Francisco Fernández-Carvajal 12 de marzo de 2022
@hablarcondios
— Lo
que importa es estar siempre con Jesús. Él nos da la ayuda necesaria para
seguir adelante.
—
Fomentar con frecuencia, y especialmente en los momentos más difíciles, la
esperanza del Cielo.
— El
Señor no se separa de nosotros. Actualizar esa presencia de Dios.
I. Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa de hoy1. El Evangelio nos cuenta lo que sucedió en el Tabor. Poco antes Jesús había declarado a sus discípulos, en Cesarea de Filipo, que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, a morir a manos de los príncipes de los sacerdotes, de los ancianos y de los escribas. Los Apóstoles habían quedado sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. Ahora, tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a ellos solos aparte2, para orar3. Son los tres discípulos que serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro y su vestido se volvió blanco, resplandeciente4. Y le ven conversar con Elías y Moisés, que aparecían gloriosos y le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén5.
Seis
días llevaban los Apóstoles entristecidos por la predicación de Cesarea de
Filipo. La ternura de Jesús hace que ahora contemplen su glorificación. San
León Magno dice que «el principal fin de la transfiguración era desterrar del
alma de los discípulos el escándalo de la cruz»6.
Nunca olvidarían los Apóstoles esta «gota de miel» que Jesús les daba en medio
de su amargura. Muchos años más tarde San Pedro tiene perfectamente nítido
estos momentos: ...cuando desde aquella extraordinaria gloria se le
hizo llegar esta voz: Éste es mi Hijo querido, en quien me complazco. Esta voz,
enviada del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo7.
El Apóstol lo recordaría hasta el final de sus días.
Siempre
hace así Jesús con los suyos. En medio de los mayores padecimientos da el consuelo
necesario para seguir adelante.
Este
destello de la gloria divina transportó a los Apóstoles a una inmensa
felicidad, que hace exclamar a San Pedro: Señor, ¡bueno es permanecer
aquí! Hagamos tres tiendas... Pedro quiere alargar aquella situación. Pero,
como dirá más adelante el Evangelista, no sabía lo que decía; porque
lo bueno, lo que importa, no es hallarse aquí o allí, sino estar siempre con
Jesús, en cualquier parte, y verle detrás de las circunstancias en que nos
hallamos. Si estamos con Él, es igual que nos encontremos en medio de los
mayores consuelos del mundo, o en la cama de un hospital entre dolores
indecibles. Lo que importa es solo eso: verle y vivir siempre con Él. Es lo
único verdaderamente bueno e importante en esta vida y en la otra. Si
permanecemos con Jesús, estaremos muy cerca de los demás y seremos felices, sea
cual sea nuestro lugar y la situación en que nos encontremos. Vultum
tuum, Domine, requiram: Deseo verte y buscaré tu rostro, Señor, en las
circunstancias ordinarias de mi jornada.
II. San
Beda, comentando el pasaje del Evangelio de la Misa, dice que el Señor, «en una
piadosa permisión, les permitió (a Pedro, a Santiago y a Juan) gozar durante un
tiempo muy corto la contemplación de la felicidad que dura siempre, para
hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad»8.
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el monte fue sin duda una
gran ayuda en tantas situaciones difíciles de la vida de estos tres Apóstoles.
La
existencia de los hombres es un caminar hacia el Cielo, nuestra morada9.
Caminar en ocasiones áspero y dificultoso, porque con frecuencia hemos de ir
contra corriente y tendremos que luchar con muchos enemigos de dentro de
nosotros mismos y de fuera. Pero quiere el Señor confortarnos con la esperanza
del Cielo, de modo especial en los momentos más duros o cuando la flaqueza de
nuestra condición se hace más patente: «A la hora de la tentación piensa en el
Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es
falta de generosidad»10.
Allí «todo es reposo, alegría y regocijo; todo serenidad y calma, todo paz,
resplandor y luz. Y no luz como esta de que gozamos ahora y que, comparada con
aquella, no pasa de ser como una lámpara junto al sol... Porque allí no hay
noche, ni tarde, ni frío, ni calor, ni mudanza alguna en el modo de ser, sino
un estado tal que solo entienden quienes son dignos de gozarlo. No hay allí
vejez, ni achaques, ni nada que semeje corrupción, porque es el lugar y
aposento de la gloria inmortal...
»Y por
encima de todo ello, el trato y goce sempiterno de Cristo, de los ángeles...,
todos perpetuamente en un sentir común, sin temor a Satanás ni a las asechanzas
del demonio ni a las amenazas del infierno o de la muerte»11.
Nuestra
vida en el Cielo estará definitivamente exenta de todo posible temor. No sufriremos
la inquietud de perder lo que tenemos, ni desearemos tener algo distinto.
