Tulio Hernández 19 de octubre de 2020
@tulioehernandez
Desde que publiqué un artículo titulado “La conjura de
los atorrantes”, en el que intenté definir el perfil siquiátrico, las malas
maneras de su trato con los demás y las actitudes déspotas de cuatro
gobernantes –Bolsonaro, Putin, Chávez y, por supuesto, Donald Trump– no he
pasado un día sin recibir reproches, críticas y hasta despedidas dramáticas de
lectores selectos.
Algunos con el dedo acusador: “¡Ya caíste en la trampa
comunista de igualar a Trump con Chávez!”. Otros con cierta saña intolerante:
“Hay opinadores que se creen sabihondos y lo que son es unos ignorantes”.
Incluso, uno que parecía una carta de desamor: “Qué desilusión, yo tenía veinte
años leyéndolo para descubrir ahora que es usted un malagradecido con el gran
benefactor de Venezuela”.
En verdad ningún insulto fue realmente ofensivo
conmigo, pero los que se profesaban entre los usuarios de los chats que
apoyaban o cuestionaban el artículo son de tono mayor. A una apreciada dama le
dijeron “tarifada de Biden” solo por estar de acuerdo con mi tesis. Entre
otros, se acusaron feamente de “viejos”, sin percatarse de que la mayoría de
los participantes en el chat deben ser de la tercera edad.
Los demás insultos, que no comento, no valen la pena.
Por el tono. Pero son la evidencia de que algo grave ha ocurrido en la sique
colectiva de los venezolanos durante estos veinte años de militarismo rojo.
Algo –un hechizo maligno, un contagio histérico, un conjuro a lo Harry Potter
–, ha hecho que la intolerancia y la impertinencia en el trato mutuo ya no sea
la excepción sino la regla.
Sentir ganas, y lo peor, expresarlas públicamente, de
querer matar a quien no piensa exactamente como nosotros, es en el presente un
asunto cotidiano. Pero ya no como hace veinte años, cuando el odio se comenzó a
incubar y ejercer entre los seguidores del teniente coronel golpista contra sus
adversarios.
Ahora no. Ahora el escupitajo verbal, la frase
desconsiderada, la sospecha en torno a quien habla porque debe haber recibido
un dinero para opinar de ese modo, la descalificación inminente y el desprecio
moral, la patada digital en el trasero, ya no ocurre entre chavista y
antichavistas, entre militaristas y civilista, sino entre los fieles de la
misma causa, en las entrañas mismas de ese sector de venezolanos que desespera
por salir del régimen chavista devenido en madurista.
Son, o somos, para no eludir responsabilidades,
vergonzantes. Desde fuera, parecemos un club avanzado de dementes peleándose
por demostrar quién es más fiel a unos mandamientos que nadie sabe dónde están
escritos. Nos volvimos más papistas que el Papa. Más sectarios que un
integrista musulmán. Más jueces implacables y oficiantes de la supremacía moral
que Savonarola. Lo que quiere decir más chavistas que Chávez.
Si el odio y la incapacidad para sentarse a dialogar
ocurriera solo entre la alta dirigencia de los movimientos que adversan la
dictadura chavista, todos podríamos bajar tranquilos al sepulcro. Pero no es
así. Es cierto que en todas partes las redes son un escenario de violencia
verbal. Que el anonimato, o escribir en soportes que no son medios
periodísticos, sin editores, y sin tener que verificar la autenticidad de los
que decimos, ha hecho que los demonios personales broten sin contención al
escenario público. Lo que antes se decía en una taberna o en la intimidad más
estricta, ahora tiene un megáfono y retumba.
Pero entre venezolanos la situación ya es
patológicamente escabrosa. Y no es en un solo sentido. En el caso que hoy me
ocupa, el de los seguidores obcecados de Trump dispuestos a linchar
ideológicamente, gritan “¡Anatema, anatema!”, mientras sacan un crucifijo y una
ristra de ajos, para salvar el alma de todos los venezolanos que se declaren
públicamente a favor de Biden.
También lo es en otras direcciones. He escuchado a más
de un articulista, aún en sus cabales, acusarnos de colaboracionistas, vende
patria y, de nuevo, tarifados, a todos aquellos que nos oponemos a las
elecciones espurias de diciembre. Y, en una cena reciente en Bogotá, intervine
calmando los ánimos cuando el tercero en la mesa acusó al segundo de “guerrillero
de campo de golf”, aludiendo obviamente a su condición de “mantuano” caraqueño
y su fascinación por María Corina Machado y el aún no realizado, pero esperado,
arribo de los marines a poner orden en el país.
Lo que pasa es que nos hemos acostumbrado. Pero si no
miráramos por un huequito, como se decía antes, o desde un dron extraterrestre,
como cabe mejor decir ahora, el escenario digital de la oposición venezolana
recuerda a un ring donde se desarrolla un match de lucha libre del tipo “todos
contra todos”. Limpios y sucios sin
principios de distinción. Unos sacan pócimas venenosas, otros sprays
paralizantes, algunos solo utilizan su mal aliento como armas. Sin argumentos
sólidos, a partir de suposiciones arbitrarias la mayoría de los debates.
Encendidos. Coléricos.
La impotencia política puede derivar en omnipotencia
emocional. Quizás el fracaso se nos ha subido a la cabeza. O quizás somos
víctimas de un guionista perverso, de un conjuro malévolo, que nos ha hecho
actores de un film donde un Alien –hecho con retazos de Iris Varela, Diosdado
Cabello y Mario Silva, pero con la voz cavernosa de Hugo Chávez– se ha
apoderado de nuestros cuerpos y mentes, y nos obliga a actuar a su imagen y
semejanza.
Necesitamos urgente de terapia siquiátrica. O tal vez
de un exorcista. Seguramente Linda Blair debe tener entre sus contactos de
WhatsApp las coordenadas de algún alumno del padre Karras, el buen jesuita que
le sacó el demonio que llevaba dentro, en aquella película que llenaba de
terror las salas de cine en 1973.
Tulio
Hernández
@tulioehernandez
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