Francisco Fernández-Carvajal 15 de julio de
2019
— Libertad plena para seguir a Cristo. La vocación es
un honor inmenso.
— Dejar a los padres, cuando llega el momento
oportuno, es ley de vida.
— Desear lo mejor para los hijos.
I. Quien
ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su
hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí, leemos en el Evangelio de la Misa1.
Al decidirnos libremente a seguir al Señor por entero, entendemos que han de
ceder otros planes: padre, madre, novio, novia... El llamamiento de Dios es lo
primero, lo demás debe quedar en segundo término.
Las palabras de Jesús no entrañan ninguna oposición
entre el primero y el cuarto mandamiento, pero señalan el orden que ha de
seguirse. Debemos amar a Dios con todas nuestras fuerzas a través de la
peculiar vocación recibida; y también hemos de amar y respetar –en teoría y en
la práctica– a los padres que Dios nos ha dado, con quienes tenemos una deuda
tan grande. Pero el amor a los padres no puede anteponerse al amor a Dios; de
ordinario no tiene por qué plantearse la oposición entre ambos, pero si en
algún caso se llegara a dar, habría que recordar aquellas palabras de Cristo
adolescente en el Templo de Jerusalén: ¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que es necesario que Yo esté en las cosas de mi Padre?2,
respuesta de Jesús a María y a José, que le buscaban angustiados, y que
constituye una enseñanza para los hijos y para los padres: los hijos, para
aprender que no se puede anteponer el cariño familiar al amor de Dios,
especialmente cuando el Señor pide un seguimiento que lleva consigo una total
entrega; los padres, para saber que sus hijos son de Dios ante todo, y que Él
tiene derecho a disponer de ellos, aunque en alguna ocasión esto suponga un
sacrificio grande a los padres3.
Triste decisión sería aquella que llevara a desoír a
Dios para no disgustar a los padres, y más triste consuelo sería el de los
padres, pues, como dice San Bernardo, «su consuelo es la muerte del hijo»4.
Difícilmente podrían haberle causado un daño mayor.
Al Señor solo se le puede seguir con la libertad
nacida del desprendimiento más pleno: libertad de corazón, que no anda prendido
en melancolías y añoranzas, en flojos sentimientos que conducen a una entrega a
medias; libertad también que conlleva la necesaria autonomía para cumplir la
voluntad de Dios. No se gana nada con una decisión a medias, con un corazón
dividido. Puede ocurrir en algunos casos que la decisión de seguir por entero
al Señor no sea comprendida por los propios parientes: porque no la entiendan,
porque se hayan forjado otros planes, legítimos, o porque no quieran participar
en la renuncia que les corresponde. Debemos contar con ello, y, aunque seguir a
Cristo cause dolor a los padres, hemos de entender entonces que la fidelidad a
la propia vocación es el mayor bien para nosotros y para la familia entera. En
toda circunstancia, siendo muy firmes al propio camino, tenemos que querer a
nuestros padres mucho más que antes de la llamada; debemos pedir mucho por
ellos, para que comprendan que «no es un sacrificio, para los padres, que Dios
les pida sus hijos; ni, para los que llama el Señor, es un sacrificio seguirle.
»Es, por el contrario, un honor inmenso, un orgullo
grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha
manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda
la eternidad»5. Es el mayor honor que el Señor puede hacer a una familia, una
de las mayores bendiciones.
II. Quien ha
entregado su corazón por completo al Señor, lo recupera más joven, más grande y
más limpio para querer a todos. El amor a los padres, a los hermanos..., pasa
entonces por el Corazón de Cristo, y de ahí sale enriquecido.
Señala Santo Tomás de Aquino que Santiago y Juan son
alabados porque siguieron al Señor abandonando a su padre, y no lo hicieron
porque este los incitase al mal, sino porque «estimaron que su padre podría
pasar la vida de otro modo, siguiendo ellos a Cristo»6.
El Maestro había estado cerca de sus vidas, los había llamado, y desde entonces
todo lo demás se situó en segundo lugar. En el Cielo encontrarán los padres una
especial gloria, fruto en buena parte de la correspondencia de sus hijos a la
llamada de Dios: la vocación es un bien y una bendición para todos.
La vocación es iniciativa divina; Él sabe bien qué es
lo mejor para el llamado y para la familia. Muchos padres aceptan
incondicionalmente, con alegría, la voluntad de Dios para sus hijos y dan
gracias cuando alguno de ellos es llamado para seguir a Cristo; otros adoptan
actitudes muy diversas, alimentadas por varios motivos: lógicos y comprensibles
unos, con mezcla de egoísmo otros. Con la excusa de que sus hijos son demasiado
jóvenes –para seguir la llamada de Dios, no para tomar otras decisiones también
comprometidas–, o de que carecen de la necesaria experiencia, se dejan llevar
por la grave tentación a que aludía Pío XII: «aun entre aquellos que se jactan
de la fe católica, no faltan muchos padres que no se resignan a la vocación de
sus hijos, y combaten sin escrúpulos la llamada divina con toda clase de
argumentos, incluso con medios que pueden poner en peligro, no solo la vocación
a un estado más perfecto, sino la conciencia misma y la salvación eterna de
aquellos que debían serles tan queridos»7.