Entonces verdaderamente podremos decir con San Pedro: Señor, ¡qué bien
estamos aquí! El atisbo de gloria que tuvo el Apóstol lo tendremos en
plenitud en la vida eterna. «Vamos a pensar lo que será el Cielo. Ni
ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios
preparadas para los que le aman. ¿Os imagináis qué será llegar allí, y
encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que se vuelca en
nuestros corazones, que sacia sin saciar? Yo me pregunto muchas veces al día:
¿qué será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de
Dios se vuelque en este pobre vaso se barro que soy yo, que somos todos
nosotros? Y entonces me explico bien aquello del Apóstol: ni ojo vio,
ni oído oyó... Vale la pena, hijos míos, vale la pena»12.
El
pensamiento de la gloria que nos espera debe espolearnos en nuestra lucha
diaria. Nada vale tanto como ganar el Cielo. «Y con ir siempre con esta
determinación de antes morir que dejar de llegar al fin del camino, si os
llevare el Señor con alguna sed en esta vida, daros ha de beber con toda
abundancia en la otra y sin temor de que os haya de faltar»13.
III. Una
nube los envolvió enseguida14.
Recuerda a aquella otra que acompañaba a la presencia de Dios en el Antiguo
Testamento: La nube envolvió el tabernáculo de la reunión y la gloria
de Yahvé llenaba todo el lugar15.
Era la señal que garantizaba las intervenciones divinas: Yahvé dijo a
Moisés: Yo vendré a ti en una nube densa, para que vea el pueblo que yo hablo
contigo y tengan siempre fe en ti16.
Esa nube envuelve ahora en el Tabor a Cristo y de ella surge la voz poderosa de
Dios Padre: Éste es mi Hijo, el Amado, escuchadle a él.
Y Dios
Padre habla a través de Jesucristo a todos los hombres de todos los tiempos. Su
voz se oye en cada época, de modo singular a través de la enseñanza de la
Iglesia, que «busca continuamente los caminos para acercar este misterio de su
Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a las naciones, a las
generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en particular»17.
Al
alzar sus ojos no vieron a nadie sino solo a Jesús18,
y no estaban Elías y Moisés. Solo ven al Señor. Al Jesús de siempre, que en
ocasiones pasa hambre, que se cansa, que se esfuerza para ser comprendido... A
Jesús, sin especiales manifestaciones gloriosas. Lo normal para los Apóstoles
fue ver al Señor así, lo excepcional fue verlo transfigurado.
A este
Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida ordinaria, en medio del
trabajo, en la calle, en quienes nos rodean, en la oración, cuando perdona, en
el sacramento de la Penitencia, y, sobre todo, en la Sagrada Eucaristía, donde
se encuentra verdadera, real y sustancialmente presente. Pero
normalmente no se nos muestra con particulares manifestaciones. Más aún, hemos
de aprender a descubrir al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente,
huyendo de la tentación de desear lo extraordinario.
Nunca
debemos olvidar que aquel Jesús con el que estuvieron en el monte Tabor
aquellos tres privilegiados es el mismo que está junto a nosotros cada día.
«Cuando Dios os concede la gracia de sentir su presencia y desea que le habléis
como al amigo más querido, exponedle vuestros sentimientos con toda libertad y
confianza. Se anticipa a darse a conocer a los que le anhelan (Sab 6,
14). Sin esperar a que os acerquéis a Él, se anticipa cuando deseáis su amor, y
se os presenta, concediéndoos las gracias y remedios que necesitáis. Solo
espera de vosotros una palabra para demostraros que está a vuestro lado y
dispuesto a escucharos y consolaros: Sus oídos están atentos a la oración (Sal 33,
16) (...).
»Los
demás amigos, los del mundo, tienen horas que pasan conversando juntos y horas
en que están separados; pero entre Dios y vosotros, si queréis, jamás habrá una
hora de separación»19.
¿No
será nuestra vida distinta en esta Cuaresma, y siempre, si actualizáramos más
frecuentemente esa presencia divina en lo habitual de cada día, si procuráramos
decir más jaculatorias, más actos de amor y de desagravio, más comuniones
espirituales...? «Para tu examen diario: ¿he dejado pasar alguna hora, sin
hablar con mi Padre Dios?... ¿He conversado con Él, con amor de hijo?
—¡Puedes!»20.
1 Antífona
de entrada. Sal 26, 8-9. —
2 Cfr. Mc 9,
2. —
3 Cfr. Lc 9,
28. —
4 Lc 9,
29. —
5 Cfr. Lc 9,
31. —
6 San
León Magno, Sermón, 51, 3. —
7 2
Pdr 1, 17-18. —
8 San
Beda, Comentario sobre San Marcos 8, 30; 1, 3. —
9 Cfr. 2
Cor, 5, 2. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 139. —
11 San
Juan Crisóstomo, Epístola 1 a Teodoro, 11. —
12 San
Josemaría Escrivá, en Hoja informativa n. 1, de su proceso de
beatificación, p. 5. —
13 Santa
Teresa, Camino de perfección, 20, 2. —
14 Cfr. Mc 9,
7. —
15 Ex 40,
34-35. —
16 Ex 19,
9. —
17 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 7. —
18 Mt 17,
8. —
19 S.
Alfonso Mª de Ligorio, Cómo conversar continua y familiarmente
con Dios, Ed. Crítica, Roma 1933, 63. —
20 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 657.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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