Francisco Fernández-Carvajal 29 de octubre de 2020
@hablarcondios
— Actuación clara de Jesús.
— Los respetos humanos no son propios de un cristiano
de fe firme.
— El ejemplo de los primeros cristianos.
I. Era costumbre
entre los judíos convidar a comer a quien había disertado aquel día en la
sinagoga. Un sábado fue invitado Jesús a casa de uno de los principales
fariseos de la ciudad1.
Y le estaban espiando, le acechaban a ver en qué podían sorprenderlo. A pesar
de esta situación tan poco grata, el Señor –comenta San Cirilo– «aceptaba sus
convites para ser útil con sus palabras y milagros a los que asistían a ellos»2.
El Maestro no desaprovecha ninguna ocasión para redimir a las almas, y los
banquetes eran una buena oportunidad para hablar del Reino de los Cielos.
En este día, cuando ya estaban sentados a la
mesa, se puso delante de Él un hombre hidrópico; este hombre
aprovecha probablemente una costumbre que permitía entrar a todos en la casa
donde se daba un agasajo. El enfermo no dice nada, no pide nada,
simplemente está delante del Médico divino. «Esta bien podría
ser nuestra postura, nuestra actitud interior: ponernos así ante Jesús.
Ponernos así, con nuestra hidropesía, con nuestra miseria personal, con
nuestros pecados... Ante Dios, ante la mirada compasiva de Dios. Podemos tener
la absoluta seguridad de que Él nos tomará de la mano y nos curará»3.
Jesús, al ver al enfermo ante Él, se llena de
misericordia, y le cura, a pesar de los que estaban al acecho para ver si
sanaba en sábado. Actúa con claridad y no se deja llevar por respetos humanos,
por lo que murmuraron aquellos que se consideraban a sí mismos como maestros e
intérpretes de la Ley. Después, el Señor les hace ver que la misericordia no
quebranta el sábado, y les pone un ejemplo lleno de sentido común: ¿quién
de vosotros, si se le cae al pozo un burro o un buey, no lo saca enseguida en
día de sábado? Y no pudieron responderle a esto, porque todos se darían
buena prisa en salvarlo.
Nuestra actitud al vivir la fe cristiana en un
ambiente en el que existan recelos, falsos escándalos o simples incomprensiones
por ignorancia, sin mala fe, ha de ser la misma de Jesús. Nunca debemos ser
oportunistas; nuestra actitud debe ser clara, consecuente con la fe que
profesamos. Muchas veces esa actuación decidida, sin tapujos ni miedos, será de
una gran eficacia apostólica. Por el contrario, «asusta el daño que podemos
producir, si nos dejamos arrastrar por el miedo o la vergüenza de mostrarnos
como cristianos en la vida ordinaria»4.
No dejemos de manifestarnos cristianos, con sencillez y naturalidad, cuando la
situación lo requiera. Nunca nos arrepentiremos de ese comportamiento
consecuente con nuestro ser más íntimo. Y el Señor se llenará de gozo al
mirarnos.
II. Toda la vida de
Jesús está llena de unidad y de firmeza. Jamás se le ve vacilar. «Ya su modo de
hablar, las repetidas expresiones: Yo he venido, Yo no he venido,
traducen perfectamente ese sí y ese no, consciente
e inquebrantable, y esa sumisión absoluta a la voluntad del Padre, que
constituye la ley de su vida (...). Jamás en todo su ministerio, ya sea en sus
palabras o en su modo de obrar, se le ve vacilar, permanecer indeciso, y menos
volverse atrás»5.
Él pide a quienes le seguimos esa voluntad firme en cualquier situación. El
dejarse llevar por el respeto humano es propio de personas con una formación
superficial, sin criterios claros, sin convicciones profundas, o débiles de
carácter. Los respetos humanos son consecuencia de valorar más la opinión de
los demás que el juicio de Dios, sin tener en cuenta las palabras de
Jesús: si alguien se avergüenza de Mí y de mis palabras..., el Hijo del
Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre
acompañado de sus santos ángeles6.
Los respetos humanos pueden venir respaldados por la
comodidad de no querer llevarse un mal rato, pues es más fácil seguir la
corriente; o por el miedo a poner en peligro un cargo público, por ejemplo; o
por el deseo de no distinguirse de los demás, de permanecer en el anonimato.
Quien sigue al Señor no debe olvidar que ha de ser como los demás buenos
cristianos y que está íntimamente comprometido con Cristo y con su doctrina.
