Francisco Fernández-Carvajal 08 de marzo de 2022
@hablarcondios
— La
Confesión, un encuentro con Cristo.
— Al
sacramento de la Penitencia vamos a pedir perdón por nuestros pecados.
Cualidades de una buena Confesión: «concisa, concreta, clara y completa».
—
Luces y gracias que recibimos en este sacramento. Importancia de las
disposiciones interiores.
I. Recuerda,
Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas1,
leemos en la Antífona de entrada de la Misa.
La
Cuaresma es un tiempo oportuno para cuidar muy bien el modo de recibir el
sacramento de la Penitencia, ese encuentro con Cristo, que se hace presente en
el sacerdote; encuentro siempre único, y siempre distinto. Allí nos acoge como
Buen Pastor, nos cura, nos limpia, nos fortalece. Se cumple en este sacramento
lo que el Señor había prometido a través de los Profetas: Yo mismo
apacentaré a mis ovejas y yo mismo las llevaré a la majada. Buscaré a la oveja
perdida, traeré la extraviada, vendaré a la herida y curaré la enferma, y
guardaré las gordas y robustas2.
Cuando nos acercamos a este sacramento debemos pensar ante todo en Cristo. Él debe ser el centro del acto sacramental. Y la gloria y el amor a Dios han de contar más que nuestros pecados. Se trata de mirar mucho más a Jesús que a nosotros mismos; más a su bondad que a nuestra miseria, pues la vida interior es un diálogo de amor en el que Dios es siempre el punto de referencia.
El
hijo pródigo que vuelve –eso somos nosotros cuando decidimos confesarnos–
inicia el camino del retorno movido por la triste situación en la que se
encuentra, sin perder nunca la conciencia de su pecado: No soy digno de
ser llamado hijo tuyo; pero conforme se acerca a la casa paterna va
reconociendo con cariño todas las cosas del hogar propio, del hogar de siempre.
Y ve en la lejanía la figura inconfundible de su padre que se dirige hacia él.
Esto es lo importante: el encuentro. Cada Confesión contrita es «un
acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro en la propia verdad
interior, turbada y transformada por el pecado, una liberación en lo más
profundo de sí mismo, y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la
alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo han
dejado de gustar»3.
Nosotros hemos de procurar que sientan, que experimenten esa nostalgia de Dios
y se acerquen a Él, que les espera.
Debemos
sentir deseos de encontrarnos a solas con el Señor lo antes posible, como lo
desearían sus discípulos después de unos días de ausencia, para descargar en Él
todo el dolor experimentado al comprobar las flaquezas, los errores, las
imperfecciones, los pecados, tanto al desempeñar nuestros deberes profesionales
como en la relación con los demás, en la actividad apostólica, en la misma vida
de piedad.
Este
empeño por centrar la Confesión en Cristo es importante para no caer en la
rutina, para sacar del fondo del alma aquellas cosas que son las que más pesan
y que solo saldrán a la superficie a la luz del amor a Dios. Recuerda,
Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas.
II. Misericordia,
Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo
mi delito, limpia mi pecado4.
Muchas
veces a lo largo de nuestra vida hemos pedido perdón, y muchas veces nos ha perdonado
el Señor. Al finalizar cada día, cuando hacemos recuento de nuestras obras,
podríamos decir: Misericordia, Dios mío... Cada uno de
nosotros sabe cuánto necesita de la misericordia divina.
Así
acudimos a la Confesión: a pedir la absolución de nuestras culpas como una
limosna que estamos lejos de merecer. Pero vamos con confianza, fiados no en
nuestros méritos, sino en Su misericordia, que es eterna e infinita, siempre
dispuesta al perdón: Señor, Tú no desprecias un corazón quebrantado y
humillado5. Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies.
Él
solo nos pide que reconozcamos nuestras culpas con humildad y sencillez, que
reconozcamos nuestra deuda. Por eso, a la Confesión vamos, en primer lugar, a
que nos perdone quien está en lugar de Dios y haciendo sus veces. No tanto a
que nos comprendan, a que nos alienten. Vamos a pedir perdón. Por eso, la
acusación de los pecados no consiste en la simple declaración de los
mismos, porque no se trata de un relato histórico de las propias faltas,
sino de una verdadera acusación de ellas: Yo me acuso de... Es,
a la vez, una acusación dolorida de algo que desearíamos que no hubiese
ocurrido nunca, y en la que no caben las disculpas con las que disimular las
propias faltas o disminuir la responsabilidad personal. Señor..., por
tu inmensa compasión, borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado.
San
Josemaría Escrivá, con criterio sencillo y práctico, aconsejaba que la
Confesión fuese concisa, concreta, clara y completa.