Olvidan que ellos son «colaboradores de Dios», y que es ley de vida que los
hijos abandonen el hogar paterno también para formar un nuevo hogar, o simplemente
por motivos de trabajo, de estudio. Muchas veces, aún jóvenes, se marchan a
vivir a otro lugar, sin que ocurra ninguna catástrofe. En otras ocasiones, son
las mismas familias quienes fomentan esta separación para el bien de los hijos.
¿Por qué han de poner trabas en el seguimiento de Cristo? Él «no separa jamás a
las almas»8.
III. Los
buenos padres desean siempre lo mejor para sus hijos. Son capaces de llevar a
cabo los mayores sacrificios por su bien humano. Y, ¡cómo no!, por su bien
sobrenatural. Se sacrifican para que crezcan llenos de salud, para que mejoren
en sus estudios, para que tengan buenos amigos..., para que vivan según el
querer de Dios, lleven una vida honrada y cristiana. Para eso los llamó Dios al
matrimonio; la educación de los hijos es un querer expreso de Dios en sus
vidas; es de ley natural.
En el Evangelio encontramos muchas peticiones en favor
de los hijos: una mujer que sigue con perseverancia a Jesús hasta que cura a su
hija9, un padre que le pide que expulse al demonio que atormenta a
su hijo10, el jefe de la sinagoga de Cafarnaún, Jairo, que espera con
impaciencia al Señor porque su única hija de doce años está a punto de morir11...
Es ejemplar la decisión con que la madre de Santiago y Juan se acerca a Cristo
para pedirle algo que ellos no se habían atrevido a pedir. Sin pensar en sí
misma, se acercó a Jesús, le adoró, y manifestó querer pedirle una
gracia12. ¡Cuántas madres y cuántos padres a lo largo de los siglos
han pedido para sus hijos bienes y favores, que jamás se hubieran atrevido a
solicitar para ellos mismos! El Señor, comprensivo ante este cariño tan grande
de madre, no lo rechaza, pero se dirige a los dos hermanos para darles el mayor
honor que puede tener un hombre: compartir con Él la propia copa, su mismo
destino, su misma misión.
Los padres deben pedir lo mejor para sus hijos, y lo
mejor es seguir la propia llamada, lo que Dios tiene dispuesto para cada uno.
Este es el gran secreto para ser felices en la tierra y llegar al Cielo, donde
nos espera un gozo sin límite y sin fin. Sin embargo, desde el punto de vista
de cada llamada considerada en sí misma, es verdad que la castidad en el
celibato por amor a Dios es la vocación más grande: «La Iglesia, durante toda
su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma –de virginidad
o celibato– frente al del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene
con el Reino de Dios»13.
¡Cuántas vocaciones a una entrega plena ha concedido Dios a los hijos por la
generosidad y la petición de los padres! Es más, el Señor se vale de ordinario
de los mismos padres para crear un clima idóneo donde pueda crecer y
desarrollarse la semilla de la vocación: «Los esposos cristianos –afirma el
Concilio Vaticano II– son para sí mismos, para sus hijos y demás familia,
cooperadores de la gracia y testigos de la fe. Son para sus hijos los primeros
predicadores y educadores de la fe; los forman con su palabra y su ejemplo para
la vida cristiana y apostólica, les ayudan prudentemente a elegir su vocación y
fomentan con todo esmero la vocación sagrada cuando la descubren en sus hijos»14.
No pueden ir más allá, pues no les compete discernir si tienen o no vocación;
únicamente han de formar bien su conciencia, y han de ayudarles a descubrir su
camino, sin forzar su voluntad.
Una vocación en medio de la familia comporta una
especial confianza y predilección del Señor para todos. Es un privilegio, que
es necesario proteger –especialmente con la oración– como un gran tesoro. Dios
bendice el lugar donde nació una vocación fiel: «no es sacrificio entregar los
hijos al servicio de Dios: es honor y alegría»15.
1 Mt 10,
34; 11, 1. —
2 Lc 2,
49. —
3 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, I, EUNSA, Pamplona 1983, notas
a Mt 10, 34-37 y Lc 2, 49. —
4 San
Bernardo, Epístola 3, 2. —
5 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 18. —
6 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2 q. 101, a. 4 ad 1. —
7 Pío
XII, Enc. Ad catholici sacerdotii, 20-XII-1935. —
8 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 23. —
9 Mt 15,
21-28. —
10 Mt 17,
14-20. —
11 Mt 9,
18-26. —
12 Mt 20,
20-21. —
13 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981,
n. 16. —
14 Conc.
vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 11. —
15 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 22.
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