Roger Vilain 26 de noviembre de 2012
En la Asamblea Nacional los
oficialistas celebran un golpe de Estado. Elevan a magna fecha el segundo
intento de tomar Miraflores a punta de metralla y tanques, perpetrado el 27 de
noviembre de 1.992.
Según los políticos
en el poder y según quienes ejercen la función de intelectuales gobierneros
(pintores, escritores, músicos, cineastas y otros creadores de viejo y nuevo
cuño), las felonías de aquel ya lejano año están plenamente justificadas:
basta con observar los resultados luego de catorce años en el trono. Hoy por
hoy Venezuela es una maravilla, mírese por donde se mire.
Cada vez que un
dinosaurio accede a un puesto clave en la anatomía política de este país, le da
por emular a Othar, el caballo de Atila. Lugar que pisa, lugar que no verá otra
vez crecer la hierba. Esto implica meterse entre ceja y ceja la falsa idea de
la refundación. Refundar se transforma en logorrea, va a parar en lenguaradas
revolucionarias, será el verbo mimado de cuanto nostálgico de los sesenta
deambule por el patio, al punto de que sus chácharas incluirán mañana, tarde y
noche chasquidos como refundación de la república, refundación de las instituciones,
refundación de la hallaca carupanera, refundación de la patria, refundación de
la democracia, refundación de la Sociedad Protectora de los Comejenes. Este es
el país, voy lochas a euros, con más refundaciones sobre el planeta Tierra. La
refundadera del siglo XXI, Sociedad Anónima.
Yo, al escuchar tales
pronunciamientos, me pregunto qué ocurrirá, cómo se darán las conexiones, qué
pasará por la caja craneana, las dendritas, el axón, la banda de mielina y el
cerebelo de Hugo Chávez, Cilia Flores, Nicolás Maduro o esa cáfila de
intelectuales justificadores de cuanto disparate inventa el teniente coronel.
¿Cómo defender lo indefendible? ¿Con qué argumentos pretender una legitimación
del bodrio que gobierna? Hay que ver, menuda ideología, menudas gríngolas se
gastan estos personajes.
En el 213
a.C. hubo alguien que deseó cambiar la historia (y por supuesto refundar)
casi tanto como el señor Chávez. Oin Shi Huangdi fue un emperador chino que no
satisfecho con su puesto de mandón sin par creyó que enviando el pasado al
basurero la China de aquellos tiempos, y la del futuro, sería obra enteramente
suya. Tengo la certeza de que la manía refundadora de Chávez y sus adláteres,
por la que pasa el hecho de exaltar a fecha patria lo que han sido vulgares y
brutales intentos de golpes de Estado, tiene en el fondo bastante que ver
con el emperador asiático. En líneas generales todo autócrata en seria
mezcolanza con demagogia y populismo, empeñado además en perpetuarse en el
carguito, acuna el sueño de borrar lo que había antes y reescribir el libro de
un país a su medida. Oin Shi Huangdi ordenó la quema de textos de historia y de
las noticias sobre el pasado. Ordenó asimismo desaparecer las obras de Lao-tsé
y Confucio. Todo escrito alejado de cualquier fin práctico debía llegar a su
fin consumido por el fuego. El objetivo de tamaña piromanía no era otra que
inscribir su nombre como único protagonista y hacedor del territorio, del país
que lo vio nacer. Ya sabemos en qué desembocó esa locura recurrente: la
molienda del tiempo lo mandó a freír monos, aun cuando Oin Shi Huangdi fue un
guerrero inmenso, un hombre con capacidad de sobra para hacerse amo y señor de
la tierra en que vivió. ¿Qué diablos ha demostrado ser el Presidente?
Chávez y quienes lo
ensalzan no refundarán un pepino, no acabarán de un plumazo la historia para
entronizarse ellos, y lo que es peor, destruirán con imaginación y talento lo
poco que continúa en pie. Si un golpe de Estado es vía legítima para llegar al
poder, como sostiene el oficialismo a propósito del levantamiento que celebran
hoy, entonces yo soy astronauta. Ni el 4 de febrero ni el 27 de noviembre del
92 son fechas para estar alegres. Por el contrario, nos recuerdan a los caídos
de esos días, jóvenes embaucados, llevados inútilmente al matadero, y nos
recuerdan que, entre otras cosas, extender cheques en blanco a ignorantes y
aprendices de brujo ávidos de poder total resulta siempre mucho más caro que
plegarse a la democracia, a la civilidad y a la decencia.
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