«Brille el ejemplo de nuestra vida y no hagamos ningún caso de las críticas», aconsejaba
San Juan Crisóstomo. «No es posible –añadía– que quien de verdad se empeñe por
ser santo, deje de tener muchos que no le quieran. Pero eso no importa, pues
hasta con tal motivo aumenta la corona de su gloria. Por eso, a una sola cosa
hemos de atender: a ordenar con perfección nuestra propia conducta. Si hacemos
esto, conduciremos a una vida cristiana a los que andan en tinieblas»7,
y seremos el apoyo firme para muchos que vacilan. Una vida coherente con las
propias convicciones atrae profundamente a muchos y merece el respeto de todos.
Muchas veces es el camino del que Dios se vale para atraer a otros a la fe. El
buen ejemplo siempre deja una buena semilla sembrada que, más o menos pronto,
dará su fruto. «Y esto de hacer uno –advierte Santa Teresa– lo que ve
resplandecer de virtud en otro pégase mucho. Este es un buen aviso; no se os
olvide»8.
Es cierto que cualquier persona tiende a rehuir las
actuaciones que le acarrearían cierto desprecio o burla de amigos, compañeros
de trabajo, colegas..., o sencillamente la incomodidad de ir contra corriente.
Pero también es bien cierto que el amor a Cristo, ¡a quien tanto debemos!, nos
ayuda a superar esa tendencia, para recuperar la «libertad de los hijos de
Dios» que nos lleva a movernos con soltura y sencillez, como buenos cristianos,
en los ambientes más adversos.
III. Los
cristianos de la primera hora actuaron con esa valentía propia de quien tiene
fundamentada su vida en un cimiento firme. José de Arimatea y Nicodemo, que
habían sido discípulos menos conocidos de Jesús a la hora de los milagros, no
tuvieron reparo en presentarse ante el Procurador romano y hacerse cargo del
Cuerpo muerto del Señor: «son valientes declarando ante la autoridad su amor a
Cristo –“audacter”– con audacia, a la hora de la cobardía»9.
De modo semejante se comportaron los Apóstoles ante la coacción del Sanedrín y
ante las persecuciones posteriores, bien convencidos de que la doctrina
de la Cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero para los que se
salvan, para nosotros, es fuerza de Dios10.
No olvidemos que para muchos será una necedad el mantener firmes los vínculos
de la fidelidad matrimonial, el no participar en negocios rentables poco honestos,
la generosidad en el número de hijos, que llevará a algunas privaciones
económicas, el ayuno, la abstinencia, la mortificación corporal (¡que tanto
ayuda al alma a entenderse con Dios!)... San Pablo afirma que nunca se
avergonzó del Evangelio11,
y así se la aconseja vivamente a Timoteo: porque Dios no nos dio un
espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. Así, pues,
no te avergüences del testimonio de nuestro Señor, ni de mí, su prisionero; al
contrario, comparte conmigo los sufrimientos por el evangelio con fortaleza de
Dios12.
El Señor, cuando se encuentra con aquel hombre enfermo
en casa del fariseo que le ha invitado, no deja de curarlo, a pesar de que era
sábado y de las críticas que resultarían del milagro, En medio de aquel
ambiente hostil, lo cómodo hubiera sido esperar otra situación, otro día de la
semana. Nos enseña hoy a nosotros a llevar a cabo lo que debamos hacer, con
independencia del «qué dirán», de los comentarios adversos que quizá provoquen
nuestras palabras o nuestra actuación. Una cosa debe importarnos ante todo: el
juicio de Dios en aquella situación. La opinión de los demás, muy en segundo
lugar. Si alguna vez debemos callar u omitir una obra ha de ser porque así lo
dicta la verdadera prudencia, y no la cobardía y el miedo a sufrir una
contrariedad. ¿Qué menos podemos padecer por Quien sufrió por nosotros la
muerte, y muerte de Cruz?
¡Qué bien tan grande haremos a los demás si nuestra
vida es coherente con nuestros principios cristianos! ¡Qué alegría la del Señor
cuando nos vea como verdaderos discípulos suyos, que no se esconden ni se
avergüenzan de serlo! Pidamos a Nuestra Señora la firmeza que Ella tuvo al pie
de la Cruz, junto a su Hijo, cuando las circunstancias eran tan hostiles y
dolorosas.
1 Lc 14,
1-6. —
2 San
Cirilo de Alejandría, en Catena Aurea, vol. VI, p. 160, —
3 I. Domínguez, El tercer
Evangelio, Rialp, Madrid 1989, p. 205. —
4 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 36. —
5 K.
Adam, Jesucristo, Herder, Barcelona 1970, pp, 94-95.
—
6 Mc 8,
38. —
7 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 15, 9. —
8 Santa
Teresa, Camino de perfección, 7, 8. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 841. —
10 1
Cor 1, 18-19. —
11 Cfr. Rom 1,
16. —
12 2
Tim 1, 7-8.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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