Francisco Fernández-Carvajal 30 de junio de 2021
@hablarcondios
— El
sacrificio de Isaac, imagen y figura del Sacrificio de Cristo en el Calvario.
Valor infinito de la Misa.
—
Adoración y acción de gracias.
—
Expiación y propiciación por nuestros pecados; impetración de todo aquello que
necesitamos.
I.
Leemos en el libro del Génesis1 cómo
Dios quiso probar la fe de Abrahán. Le había sido prometido que su descendencia
sería como las estrellas del cielo. El Patriarca ve el paso del
tiempo hasta llegar a una edad muy avanzada; y su mujer era estéril. Pero él
siguió creyendo en la palabra de Dios.
Yahvé
le había anunciado que tendría un hijo, y Abrahán lo creyó contra toda
esperanza; cuando al fin vino al mundo lo llamó Isaac, y cuando, ya
mayor, constituía el premio a su confianza, Dios, señor de la vida y de la
muerte, le mandó que lo sacrificara: Toma a tu hijo único, al que
quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en uno de los
montes que Yo te indicaré. Pero en el momento en que iba a sacrificar al
hijo amado, el Ángel del Señor le detuvo. Y oyó el Patriarca estas palabras
llenas de bendiciones sobreabundantes: Por haber hecho esto, por no
haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus
descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus
descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas. Todos los
pueblos del mundo serán bendecidos en tu descendencia, porque me has obedecido.
Los
Padres de la Iglesia han visto en el sacrificio de Isaac un anuncio del
sacrificio de Jesús. Isaac, el único hijo de Abrahán, el amado, cargado con la
leña hacia el monte donde va a ser sacrificado, es figura de Cristo, el
Unigénito del Padre, el Amado, que camina con la cruz a cuestas hacia el
Calvario, donde se ofrece como sacrificio de valor infinito por todos los
hombres.
En la
Misa, después de la Consagración, el Canon Romano celebra la
memoria de esta oblación de Abrahán, la entrega de su hijo. Él es nuestro
«padre en la fe». Dirige tu mirada serena y bondadosa sobre esta
ofrenda, decimos a Dios Padre: acéptala como aceptaste los dones
del justo Abel, el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación
pura de tu sumo sacerdote Melquisedec...2.
La
obediencia de Abrahán es la máxima expresión de su fe sin condiciones a Dios.
Por eso, recobró de nuevo a Isaac y, después de haberlo ofrecido, lo recibió
como un símbolo. Pensaba, en efecto, que Dios es poderoso para resucitar de
entre los muertos; por eso lo recobró y fue como una imagen de lo venidero3.
Orígenes
señala que el sacrificio de Isaac nos hace comprender mejor el misterio de la
Redención. «El hecho de que Isaac llevara la leña para el holocausto es figura
de Cristo que llevó su cruz a cuestas. Pero, al mismo tiempo, llevar la leña
para el holocausto es tarea del sacerdote. Luego Isaac fue a la vez víctima y
sacerdote (...). Cristo es al mismo tiempo Víctima y Sumo Sacerdote. Según el
espíritu, en efecto, ofrece la víctima a su Padre; según la carne, Él mismo es
ofrecido sobre el altar de la Cruz»4.
Por eso, cada Misa tiene un valor infinito, inmenso, que nosotros no podemos
comprender del todo: «alegra toda la corte celestial, alivia a las pobres almas
del purgatorio, atrae sobre la tierra toda suerte de bendiciones, y da más
gloria a Dios que todos los sufrimientos de los mártires juntos, que las
penitencias de todos los santos, que todas las lágrimas por ellos derramadas
desde el principio del mundo y todo lo que hagan hasta el fin de los siglos»5.
II.
Aunque todos los actos de Cristo fueron redentores, existe, sin embargo, en su
vida un acontecimiento singular que destaca sobre todos, y al que todos se
dirigen: el momento en que la obediencia y el amor del Hijo ofrecieron al Padre
un sacrificio sin medida, a causa de la dignidad de la Ofrenda y por el
Sacerdote que la ofrecía. Y es Él quien permanece en la Misa como Sacerdote
principal y Víctima realmente ofrecida y sacramentalmente inmolada.
En la
Santa Misa, los frutos que miran inmediatamente a Dios, como la adoración y
la acción de gracias, se producen siempre en su plenitud infinita,
sin depender de nuestra atención, ni del fervor del sacerdote. En cada Misa se
ofrecen infaliblemente a Dios una adoración, una reparación y una acción de
gracias de valor sin límites, porque es Cristo mismo quien la ofrece y el que
se ofrece. Por eso, es imposible adorar mejor a Dios, reconocer su dominio
soberano sobre todas las cosas y sobre todos los hombres. Es la realización más
acabada del precepto: Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás6.
Es
imposible dar a Dios una reparación más perfecta por las faltas diariamente
cometidas que ofreciendo y participando con devoción del Santo Sacrificio del
Altar7. Es imposible agradecerle mejor los bienes recibidos que a
través de la Santa Misa: Quid retribuam Domino pro omnibus quae
retribuit mihi?... ¿Cómo retribuiré a Dios por todos los beneficios que ha
tenido conmigo? Elevaré el cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor8.
