Opus Dei 12 de marzo de 2022
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Comentario
del 2.º domingo de Cuaresma (Ciclo C). “Escuchadle”. Para escuchar a Jesús, los
apóstoles suben al monte de la oración y se disponen a escuchar todo cuanto
quiere decirles. Con una humilde perseverancia en la oración comprenderemos y
haremos la voluntad de Dios.
Evangelio
(Lc 9,28b-36)
En
aquellos días Jesús se llevó con él a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a un
monte para orar. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro, y su
vestido se volvió blanco y muy brillante. En esto, dos hombres comenzaron a
hablar con él: eran Moisés y Elías que, aparecidos en forma gloriosa, hablaban
de la salida de Jesús que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y los que estaban
con él se encontraban rendidos por el sueño. Y al despertar, vieron su gloria y
a los dos hombres que estaban a su lado. Cuando éstos se apartaron de él, le
dijo Pedro a Jesús:
—Maestro,
qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y
otra para Elías —pero no sabía lo que decía.
Mientras
así hablaba, se formó una nube y los cubrió con su sombra. Al entrar ellos en
la nube, se atemorizaron. Y se oyó una voz desde la nube que decía:
—Éste
es mi Hijo, el elegido: escuchadle.
Cuando
sonó la voz, se quedó Jesús solo. Ellos guardaron silencio, y a nadie dijeron
por entonces nada de lo que habían visto.
Comentario
Este
segundo domingo de Cuaresma nos presenta una de las páginas más bellas y
reveladoras de la Sagrada Escritura: la Transfiguración de Jesús. En un monte
alto, el Señor mostró su gloria a los tres discípulos más íntimos con el fin de
prepararlos para la inminente Pasión. Se cumplía así el anuncio hecho días
antes: “Os aseguro de verdad que hay algunos de los aquí presentes que no
sufrirán la muerte hasta que vean el Reino de Dios” (Lucas 9, 27). Lucas señala
con intención que todo sucedió “mientras Jesús oraba”.
Esta
“aparición pascual anticipada”, como la llama el Papa Francisco[1], supera las
barreras de tiempo y espacio y está cargada de significado teológico. El
apóstol Pedro explicaba a los primeros cristianos: “Nosotros hemos sido
testigos oculares de su majestad. En efecto, él fue honrado y glorificado por
Dios Padre, cuando la suprema gloria le dirigió esta voz: "Éste es mi
Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias". Y esta voz venida del
cielo la oímos nosotros estando con él en el monte santo” (2 Pedro 1,16-18).
El
monte representa en la Biblia la cercanía con Dios. Allí Moisés y Elías tuvieron
coloquios íntimos con el Señor (cfr. Éxodo 24 y 1 Reyes 19). Ambos personajes
aparecen ahora gloriosos y hablando con Jesús de su salida (éxodo) en
Jerusalén. Representan la Ley y los Profetas, que anuncian el misterio de la
Pasión y la Resurrección del Mesías, como explicará Jesús resucitado a los
discípulos de Emaús (cfr. Lucas 24,1ss). En el pasaje se revela además “toda la
Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube
luminosa"[2].
No
obstante, la enseñanza más importante se condensa en la invitación que hace la
voz acerca de Jesús: “Escuchadle”. Moisés anunció que Dios suscitaría un
profeta como él, uno al que había que escuchar (cfr. Dt 18,15). La voz presenta
pues al nuevo Moisés: al Hijo que nos revela al Padre con autoridad y al que
debemos escuchar. Para esto necesitamos seguir el ejemplo del Maestro: subir
al monte de la oración, reservar en nuestro horario unos tiempos
diarios para dialogar exclusivamente con Dios. En esos ratos de trato personal
e íntimo, podremos decirle con palabras de San Josemaría: “Señor nuestro, aquí
nos tienes dispuestos a escuchar cuanto quieras decirnos. Háblanos; estamos
atentos a tu voz. Que tu conversación, cayendo en nuestra alma, inflame nuestra
voluntad para que se lance fervorosamente a obedecerte”[3].
San
Josemaría solía relacionar este pasaje con la búsqueda amorosa del rostro de
Jesús y de su Humanidad Santísima: “¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así,
contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca,
nunca, en esa contemplación! ¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para
quedar herido de amor a Ti!”[4]. Vale la pena insistir a diario en esos ratos
de oración, haciendo compañía al Señor, con el mismo afán que expresa el
salmista: “Tu rostro buscaré, Señor. ¡No me escondas tu rostro! (Salmo 27,8-9).
Nuestra humilde perseverancia se verá recompensada. Moisés terminó con el
rostro “radiante por haber hablado con el Señor” (Éxodo 34,29). Y Jesús, que es
“Luz de Luz” como confesamos en el Credo, también nos irá transfigurando con su
gracia para que nuestro día, el trabajo y el trato con los demás se iluminen
por la presencia de Dios en nuestra alma.
La
expresión de Pedro “¡Qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas” expresa la
alegría del encuentro con Dios. Remite también a las “moradas eternas” que el
Mesías restablecería (Lc 16, 9) y que los judíos conmemoraban en la fiesta de
las tiendas. Pedro quiere retener el instante de felicidad que le proporciona
aquel rato íntimo con Dios. “Pero la oración no es aislarse del mundo y de sus
contradicciones” –nos explica Benedicto XVI−. La existencia cristiana consiste
en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a
bajar, trayendo el amor y la fuerza que de ahí se derivan, a fin de servir a
nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios»[5]. La prueba clara de
que en nuestros ratos de oración estamos escuchando al Hijo como pide la voz
del Padre es que su Espíritu nos llena de afán apostólico para llevar a todos
la luz de Dios.
[1] Papa
Francisco, Ángelus, 25 de febrero de 2018.
[2] Santo
Tomás de Aquino, S.th. 3, q. 45, a. 4, ad 2.
[3] Santo
Rosario, Apéndice, 4º misterio de Luz.
[4] Ídem.
[5] Benedicto
XVI, Ángelus, 24 febrero 2013.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/2022-03-13/
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