Francisco Fernández-Carvajal 08 de julio de 2021
@hablarcondios
— El
Señor, ejemplo de estas dos virtudes, que se perfeccionan mutuamente.
—
Pedir consejo.
— La
falsa prudencia.
I.
Jesús envía a los Doce por todo Israel anunciando que el
Reino de Dios se acerca, está ya muy próximo. Y el Maestro les da unos
consejos bien precisos sobre lo que han de hacer y decir, y les habla de las
dificultades que sufrirán. Así, leemos en el Evangelio de la Misa: Mirad
que Yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como las
serpientes y sencillos como las palomas1.
Han de ser cautos para no dejarse engañar por el mal, para reconocer a los
lobos disfrazados de corderos, para distinguir a los falsos de los verdaderos
profetas2, y para no dejar pasar una sola ocasión de anunciar el
Evangelio y de hacer el bien. Han de ser a la vez sencillos, porque solo quien
es así puede ganarse el corazón de todos. Sin sencillez, la prudencia se
convertirá fácilmente en astucia.
Los
cristianos hemos de andar por el mundo con estas dos virtudes, que se
fortalecen y complementan. La sencillez supone rectitud de intención, firmeza y
coherencia en la conducta. La prudencia señala en cada ocasión los medios más
adecuados para cumplir nuestro fin. San Agustín enseña que la prudencia «es el
amor que discierne lo que ayuda a ir a Dios de aquello que lo entorpece»3.
Esta virtud nos permite conocer con objetividad la realidad de
las cosas, según el fin último; juzgar acertadamente sobre el
camino a seguir, y actuar en consecuencia. «Prudente no es –como frecuentemente
se cree– el que sabe arreglárselas en la vida y sacar de ella el máximo
provecho, sino quien acierta a edificar la vida entera según la voz de la
conciencia recta y según las exigencias de la moral justa.
»De
este modo, la prudencia viene a ser la clave para que cada uno realice la tarea
fundamental que ha recibido de Dios. Esta tarea es la perfección del hombre
mismo»4, la santidad.
El
Señor nos enseñó a ser prudentes con su palabra y con su ejemplo. La primera
vez que habló en los atrios del Templo, a los doce años, todos
admiraban su prudencia5.
Más tarde, durante su vida pública, sus palabras y su conducta eran tan claras
como prudentes, de tal manera que sus enemigos no podían contradecirle.
No se anda el Señor con subterfugios, pero tiene en cuenta el público a quien
habla; por eso da a conocer su mesianidad de modo gradual y anuncia su muerte
en la Cruz según el grado de preparación y conocimientos de quienes le
escuchan. De Cristo hemos de aprender nosotros.
II. Para
ser prudentes es necesario tener luz en el entendimiento; así podremos juzgar
con rectitud los hechos y las circunstancias6;
solo con una buena formación doctrinal religiosa y ascética, y con la ayuda de
la gracia, sabremos encontrar los caminos que verdaderamente llevan a Dios, qué
decisiones hemos de tomar... Sin embargo, en muchas ocasiones habremos de pedir
consejo. «El primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia
limitación: la virtud de la humildad. Admitir, en determinadas cuestiones, que
no llegamos a todo, que no podemos abarcar, en tantos casos, circunstancias que
es preciso no perder de vista a la hora de enjuiciar. Por eso acudimos a un
consejero; pero no a uno cualquiera, sino a uno capacitado y animado por
nuestros mismos deseos sinceros de amar a Dios, de seguirle fielmente. No basta
solicitar un parecer; hemos de dirigirnos a quien pueda dárnoslo desinteresado
y recto»7.
Santo
Tomás indica que, de ordinario, antes de tomar decisiones que acarreen graves
consecuencias para sí o para otros, se debe pedir consejo8.
Pero no solamente en esos casos extremos debemos pedirlo. A veces se hace
urgente una orientación, a mayores y pequeños, en materia de lectura de libros,
revistas y periódicos o asistencia a espectáculos que, unas veces de forma
violenta y otras de una manera solapada, pueden arrebatar la fe del alma o
crear un fondo malo en el corazón, en el que después arraiguen con facilidad
todo género de dudas o de tentaciones que se podían haber evitado con un poco
más de humildad y de prudencia. No existe justificación alguna para no alejarse
de una situación que puede ser el comienzo del descamino.
La
sencillez nos mueve a rectificar cuando nos hemos equivocado, cuando aparecen
datos nuevos que cambian el planteamiento y la solución de un problema. En la
vida sobrenatural, la sencillez, tan cercana a la humildad, nos lleva a pedir
perdón muchas veces en nuestra vida, pues son muchas las flaquezas y los
errores que cometemos.
