Francisco Fernández-Carvajal 02 de septiembre de 2021
@hablarcondios
— El
Señor nos cuenta entre sus íntimos.
— De
Jesús aprendemos a tener muchos amigos. El cristiano está siempre abierto a los
demás.
— La
caridad mejora y fortalece la amistad.
I.
Después del banquete que ofreció Mateo al Señor y a sus amigos con motivo de su
llamamiento, algunos judíos se acercaron a Jesús y le preguntaron por qué sus
discípulos no ayunaban como lo hacían los fariseos y los discípulos de Juan. Y
Jesús les contestó: ¿Podéis acaso hacer ayunar a los amigos del esposo,
mientras el esposo está con ellos? Y haciendo mención expresa de la
muerte que Él había de padecer, les dice que cuando les sea arrebatado
el esposo, entonces ayunarán1.
El
esposo, entre los hebreos, iba acompañado por otros jóvenes de su edad, sus
íntimos, como una escolta de honor. Se llamaban los amigos del esposo2,
y su misión era honrar al que iba a contraer nupcias, alegrarse con sus
alegrías, participar de un modo muy particular en los festejos que se
organizaban con motivo de la boda. La imagen nupcial aparece frecuentemente en
la Sagrada Escritura para expresar las relaciones de Dios con su pueblo3.
También la Nueva Alianza del Mesías con su nuevo pueblo, la Iglesia, se
describe bajo esta imagen. Ya el Bautista había llamado a Cristo, esposo, y a
sí mismo amigo del esposo4.
Jesús
llama amigos íntimos –los amigos del esposo– a quienes le siguen, a
nosotros; hemos sido invitados a participar más entrañablemente de sus alegrías,
al banquete nupcial, figura de los bienes sin fin del Reino de los Cielos. En
diversas ocasiones el Señor distinguió a los suyos con el honroso título
de amigos. Un día el Maestro, extendiendo sobre sus discípulos su
mano, pronunció estas consoladoras palabras: He aquí a mi madre y a mis
hermanos...5.
Y nos enseñó que quienes creen y le siguen con obras –los que cumplen la
voluntad de mi Padre– ocupan en su corazón un lugar de predilección y le
están unidos con lazos más estrechos que los de la sangre. En el discurso de la
Última Cena les dirá, con sencillez y sinceridad conmovedoras: Como el
Padre me ha amado, así también Yo os he amado... Os he llamado amigos, porque
os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre6.
El
Señor quiso ser ejemplo de amistad verdadera y estuvo abierto a todos, a
quienes atraía con particular ternura y afecto. «Dejaba escapar entonces
–comenta bellamente San Bernardo– toda la suavidad de su corazón; se abría su
alma por entero y de ella se esparcía como vapor invisible el más delicado
perfume, el perfume de un alma hermosa, de un corazón generoso y noble»7.
Y se convertía en amigo fiel y abnegado de todos. De su ser provenía aquel
poder de atracción que San Jerónimo comparó a un imán extraordinario8.
Jesús
nos llama amigos. Y nos enseña a acoger a todos, a ampliar y desarrollar
constantemente nuestra capacidad de amistad. Y solo aprenderemos si le tratamos
en la intimidad de una oración confiada: «Para que este mundo nuestro vaya por
un cauce cristiano –el único que merece la pena–, hemos de vivir una leal
amistad con los hombres, basada en una previa leal amistad con Dios»9.
II.
Jesús tuvo amigos en todas las clases sociales y en todas las profesiones: eran
de edad y de condición bien diversas. Desde personas de gran prestigio social,
como Nicodemo o José de Arimatea, hasta mendigos como Bartimeo. En la mayor
parte de las ciudades y aldeas encontraba gentes que le querían y que se sentían
correspondidas por el Maestro, amigos que no siempre el Evangelio menciona por
sus nombres, pero cuya existencia se deja entrever. En Betania, las hermanas de
Lázaro, con el mensaje confiado y doloroso a un tiempo que le hacen llegar a
Jesús, dejan bien claro el lazo que unía aquella familia con el Maestro: Señor,
mira, el que amas está enfermo10. Jesús
amaba a Marta y María y a Lázaro. Cuando llegó el Maestro a Betania, Lázaro
había muerto. Y, ante la sorpresa de todos, Jesús comenzó a llorar.
Decían entonces los judíos: Mirad cómo le amaba11.
¡Jesús llora por un amigo!, no permanece impasible ante el dolor de quienes más
aprecia, ni ante la experiencia del hombre frente a la muerte; la muerte de una
persona particularmente amada. Jesús llora en silencio lágrimas de hombre; los
que estaban allí quedaron asombrados.
Nunca
debemos cansarnos de considerar lo que el Señor nos quiere. «Jesús es tu amigo.
—El Amigo. —Con corazón de carne, como el tuyo. —Con ojos, de mirar
amabilísimo, que lloraron por Lázaro...
»—Y
tanto como a Lázaro, te quiere a ti»12.
A
Jesús le gustaba conversar con las personas que acudían a Él o con las que
encontraba en el camino. Aprovechaba esas conversaciones, que en ocasiones se
iniciaban sobre temas intrascendentes, para llegar al fondo de sus almas y
llenarlas de amor. Todas las circunstancias fueron buenas para hacer amigos y
llevarles el mensaje divino que había traído a la tierra. Nosotros no debemos
olvidar que «amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor»13.
