Fernando Mires 13 de marzo de 2013
Cuando una antigua colega -una de esas
profesoras heroicas que se niegan a retirarse del oficio- me solicitó dictar en
su seminario una conferencia sobre el tema de la Venezuela post-Chávez, y me di
a la tarea de prepararla, observé que en idioma alemán no existe un término
exacto para traducir la palabra emboscada.
Emboscada según el diccionario se traduce
como "Hinterhalt", palabra que literalmente significa algo así como
"ser agarrado desde atrás”. En castellano, en cambio, esa es sólo parte de
una emboscada. Lo fundamental de una emboscada es ser llevado a una zona sin
salida (encerrona) en la cual serás atacado por el enemigo y aniquilado sin
piedad. Y bien, a ese tipo de emboscada pertenece la situación a la que
intentaba llevar el gobierno Maduro al conjunto de la oposición.
A través de dos violaciones
consecutivas a la Constitución, una con Chávez agonizando; otra, con Chávez
muerto, Maduro se había hecho elegir presidente por la "oficina de asuntos
judiciales del chavismo", que eso y no más es en Venezuela el poder
judicial.
De ese modo, protestar masivamente en
contra de las violaciones constitucionales -cuando medio país estaba llorando a
moco tendido frente al mediático féretro- habría parecido ante la opinión
pública mundial como un sacrilegio. Así, el gobierno utilizó, como lo ha venido
haciendo consecutivamente, el cadáver de Chávez como medio de chantaje
político.
Gracias a los funerales, Nicolás
Maduro creía tener la mesa servida. La oposición, blanco de las más brutales
invectivas de parte del ilegal gobernante, estaba paralizada. Y cuando la MUD y
Henrique Capriles denunciaron la juramentación de Maduro como espuria, los
jerarcas del "entorno" se frotaron con seguridad las manos. Quizás
imaginaron que el segundo paso iba a ser un llamado a la abstención como
propuso algún columnista despistado de oposición. Así, la emboscada iba a
resultar perfecta. La oposición se dividiría entre "abstencionistas
y "participacionistas" para ser, después del triunfo electoral
de Maduro, fácilmente "pulverizada" (Chávez dixi).
Efectivamente, desde el punto de vista
de una lógica formal, que es también el de las ciencias, entre ellas la
politología, declarar como espurias unas elecciones y después participar en
ellas, es una incongruencia. Sin embargo, y es lo que no entienden tantos
politólogos, la política no es congruente. Tampoco es una ciencia y
en ningún caso es polito-lógica. Eso significa: en política se actúa no sobre
condiciones ideales sino sobre las que se van dando en el camino. O para
decirlo con el poeta Machado, en la política no hay caminos: "se hace
camino al andar".
En el medio de la emboscada, Capriles
hizo lo que en la guerra hace un buen general: unificar las tropas dispersas. Y
como es un hombre de vasta experiencia sabía que la unidad en la política no se
logra con piadosos llamados, sino en abierta lucha en contra del enemigo común.
Primero: El enemigo no es el difunto Chávez
sino Maduro (“No es Chávez, tú eres el problema, Nicolás”). Segundo:
Maduro se oculta detrás del presidente muerto y carece de identidad personal y
política. Tercero: la presidencia de Maduro, y por consiguiente la
elección, es el resultado de una violación constitucional. Cuarto:
Capriles va a postular en nombre de la oposición unida, denunciando las
violaciones cometidas por Maduro y “su combo”.
Valiente, sin dudas valiente; así lo
reconoció la primera página del periódico Tal Cual.
Una amiga venezolana -no es
caprilista- me escribió unas palabras que, creo, interpretan el sentimiento de
muchos : "A ese chamo no lo vamos a dejar solo"
Gracias al discurso de Capriles,
muchos intuyeron que ha llegado el momento de cerrar filas y dar la batalla,
aunque se pierda. Efectivamente, no hay peor batalla que la que no se da. Quien
mejor lo entendió en el gobierno no fue Maduro (el homófobo político solo atinó
a pronunciar la frase favorita de Pablo Escobar: "has cometido el peor
error de tu vida") sino Diosdado Cabello, quien dijo: "Las palabras
de Capriles son una declaración de guerra".
Efectivamente; de eso se trata: son
una declaración de guerra. Pero lo que Diosdado seguramente no entendió es que
se trata de una guerra política, es decir, de una guerra sin armas.