Confesión concisa,
de no muchas palabras: las precisas, las necesarias para decir con humildad lo
que se ha hecho u omitido, sin extenderse innecesariamente, sin adornos. La
abundancia de palabras denota, en ocasiones, el deseo, inconsciente o no, de
huir de la sinceridad directa y plena; para evitarlo, hay que hacer bien el
examen de conciencia.
Confesión concreta,
sin divagaciones, sin generalidades. El penitente «indicará oportunamente su
situación y también el tiempo de su última confesión, sus dificultades para
llevar una vida cristiana»6,
declara sus pecados y el conjunto de circunstancias que hacen resaltar sus
faltas para que el confesor pueda juzgar, absolver y curar7.
Confesión clara,
para que nos entiendan, declarando la entidad precisa de la falta, poniendo de
manifiesto nuestra miseria con la modestia y delicadeza necesarias.
Confesión completa,
íntegra. Sin dejar de decir nada por falsa vergüenza, por «no quedar mal» ante
el confesor.
Revisemos
si al prepararnos, en cada ocasión, para recibir este sacramento procuramos que
lo que vamos a decir al confesor tenga estas características anteriormente
descritas.
III. «La
Cuaresma es un tiempo particularmente adecuado para despertar y educar la
conciencia. La Iglesia nos recuerda precisamente en este período la necesidad
inderogable de la Confesión sacramental, para que todos podamos vivir la
resurrección de Cristo no solo en la liturgia, sino también en nuestra propia
alma»8.
La
Confesión nos hace participar en la Pasión de Cristo y, por sus merecimientos,
en su Resurrección. Cada vez que recibimos este sacramento con las debidas
disposiciones se opera en nuestra alma un renacimiento a la vida de la gracia.
La Sangre de Cristo, amorosamente derramada, purifica y santifica el alma, y
por su virtud el sacramento confiere la gracia –si se hubiera perdido– o la
aumenta, aunque en grados diferentes, según las disposiciones del penitente.
«La intensidad del arrepentimiento es, a veces, proporcionada a una mayor
gracia que aquella de la que cayó por el pecado; a veces, igual; a veces,
menor. Y por lo mismo, el penitente se levanta en unas ocasiones con mayor
gracia de la que tenía antes; otras, con igual gracia; y a veces, con menor. Y
lo mismo hay que decir de las virtudes que dependen y siguen a la gracia»9.
En la
Confesión, el alma recibe mayores luces de Dios y un aumento de sus fuerzas
–gracias particulares para combatir las inclinaciones confesadas, para evitar
las ocasiones de pecar, para no reincidir en las faltas cometidas...– para su
lucha diaria. «Mira qué bueno es Dios y qué fácilmente perdona los pecados; no
solo devuelve lo perdonado sino que concede cosas inesperadas»10 ¡Cuántas
veces las mayores gracias las hemos recibido después de una Confesión, después
de haberle dicho al Señor que nos hemos portado mal con Él! Jesús da siempre
bien por mal, para animarnos a ser fieles. El castigo que merecemos por
nuestros pecados –como el que merecían los habitantes de Nínive, que hoy se nos
narra en la Primera lectura de la Misa11–
es borrado por Dios cuando ve nuestro arrepentimiento y nuestras obras de
penitencia y desagravio.
La
Confesión sincera de nuestras culpas deja siempre en el alma una gran paz y una
gran alegría. La tristeza del pecado o de la falta de correspondencia a la
gracia se torna gozo. «Quizá los momentos de una Confesión sincera figuran
entre los más dulces, más confortantes y más decisivos de la vida»12.
«Ahora
comprendes cuánto has hecho sufrir a Jesús, y te llenas de dolor: ¡qué sencillo
pedirle perdón, y llorar tus traiciones pasadas! ¡No te caben en el pecho las
ansias de reparar!
»Bien.
Pero no olvides que el espíritu de penitencia está principalmente en cumplir,
cueste lo que cueste, el deber de cada instante»13.
1 Antífona
de entrada. Sal 24, 6. —
2 Ez,
34, 15-16. —
3 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 31, III. —
4 Salmo
responsorial. Sal 50, 4. —
5 ídem. —
6 Pablo
VI, Ordo Paenitentiae, 16. —
7 Cfr. Ibídem.
—
8 Juan
Pablo II, Carta a los fieles de Roma, 28-II-1979. —
9 Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 89, a. 2c. —
10 San
Ambrosio, Trat. sobre el Evangelio de San Lucas, 2, 73.
—
11 Primera
lectura, Jon 3, 1-10. —
12 Pablo
VI, Alocución, 27-II-1975. —
13 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, Rialp, Madrid 1981, IX, 5.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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