Por Antonio Pérez Esclarín
El 28 de octubre se
cumplieron 251 años del nacimiento en Caracas de Simón Rodríguez, el educador
venezolano de mayor importancia en nuestra historia. Hoy, sin embargo, a pesar
de que se proclama que sus ideas están sembradas en las propuestas educativas
oficiales, es un hombre olvidado y traicionado, pues las políticas del Gobierno
parecen orientadas a acabar con los maestros y así acabar con la educación. De
ahí la necesidad de recuperar y poner en práctica su pensamiento.
Rodríguez vio con
claridad que una vez lograda la independencia militar, para tener repúblicas
fuertes y sociedades prósperas había que dejar a un lado a los militares y
emprender la revolución cívica, mediante una educación que enseñara a trabajar,
amar el trabajo, y “vivir en República”, es decir, que promoviera las “virtudes
sociales”. Se trataba de convertir a los súbditos sumisos y obedientes, en
ciudadanos libres e independientes “capaces de gobernarse a sí mismos”, y que
no se dejaran dominar ni engañar por nadie.
Educación abierta a
todos, especialmente a los más pobres y marginados, las víctimas directas de la
cultura colonial que seguía intocada: “Si la educación se proporcionara a
todos, ¡cuántos de los que despreciamos, por ignorantes, no serían nuestros
consejeros, nuestros bienhechores y nuestros amigos! ¡Cuántos de los que
nos obligan a echar cerrojos a nuestras puertas, no serían depositarios de las
llaves! ¡Cuántos de los que tememos en los caminos, no serían nuestros
compañeros de viaje!”.
La nueva educación
debía combatir la pedagogía transmisiva y repetidora y asumir una pedagogía
creativa y crítica: “¡Enseñen a los niños a ser preguntones, para que,
pidiendo el porqué de lo que se les manda a hacer, se acostumbren a obedecer a
la razón, no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre, como los
estúpidos!”.
Pero posiblemente su
insistencia mayor, que fue la razón por la que fue incomprendido y rechazado
por muchos, fue su empeño en promover el amor al trabajo productivo, y de unir
la instrucción académica con los oficios mecánicos y agrícolas, pues era
necesario “colonizar el país con sus propios habitantes”.
Estaba convencido de
que la riqueza no consistía en las minas, sino en las capacidades productivas,
y que el trabajo era la llave del progreso y de la independencia. Él mismo
quiso dar ejemplo con su vida: Cuando no conseguía trabajo como maestro, para
sobrevivir, montó talleres para producir jabones y velas. Por ello, solía
ironizar, diciendo: “Así lavaré la conciencia de los americanos y
alumbraré América con mis velas”. Durante toda su vida combatió la cultura
limosnera que degrada a las personas y varias veces escribió: “Yo no pido
que me den, sino que me ocupen, que me den trabajo. Si estuviera inválido,
pediría ayuda. Sano y fuerte debo trabajar. Sólo permitiré que me carguen a
hombros cuando me lleven a enterrar”.
Para posibilitar esta
educación, se necesitaban maestros honestos y responsables, con vocación, que
despertaran la curiosidad y creatividad del alumno, cuyo ejercicio les
garantizara una vida digna: “El maestro debe contar con una renta que le
asegure una decente subsistencia, y en que pueda hacer ahorros, para sus
enfermedades, y para su vejez… No ha de recibir limosnas que lo humillan. No ha
de ir al hospital a agravar sus males, ni a casas de misericordia a guardar
dieta, ni a que lo saquen al sol, para que se seque, y pese menos, cuando lo
lleven a enterrar”.
*pesclarin@gmail.com |
www.antonioperezesclarin.com
29-10-20
https://revistasic.gumilla.org/2020/recuperar-a-simon-rodriguez/
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