Por Ramón Guillermo Aveledo
Ante la elección presidencial boliviana, cuyo ganador
Luis Arce ya fue felicitado por su contendor Mesa, la presidenta interina Añez
y el gobierno de Estados Unidos hay dos opciones simplistas: triunfó el pueblo
con Evo o los latinoamericanos no aprendemos. Como siempre, hay una tercera,
más lógica y compleja. Hay que atreverse a explorarla.
El intento reeleccionista de Evo Morales,
inconstitucional y tramposo, fue el detonante de una ola de protestas masivas
que con un resultado electoral ajustado y salpicado de denuncias de fraude,
desencadenó una crisis en la cual los militares se pusieron del lado de la
mayoría que reclamaba. Resultado: elección desconocida, dimisión del
Presidente, gobierno interino y nueva convocatoria electoral que hubo de ser
diferida por la pandemia.
Los demócratas bolivianos, un conjunto
diverso, creyeron que el mandado estaba hecho y salieron a competir entre sí
como si nada. No fueron capaces de unirse, hasta que tardíamente la realidad de
los sondeos les avisaba el peligro inminente y lo hicieron defectuosamente.
Tampoco supieron, quisieron o pudieron, presentar una opción atractiva, creíble
y convincente.
Por motivos de la polarización y crispación
criollas, tendemos a polarizar la política internacional, y meter en el mismo
saco a todas las izquierdas latinoamericanas, incluso las democráticas. Y
cualquiera que en cualquier lugar sea alternativa a la derecha, incluso si es
la más recalcitrante. Ese modo de pensar mete en un mismo saco a Sánchez y
Borrell con Kim Jong-un, a Lula con los Castro y a Ortega con Tabaré o, válgame
Dios, hasta con Biden. No necesito aclarar mi posición ideológica para decir
que ese es un terreno movedizo, fértil para el error de juicio.
Evo ¿deberíamos decir Ego? Morales se
empeñó en una tercera reelección. Fue soberbio, frecuentemente arbitrario e
incluso con sospechas serias de corrupción, pero su gobierno no es comparable
con el de aquí, el de Nicaragua o el de Cuba. Por ejemplo, ya desearíamos
nosotros en una semana la inflación anual de Bolivia, su crecimiento económico
y sus avances sociales. Dio estabilidad interna y demostró sagacidad
internacional. Ante nuestros gobernantes jugó la carta izquierdista y le sacó
jugoso provecho. En Europa, la causa indigenista, a lo que su origen aimara le
da credibilidad. Arce, mestizo paceño de una familia de clase media fue su
exitoso ministro de economía.
La significación de lo indígena, por
cierto, no puede subestimarse en una nación cuya población es (Censo de 2012)
37% indígena originaria y 59% mestizo con alto componente autóctono. El 3% es
blanco. Morales fue el primer indígena en presidir el país.
La oposición a Morales gobernó el país diez
meses. Se le atravesó la pandemia, un obvio limitante para la gestión. También
hay que considerar que su desunión, accidentes y desencuentros no permitieron
desarrollar políticas que transmitieran a sus conciudadanos que no se trataba
de una vuelta a la vieja política conocida o desconocida, pero siempre marcada
por el prejuicio.
Hay en esta elección boliviana lecciones
útiles para la oposición venezolana. La primera y obvia es la unidad. Pero la
unidad no basta y no por lo que dicen sus enemigos abiertos o embozados. La
unidad tiene que ser coherente y convincente. Si no, es el saco de gatos y
gatas. Para enfrentar con éxito los populismos de este tiempo, los
demócratas deben presentar una alternativa que muestre responsabilidad,
solidez, empatía con los sufrimientos y propuestas creíbles de soluciones para
el progreso.
Para el gobierno también las habría, claro.
Como que el problema es el personalismo soberbio, que no hay que temer a una
elección limpia si se ha hecho una gestión defendible y para hacerla, hay que
renunciar a la superstición ideológica. Sinceramente, no los veo dispuestos a
atreverse.
26-10-20
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