Qué gran oportunidad para agradecer a Dios tantos bienes como recibimos...,
pues a veces es posible que nos olvidemos de dar gracias a Dios por sus dones,
tantos y tantos; puede sucedernos como a los leprosos curados por Jesús...
«La
adoración, la reparación y la acción de gracias son efectos infalibles del
sacrificio de la Misa que miran al mismo Dios»9,
ya que es el mismo el que ofrece y se ofrece. ¡Qué honor tan grande el de los
sacerdotes, al prestarle a Cristo la voz y las manos en el sacrificio
eucarístico! ¡Qué grandeza la de los fieles de poder participar en tan gran
Misterio!
«Dile
al Señor que, en lo sucesivo, cada vez que celebres o asistas a la Santa Misa, y
administres o recibas el Sacramento Eucarístico, lo harás con una fe grande,
con un amor que queme, como si fuera la última vez de tu vida.
»—Y
duélete, por tus negligencias pasadas»10.
III. En
el monte Moria no fue sacrificado Isaac, el hijo único y amado de Abrahán; en
el Calvario, Jesús padeció y murió por todos nosotros, pro peccatis,
a causa de nuestros pecados. Este fruto de expiación y de propiciación alcanza
también a las almas de quienes nos precedieron y que se purifican en el
Purgatorio, esperando el traje de bodas11 para
entrar en el Cielo.
El
sacrificio eucarístico realiza, por sí mismo y por su propia virtud, el perdón
de los pecados; «pero lo opera de una manera mediata... Por
ejemplo, una persona que pida a Dios sin asistir al sacrificio la gracia de
mudar de vida y de confesarse, la obtendrá solo en virtud de su fervor y de sus
instancias...; pero si oye Misa con este fin es seguro que obtendrá este favor
eficazmente con tal de que no oponga obstáculos a ello»12.
Jesucristo,
al ofrecerse al Padre, pide por todos. Él vive para interceder por
nosotros13. ¿Qué mejor momento encontraríamos que este de la Santa Misa
para acercarnos a pedir lo que tanto necesitamos?
Cada
Misa es ofrecida por la Iglesia entera, que suplica a su vez por todo el mundo.
«Cada vez que se celebra una Misa es la sangre de la Cruz la que se derrama
como lluvia sobre el mundo»14.
Junto a la Iglesia, pedimos de modo particular por el Papa, el obispo
diocesano, el propio prelado y todos los demás que, «fieles a la verdad,
promueven la fe católica y apostólica»15.
Junto a este fruto general de la Misa, hay también un fruto especial, de
diverso modo, para quienes participan en el Santo Sacrificio: quienes han
procurado que se celebre; para el sacerdote hay un fruto especialísimo
irrenunciable, puesto que depende de su voluntad meritoria el que se diga la
Misa; participan de este fruto especial los acólitos, los cantores... y todo el
pueblo santo que esté presente en el Sacrificio, cada uno según sus disposiciones: todos
los circunstantes, cuya fe y entrega bien conoces... Por ellos y todos los
suyos, por el perdón de sus pecados y la salvación que esperan, te ofrecemos y
ellos mismos te ofrecen este sacrificio de alabanza a ti, eterno Dios, vivo y
verdadero16.
Además
de los frutos de alabanza y de adoración a
Dios, también produce la Santa Misa, de modo infinito e ilimitados en sí
mismos, los frutos de remisión de nuestros pecados y de impetración de todo
aquello que necesitamos, pero son finitos y limitados según nuestras
disposiciones. Por eso es tan importante la preparación del alma con la que nos
acercamos a participar de este único Sacrificio, y los momentos de recogimiento
ya acabada la acción sagrada. «¿Estáis allí –pregunta el Santo Cura de Ars– con
las mismas disposiciones que la Virgen Santísima en el Calvario, tratándose de
la presencia de un mismo Dios y de la consumación de igual sacrificio?»17.
Pidamos
a Nuestra Señora que la celebración o la participación del sacrificio
eucarístico sea para nosotros la fuente donde se sacian y se aumentan nuestros
deseos de Dios.
1 Primera
lectura. Año I. Gen 22, 1-19. —
2 Misal
Romano, Plegaria Eucarística, 1. —
3 Cfr. Heb 11,
19. —
4 Orígenes, Homilías
sobre el Génesis, 8, 6, 9. —
5 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la Santa Misa. —
6 Mt 4,
10. —
7 Conc.
de Trento, Sesión 22, c. 1. —
8 Sal 115,
12. —
9 R.
Garrigou-Lagrange, El Salvador, p. 457 —
10 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 829 —
11 Cfr. Mt 22,
12. —
12 Anónimo, La
Santa Misa, Rialp, Madrid 1975, p. 95. —
13 Cfr. Heb 7,
25. —
14 Ch.
Journet, La Misa, Desclée de Brouwer, 2ª ed., Bilbao 1962,
p. 182. —
15 Misal
Romano, Plegaria Eucarística, I. —
16 Ibídem.
—
17 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre el pecado.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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