El
Papa Juan Pablo II, hablando de la prudencia, invitaba a un examen de
conciencia de la propia conducta, que hoy podemos hacer nuestro: «¿Soy
prudente? ¿Vivo consecuente y responsablemente? El programa que realizo, ¿sirve
para el bien verdadero? ¿Sirve para la salvación que quiere para nosotros
Cristo y la Iglesia?»9.
¿Voy derechamente a conseguir el fin sobrenatural –la santidad– para el que me
llamó el Señor? ¿Dejo a un lado lo que entorpece mi caminar? ¿Suelo pedir
consejo en lo que a mi alma se refiere? ¿Rectifico cuando me equivoco?
III. No
sería buena la prudencia que, bajo la necesaria ponderación de los datos,
escondiera la cobardía de no tomar una decisión arriesgada, de evitar
enfrentarse a un problema. No es prudente la actitud del que se deja llevar por
los respetos humanos en el apostolado y deja pasar las ocasiones, esperando
otras mejores que quizá nunca se presenten. A esta falsa virtud, San Pablo la
llama prudencia de la carne10.
Es la que desearía más razones y argumentos ante la entrega que Dios pide al
alma, la que se preocupa excesivamente del futuro y le sirve de argumento para
no ser generoso en el presente; es aquella que siempre encuentra alguna razón
para no tomar la decisión que le compromete del todo.
La
prudencia no es falta de arrojo para la entrega y para las empresas de Dios, no
es habilidad para buscar tibios compromisos o para justificar con aceptables
teorías una actitud remisa y negligente. No actuaron así los Apóstoles.
Buscaron en todo momento, con sus flaquezas y a veces con sus temores, el
camino de una más rápida propagación de la doctrina de su Maestro, aunque estos
caminos a veces los llevaran a molestias y tribulaciones sin cuento, e incluso
hasta el martirio.
La
vida de seguimiento al Señor está hecha de pequeñas y de grandes locuras, como
ocurre en todo amor verdadero. Cuando el Señor nos pida más –y nos lo pide
siempre–, no podemos detenernos por una falsa prudencia, la prudencia del
mundo, por el juicio de aquellos que no se sienten llamados y que lo ven todo
con ojos humanos, y a veces ni siquiera humanos, porque tienen una visión solo
terrena y pegada a la tierra. Ningún hombre y ninguna mujer se habrían
entregado a Dios o habrían iniciado una empresa sobrenatural con esta prudencia
de la carne. Siempre habrían encontrado argumentos y «razones» para decir
que no, o para retrasar la respuesta a un tiempo más oportuno, que
muchas veces significa lo mismo.
Jesús
fue tachado de loco11,
y la más elemental de las cautelas le hubiese bastado para escapar a la muerte.
Pocas fórmulas le hubieran bastado para mitigar su doctrina y llegar a un
compromiso con los fariseos, para presentar de otro modo su doctrina sobre la
Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaún12,
donde muchos le abandonaron; pocas palabras le hubieran bastado –¡a Él, que era
la Sabiduría eterna!– para conseguir la libertad cuando estaba en manos de
Pilato. No fue Jesús prudente según el mundo, pero lo fue más que las
serpientes, más que los hombres, más que sus enemigos. Con otro género de
prudencia. Esa ha ser la nuestra, aunque por imitarle alguna vez los hombres
nos llamen locos e imprudentes. La prudencia sobrenatural nos señala en todo
momento el camino más rápido y directo para llegar hasta Cristo..., acompañados
de muchos amigos, parientes, colegas...
«¿Quieres
vivir la audacia santa, para conseguir que Dios actúe a través de ti? —Recurre
a María, y Ella te acompañará por el camino de la humildad, de modo que, ante
los imposibles para la mente humana, sepas responder con un “fiat!” –¡hágase!–,
que una la tierra al Cielo»13.
1 Mt 10,
16. —
2 Mt 7,
15. —
3 San
Agustín, De las costumbres de la Iglesia católica, 25, 46.
—
4 Juan
Pablo II, Alocución 25-X-1978. —
5 Lc 2,
47. —
6 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. II, pp. 625 ss. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 86. —
8 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 49, a. 3. —
9 Juan
Pablo II, loc. cit. —
10 Cfr. Rom 8,
6. —
11 Mt 3,
21. —
12 Cfr. Jn 6,
1 ss. —
13 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 124.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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