De
Cristo aprendemos a tener muchos amigos, aprovechando las relaciones de
vecindad, de trabajo, de estudio, encuentros fortuitos y otros buscados. El
cristiano está siempre abierto a los demás. Con el amigo se comparte lo mejor
que se posee; nosotros no tenemos nada que valga tanto como la amistad con
Jesucristo, afianzada a lo largo de los años, después de tantos ratos de
oración –cuántas cosas le hemos dicho– y de tantos momentos junto al Sagrario.
El afán apostólico y las virtudes humanas de la convivencia nos ayudarán a
encontrar los puntos de unión y de entendimiento con los compañeros, con los
clientes, con las demás personas, y sabremos prescindir y olvidar lo que
desune, cediendo con elegancia en nuestros puntos de vista cuando se trate de
asuntos de poca importancia que separan y van creando distancias que hacen
difícil la confianza y el mutuo entendimiento.
Si nos
sabemos amigos de Jesús, sus amigos íntimos, ¿no es lógico que aprendamos lo
que es la amistad verdadera y que sepamos, como Él, llegar al fondo de las
almas? ¿Sabemos comunicar el amor a Cristo que llevamos en el corazón?
III. Un
amigo fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro. Nada
vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable14.
Así nos habla la Sagrada Escritura del valor de la amistad, y a la vez nos
enseña que es necesario buscarla, poner los medios para encontrarla. Y, una vez
hallada, es necesario cultivarla por encima del tiempo, de las distancias, de
todo aquello que tienda a separar: la diversidad de gustos, de opiniones, de
intereses...
La
amistad requiere que ayudemos al amigo. «Si descubres algún defecto en el amigo
corrígele en secreto (...). Las correcciones hacen bien y son de más provecho
que una amistad muda»15,
que calla mientras ve que el amigo se hunde. La amistad ha de ser perseverante:
«No cambiemos de amigos como hacen los niños, que se dejan llevar por la ola
fácil de los sentimientos»16. No
te avergüences de defender al amigo17.
«No le abandones en el momento de la necesidad, no le olvides, no le niegues tu
afecto, porque la amistad es el soporte de la vida. Llevemos los unos las
cargas de los otros, como nos enseñó el Apóstol... Si la prosperidad de uno
aprovecha a todos sus amigos, ¿por qué en la adversidad no va a encontrar la
ayuda de todos sus amigos? Ayudémosle con nuestros consejos, unamos nuestros
esfuerzos a los suyos, participemos de sus aflicciones.
»Cuando
sea necesario, soportemos incluso grandes sacrificios por lealtad hacia el
amigo. Quizá haya que afrontar enemistades para defender la causa del amigo
inocente, y muy a menudo recibir insultos cuando trates de responder y rebatir
a aquellos que le atacan y le acusan (...). En la adversidad se prueban los
amigos verdaderos, pues en la prosperidad todos parecen fieles»18.
La
caridad sobrenatural fortalece y enriquece la amistad. El amor a Cristo nos
vuelve más humanos, con más capacidad de comprensión, más abiertos a todos. Si
Cristo es el mejor amigo, aprenderemos a fortalecer una relación que quizá se
estaba rompiendo, a quitar un obstáculo, a superar el egoísmo y la comodidad de
quedarnos en nosotros mismos. Junto al Señor sabremos hacer mejores, llevar a
la santidad, a quienes tenemos más cerca, porque les transmitiremos la fe en
Él. A lo largo de los siglos, ¡cuántos han transitado por la senda de la
amistad hacia el Señor!
Mira a
Cristo. Bien sabes que te considera entre sus íntimos. Somos los amigos
del Esposo, pues nos llama a participar de su predilección y de sus bienes.
Referidas a Cristo, tienen su plenitud aquellas palabras del Libro del
Eclesiástico: El amigo fiel no hay con qué pagarlo19.
Mostró su fidelidad hasta dar su vida por cada uno de nosotros. Aprendamos de
Él a ser amigos de nuestros amigos, y no dejemos de dar a estos lo mejor que
tenemos: el amor a Jesús.
1 Lc 5,
33-39. —
2 1
Mac 9, 39. —
3 Cfr. Ex 34,
16; Is 54, 5; Jer 2, 2; Os 2,
18 ss. —
4 Jn 3,
29. —
5 Cfr.
Mt 12, 49-50. —
6 Jn 15,
9, 15. —
7 San
Bernardo, Comentario al Cantar de los Cantares, 31, 7.
—
8 Cfr. San
Jerónimo, Comentario al Evangelio de San Mateo, 9, 9.
—
9 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 943. —
10 Jn 11,
3. —
11 Jn 11,
35-36. —
12 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 422. —
13 Cfr. ídem, Forja,
n. 565. —
14 Eclo 6,
14-17. —
15 San
Ambrosio, Sobre el oficio de los ministros, III, 125.
—
16 Ibídem.
—
17 Eclo 22,
31. —
18 San
Ambrosio, o. c., III, 126-127. —
19 Eclo 6,
14.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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