Francisco Fernández-Carvajal 31 de octubre de 2020
@hablarcondios
— Personas que se santificaron a través de una vida
corriente.
— Todos hemos sido llamados a la santidad.
— La caridad, distintivo de los que han alcanzado la
bienaventuranza.
I. Alegrémonos
todos en el Señor, al celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos:
de esta solemnidad se alegran los ángeles y alaban al Hijo de Dios1.
La fiesta de hoy recuerda y propone a la meditación
común algunos componentes fundamentales de nuestra fe cristiana señalaba el
Papa Juan Pablo II-. En el centro de la Liturgia están sobre todo los grandes
temas de la Comunión de los Santos, del destino universal de la salvación, de
la fuente de toda santidad que es Dios mismo, de la esperanza cierta en la
futura e indestructible unión con el Señor, de la relación existente entre
salvación y sufrimiento y de una bienaventuranza que ya desde ahora caracteriza
a aquellos que se hallan en las condiciones descritas por Jesús. Pero la clave
de la fiesta que hoy celebramos «es la alegría, como hemos rezado en la
antífona de entrada: Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día
de fiesta en honor de todos los Santos; y se trata de una alegría
genuina, límpida, corroborante, como la de quien se encuentra en una gran
familia donde sabe que hunde sus propias raíces...»2.
Esta gran familia es la de los santos: los del Cielo y los de
la tierra.
La Iglesia, nuestra Madre, nos invita hoy a pensar en
aquellos que, como nosotros, pasaron por este mundo con dificultades y
tentaciones parecidas a las nuestras, y vencieron. Es esa muchedumbre
inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua,
según nos recuerda la Primera lectura de la Misa3.
Todos están marcados en la frente y vestidos con vestiduras blancas,
lavadas en la sangre del Cordero4.
La marca y los vestidos son símbolos del Bautismo, que imprime en el hombre,
para siempre, el carácter de la pertenencia a Cristo, y la gracia renovada y
acrecentada por los sacramentos y las buenas obras.
Muchos Santos de toda edad y condición- han sido
reconocidos como tales por la Iglesia, y cada año los recordamos en algún día
preciso y los tomamos como intercesores para tantas ayudas como necesitamos.
Pero hoy festejamos, y pedimos su ayuda, a esa multitud incontable que alcanzó
el Cielo después de pasar por este mundo sembrando amor y alegría, sin apenas
darse cuenta de ello; recordamos a aquellos que, mientras estuvieron entre
nosotros, hicieron, quizá, un trabajo similar al nuestro: oficinistas,
labriegos, catedráticos, comerciantes, secretarias...; también tuvieron
dificultades parecidas a las nuestras y debieron recomenzar muchas veces, como
nosotros procuramos hacer; y la Iglesia no hace una mención nominal de ellos en
el Santoral. A la luz de la fe, forman «un grandioso panorama: el de tantos y
tantos fieles laicos a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos;
desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre,
hombres y mujeres que, precisamente en la vida y actividad de cada jornada, son
los obreros incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y
grandes artífices por la potencia de la gracia, ciertamente del crecimiento del
Reino de Dios en la historia»5.
Son, en definitiva, aquellos que supieron «con la ayuda de Dios conservar y
perfeccionar en su vida la santificación que recibieron»6 en
el Bautismo.
Todos hemos sido llamados a la plenitud del Amor, a
luchar contra las propias pasiones y tendencias desordenadas, a recomenzar
siempre que sea preciso, porque «la santidad no depende del estado soltero,
casado, viudo, sacerdote, sino de la personal correspondencia a la gracia, que
a todos se nos concede»7.
La Iglesia nos recuerda que el trabajador que toma cada mañana su herramienta o
su pluma, o la madre de familia dedicada a los quehaceres del hogar, en el
sitio que Dios les ha designado, deben santificarse cumpliendo fielmente sus
deberes8.
Es consolador pensar que en el Cielo, contemplando el
rostro de Dios, hay personas con las que tratamos hace algún tiempo aquí
abajo, y con las que seguimos unidas por una profunda amistad y cariño. Muchas
ayudas nos prestan desde el Cielo, y nos acordamos de ellas con alegría y
acudimos a su intercesión.
Hacemos hoy nuestra aquella petición de Santa Teresa,
que también ella misma escuchará, en esta Solemnidad: «¡Oh ánimas
bienaventuradas, que tan bien os supisteis aprovechar, y comprar heredad tan
deleitosa...! Ayudadnos, pues estáis tan cerca de la fuente; coged agua para
los que acá perecemos de sed»9.
II. En la Solemnidad
de hoy, el Señor nos concede la alegría de celebrar la gloria de la
Jerusalén celestial, nuestra madre, donde una multitud de hermanos nuestros le
alaban eternamente. Hacia ella, como peregrinos, nos encaminamos alegres,
guiados por la fe y animados por la gloria de los Santos; en ellos, miembros
gloriosos de su Iglesia, encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad10.
