios y origen de muchos frutos sobrenaturales y humanos. Ante la enfermedad,
además de aceptarla y ofrecer los padecimientos y dolores que lleve consigo,
pondremos el remedio que el caso requiera: acudir al médico, descansar, tomar
la medicina que nos indiquen... Y la injusticia, la desigualdad social, la penuria
de tantos... nos llevarán a los cristianos, junto a otros hombres de buena
voluntad, a buscar los recursos o las soluciones que nos parezcan más aptas, y
lo mismo reaccionaremos ante la ignorancia y la falta de formación de tantas
gentes... Nada más ajeno al espíritu cristiano que una mal entendida confianza
en Dios que nos llevara a quedarnos inactivos ante el sufrimiento y la
necesidad en cualquiera de las formas que se presente.
Dios es nuestro Padre y cuida amorosamente de
nosotros, pero cuenta con la inteligencia y el buen sentido de sus hijos para
seguir en el camino por el que Él nos quiere llevar, y también con el amor
fraterno para actuar a través de nosotros en la vida de otros hijos suyos. Nos
ha dado unos talentos para ponerlos constantemente en juego. Nos santificamos
aun cuando al poner los medios que el caso requería nos parece que hemos
fracasado, que no han dado el resultado esperado. El Señor santifica los
«fracasos» que se originan después de haber puesto los medios que parecían
oportunos, pero no bendice las omisiones, pues nos trata como a hijos
inteligentes, de quienes espera que pongan en juego los remedios adecuados.
Apliquemos en cada caso lo que esté de nuestra parte,
y después, omnia in bonum! todo será para bien. Los
resultados, aparentemente buenos o malos, nos llevarán a amar más a Dios, nunca
a separarnos de Él. En el sentido de la filiación divina encontraremos la
protección y el calor paternal que todos necesitamos. «Si tenéis confianza en
Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que
os falte nada»9, escribe Santa Teresa después de una larga experiencia. Junto
al Señor se ganan todas las batallas, aunque, aparentemente, algunas se
pierdan.
1 Jn 13,
4 ss. —
2 F.
Suárez, Después, p. 208. —
3 Primera
lectura. Año I. Rom 8, 28. —
4 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 929. —
5 1
Pdr 5, 8. —
6 Sab 8,
1. —
7 San
Agustín, Sobre la conversión y la gracia, 30. —
8 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 609. —
9 Santa
Teresa, Fundaciones, 27, 12.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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