¿Fue enviado Capriles al matadero? ¿Va
a enfrentar de nuevo a todo el aparato del estado, al más hipertrofiado de toda
América Latina? ¿Va a competir con quien financia su campaña con el dinero de todos los
venezolanos? ¿Con el amo de todas las cadenas televisivas? Y, sobre todo, ¿va a
competir contra una máquina de ganar elecciones, contra destacamentos
electoreros que se mueven como soldados en los “concejos”, en las misiones y en
las oficinas públicas? ¿Va a competir contra amenazas, extorsiones y listas
tasconas? ¿Contra esos miles de buses rojos que transportan votantes rojos? Y,
no por último, ¿va a competir con el fantasma de Hugo Chávez de quien Maduro
cree ser su representación terrena?
Si, lo va a hacer. Lo va a hacer como
ese "cronopio" de Julio Cortazar quien, al no rendirse, y sin más
armas que su propia verdad, derrotó a un ejército de "famas". Del
mismo modo como Lech Walesa, Váklav Havel y Ricardo Lagos derrotaron a sus
respectivas dictaduras. Del mismo modo como Yoani Sánchez y los suyos
derrotarán a Raúl Castro.
Pero Capriles –no nos equivoquemos- no
es un místico. Es un total político. Sabe por ejemplo que tiene algunas cartas
por jugar; y ya las está jugando. Por de pronto, tiene en sus manos la
carta de la legitimidad constitucional. Así, mientras Maduro, quien
sin el estado no es nadie, se hizo nombrar presidente apelando a medios
ilícitos, él, Capriles, se desprendió, siguiendo estrictamente la línea
constitucional, de su propia gobernación en Miranda.
Capriles maneja, además, la
carta de la soberanía nacional, la misma que usó Chávez en contra de Bush y
que ahora Capriles usará en contra de Raúl Castro. Pues para nadie es un
misterio: Maduro es el candidato venezolano de la dictadura militar
cubana.
No por último, Capriles -al igual que
Henri Falcón, político de centro-izquierda- posee una carta que ya jugó, y muy
bien, en contra de Chávez: esa es la carta social. En ese sentido
Capriles puede convertirse en el acusador de un sistema que practica un "neoliberalismo
de Estado". Uno que gracias a la destrucción del aparato productivo y
la consiguiente subordinación a las importaciones de las potencias externas,
sobre todo de los EE UU, enriquece con devaluaciones monetarias al gobierno,
pero a costa del bienestar de la mayoría de los venezolanos.
Seguramente Capriles explicará como
cada centavo que gasta el gobierno en su faraónica campaña electoral, aumentará
el monto del próximo "paquetazo" post-electoral; el mismo que pagarán
en moneda dura todos los venezolanos.
Pero, además de todas esas cartas,
Capriles tiene en su mano otra, quizás la más decisiva.
Esa es la carta de la verdad.
Capriles, sabiendo que con su
postulación no tiene nada que perder, ha decidido arrojar esa carta sobre la
mesa.
Decir la verdad, sea donde sea, duela
a quien duela, y aunque se venga el mundo abajo, es tarea de santos y mártires,
casi nunca de políticos. Capriles, en cambio, la asume políticamente. Quizás
por eso se le ve más suelto; incluso más libre, en sus discursos. Ha bebido del
néctar de la verdad; y lo goza. Ya no se preocupa de frases hechas; está más
allá de los cálculos, de las poses pre-concebidas y de los comunicadores
profesionales. Yo diría, más allá de la política ritual. Esa es la razón por la
cual frente a Capriles, Maduro, un personaje altamente ideologizado y mitómano
hasta los huesos, se ve, a pesar del carisma que succiona del presidente
muerto, como un ser sin vida propia, o como uno de esos pobres hombres que
nunca han podido superar el complejo paterno ("Yo soy hijo de
Chávez") y que, por lo mismo, nunca serán definitivamente adultos. Maduro
vive bajo el amparo mítico de su padre muerto, la fase más pubertaria de su
vida política. Capriles, en cambio, es, o ha llegado a ser, un político
adulto.
Solo la verdad, es decir, la disencia
frente a la no-verdad, nos convierte en seres adultos.
La verdad nos hace libres; entre
otras cosas, libres de la mentira. La verdad puede ser, por eso mismo, violenta
(Hannah Arendt) Pues debajo de cada mentira hay una verdad, y cuando la verdad
irrumpe en la superficie, destroza a una mentira. Eso a veces duele. Pero, a la
vez, no hay nada más bello que vivir bajo el imperio de la verdad. Quien la ha
conocido no la abandonará jamás. Quien la dice, llenará su vida con un placer
incitante; me atrevería a decir: erótico.
Tengo la impresión de que Capriles
abandonó todo cálculo, toda estrategia y toda táctica inútil. Está diciendo,
cada vez que habla, la verdad. Quizás, más allá de toda encuesta, pronóstico,
resultado, o lo que sea, un político, en este caso Capriles, ha optado por
decir la verdad. Y así, aunque pierda, ganará.
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