Nosotros somos todavía la Iglesia peregrina que se
dirige al Cielo; y, mientras caminamos, hemos de reunir ese tesoro de buenas
obras con el que un día nos presentaremos ante nuestro Dios. Hemos oído la
invitación del Señor: Si alguno quiere venir en pos de Mí... Todos
hemos sido llamados a la plenitud de la vida en Cristo. Nos llama el Señor en
una ocupación profesional, para que allí le encontremos, realizando aquella
tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola
a Dios, ejercitando la caridad con las personas que tratamos, viviendo la
mortificación en su realización, buscando ya aquí en la tierra el rostro
de Dios, que un día veremos cara a cara. Esta contemplación trato de
amistad con nuestro Padre Dios podemos y debemos adquirirla a través de las
cosas de todos los días, que se repiten muchas veces, con aparente monotonía,
pues «para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos
los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre
celestial es perfecto (Mt 5, 48). Para la gran mayoría de los
hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su
trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el
camino de sus vidas»11.
¿Qué otra cosa hicieron esas madres de familia, esos
intelectuales o aquellos obreros..., para estar en el Cielo? Porque a él
queremos ir nosotros; es lo único que, de modo absoluto, nos importa. Esta
santa decisión tiene mucha importancia para los demás. Si, con la gracia de
Dios y la ayuda de tantos, alcanzamos el Cielo, no iremos solos: arrastraremos
a muchos con nosotros.
Quienes han llegado ya, procuraron santificar las
realidades pequeñas de todos los días; y si alguna vez no fueron fieles, se
arrepintieron y recomenzaron el camino de nuevo. Eso hemos de hacer nosotros:
ganarnos el Cielo cada día con lo que tenemos entre manos, entre las personas
que Dios ha querido poner a nuestro lado.
III.
Muchos de los que ahora contemplan la faz de Dios quizá no tuvieron ocasión, a
su paso por la tierra, de realizar grandes hazañas, pero cumplieron lo mejor
posible sus deberes diarios, sus pequeños deberes diarios.
Tuvieron errores y faltas de paciencia, de pereza, de soberbia, tal vez pecados
graves. Pero amaron la Confesión, y se arrepintieron, y recomenzaron. Amaron
mucho y tuvieron una vida con frutos, porque supieron sacrificarse por Cristo.
Nunca se creyeron santos; todo lo contrario: siempre pensaron que iban a
necesitar en gran medida de la misericordia divina. Todos conocieron, en mayor
o menor grado, la enfermedad, la tribulación, las horas bajas en
las que todo les costaba; sufrieron fracasos y tuvieron éxitos. Quizá lloraron,
pero conocieron y llevaron a la práctica las palabras del Señor, que hoy
también nos trae la Liturgia de la Misa: Venid a Mí, todos los que estáis
trabajados y cargados, y Yo os aliviaré12.
Se apoyaron en el Señor, fueron muchas veces a verle y a estar con Él junto al
Sagrario; no dejaron de tener cada día un encuentro con Él.
Los bienaventurados que alcanzaron ya el Cielo son muy
diferentes entre sí, pero tuvieron en esta vida terrena un común distintivo:
vivieron la caridad con quienes les rodeaban. El Señor dejó dicho: en
esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros13.
Esta es la característica de los Santos, de aquellos que están ya en la
presencia de Dios.
Nosotros nos encontramos caminando hacia el Cielo y
muy necesitados de la misericordia del Señor que es grande y nos mantiene día a
día. Hemos de pensar muchas veces en él y en las gracias que tenemos,
especialmente en los momentos de tentación o de desánimo.
Allí nos espera una multitud incontable de amigos.
Ellos «pueden prestarnos ayuda, no solo porque la luz del ejemplo brilla sobre
nosotros y hace más fácil a veces que veamos lo que tenemos que hacer, sino
también porque nos socorren con sus oraciones, que son fuertes y sabias,
mientras las nuestras son tan débiles y ciegas. Cuando os asoméis en una noche
de noviembre y veáis el firmamento constelado de estrellas, pensad en los
innumerables santos del Cielo, que están dispuestos a ayudarnos...»14.
Nos llenará de esperanza en los momentos difíciles. En el Cielo nos espera la
Virgen para darnos la mano y llevarnos a la presencia de su Hijo, y de tantos
seres queridos como allí nos aguardan.
*La Iglesia nos
invita a levantar el pensamiento y a dirigir la oración a esa inmensa multitud
de hombres y mujeres que siguieron a Cristo aquí en la tierra y se encuentran
ya con Él en el Cielo. La fiesta se celebra en toda la Iglesia desde el siglo viii.
En ella se nos recuerda que la santidad es asequible a todos, en las diversas
profesiones y estados, y que para ayudarnos a alcanzar esa meta debemos vivir
el dogma de la Comunión de los Santos.
1 Antífona
de entrada. —
2 Juan
Pablo II, Homilía 1-XI-1980. —
3 Apoc 7,
9. —
4 Cfr. Apoc 7,
3-9. —
5 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988,
17. —
6 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 40. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, p. 67. —
8 Cfr. Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, cit. —
9 Santa
Teresa, Exclamaciones, 13, 4. —
10 Cfr. Misal
Romano, Prefacio de la Misa. —
11 Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 55. —
12 Aleluya.
Mt 11, 28. —
13 Jn 13,
34-35. —
14 R.
A. Knox, Sermón a los colegiales de Alli Hallws, 1-XI-1950.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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