GABRIEL GARCÍA MARQUEZ 15 SEP 1982
Como uno de los chismes periódicos que
divulgan las agencias de Prensa, ha surgido ahora la versión de que el cuerpo
de Lenin que se exhibe en la plaza Roja de Moscú es, en realidad, una estatua
de cera. Se dice que un sobrino de Stalin llamado Budu Svakadze reveló el
secreto en ufi libro que el KGB no pernlitió publicar en 1952, pero que una
copia del manuscrito logró llegar a Israel por correos clandestinos, y desde
allí ha sido difundida al mundo por el Jerusalem Post. Todo esto es
tan difícil de comprobar, que tal vez el método más útil sea tomarse el trabajo
de viajar a Moscú, hacer la cola de tres horas bajo las nieves de enero y
entrar en el glacial y denso edificio de mármoles incandescentes para tratar de
averiguar con ojos propios qué puede haber de cierto en este folletín
trasnochado.Yo lo hice en las dos únicas ocasiones en que he estado en la Unión
Soviética -en 1957 y en 1979-, y en ambas tuve la impresión de que el cuerpo de
Lenin estaba hecho de su materia natural, aunque es fácil entender que un
visitante distraído, o demasiado incrédulo, se sienta inclinado a pensar que es
una estatua de cera. La primera vez, el cuerpo de Lenin yacía en su urna de
cristal, a la derecha del cuerpo de Stalin, que todavía entonces se consideraba
digno de aquella gloria de formaldehído. Lenin había muerto 33 años antes, y
Stalin, apenas cuatro, y la diferencia se notaba. Este último parecía irradiar
un aura de vida, y su bigote histórico de tigre montuno apenas si ocultaba una
sonrisa indescifrable. Lo que más me llamó la atención -como ya lo dije en los
reportajes que publiqué en aquella ocasión- fueron sus manos delgadas y
sensibles, que parecían de mujer. De ningún modo se parecía al personaje sin
corazón que Nikita Jruschov había denunciado con una diatriba implacable en el
vigésimo congreso de su partido. Poco después, el cuerpo sería sacado de su
templo glorioso y mandado a dormir un sueño sin testigos, y tal vez más justo,
entre los muertos numerosos de los patios del Kremlin. Muy cerca de la tumba de
Jdhn Reed, el único norteamericano que alimenta las rosas de aquel jardín
quimérico.
El cuerpo de Lenin era menos
impresionante, porque estaba menos conservado. En efecto, 33 años son muchos,
aun para los muertos, y también en ellos se notan, a través del tiempo, los
artificios del embalsamamiento. Al lado de la cabeza de Stalin, enorme y
maciza, la de Lenin parecía tan frágil como si fuera de vidrio, y su semblante
oriental parecía llegarnos de muy lejos. Tal vez buena parte de esa degradación
había sido heredada de sus dos últimos años de vida, que para Lenin habían sido
de sufrimientos. En 1922 había sido operado para sacarle una bala que le quedó
en el cuello del atentado de agosto de 1918, y el brazo izquierdo le quedó sin
vida. El año siguiente sufrió varias recaídas, perdió el habla, se redujo a la
nada su fabulosa capacidad de trabajo, y el 21 de enero de 1922 murió devastado
por la arterioesclerosis cerebral. Su cerebro, extraído para embalsamar el
cuerpo, tenía la consistencia árida de una piedra. La inutilidad del brazo
izquierdo se notaba aun después de embalsamado, y la erosión general del
cadáver, que ya era evidente la primera vez que yo lo vi, lo era mucho más la
segunda, cuando ya habían transcurrido 55 años de la muerte. Pero en ningún
caso me pareció una estatua de cera, entre otras cosas, porque la cera no tiene
la buena virtud de envejecer.
En realidad, lo que mas me estremeció
en las dos ocasiones en que vi la momia de Lenin fue la impresión ineludible de
que el cuerpo no se conservaba completo bajo las sábanas de la urna, sino que
lo habían cortado por la cintura para facilitar la conservación.
Hasta el pecho, en efecto, el relieve
del cuerpo era convincente, pero luego se confundía con la superficie del mesón
donde estaba acostado, y se dejaba la puerta abierta a cualcluier aventura de
la imaginación. No era fácil soportar la idea de que la muchedumbre que
desfilaba por el mausoleo le estaba rindiendo tributo a un héroe Partido por la
mitad, cuya parte inferior se había podrido y convertido en polvo en algún
basurero distinto.
En todo caso, estas suposiciones son
posibles por la mala costumbre de conservar cadáveres para ser adorados por la
muchedumbre. Nada se parece menos a la imagen que se tiene de un hombre o una
mujer memorables que sus desperdicios mortales arreglados como para una fiesta
funeraria. Los motivos de los egipcios eran perdonables, porque creían que
mientras se conservara el cuerpo se conservaría también el espíritu, y en
ningún caso embalsamaban a sus faraones para la exhibición pública. Los
católicos, al revés, piensan que la conservación casual del cuerpo es un
indicio de santidad, y lo exponen en sus templos para deleite de sus fieles.
Pero es difícil encontrar una justificación doctrinaria para la costumbre
creciente de los regímenes comunistas, que parecen confundir el culto de los
héroes con el culto de sus momias. Es el caso en Bulgaria, donde se conserva el
cuerpo de Dimitrov, y el caso de China, donde se conserva el cuerpo de Mao, y
el caso de Vietnam, donde se conserva el cuerpo de Ho Chi Min. No se necesita
ser un visionario para suponer que Kim II Sum, el presidente de Corea del
Norte, que desconoce por completo el dulce encanto de la modestia, debe estar
ya ansioso por someter su cuerpo glorioso a los buenos oficios de sus
embalsamadores.
Por fortuna, Cuba sentó un precedente
ejemplar para este lado del mundo con las manos del Che Guevara,,
que fueron cortadas por la CIA para una identificación a fondo por las huellas
digitales. Un antiguo funcionario del Gobierno boliviano que desertó de su
cargo las llevó después a La Habana, y no faltó quien sugiriera la idea de conservarlas
para el culto público. Fidel Castro, que tiene la buena costumbre de llevar
estos problemas hasta la última instancia, lo consultó con las muchedumbres al
final de un discurso en un acto de masas. La respuesta, que era la que Fidel
Castro esperaba, fue unánime y rotunida: nones.
Hay en América Latina otros
antecedentes que no son tan consoladores. El general Antonio López de Santa
Ana, que gobernó a México varias veces desde 1833, perdió la pierna derecha en
la guerra contra los invasores franceses y la hizo enterrar en la catedral,
bajo palio de obispo y con todos los honores militares y religiosos, en unos
funerales babilónicos presididos por él mismo. Más tarde, el general Alvaro
Obregón perdió el brazo izquierdo por una bala de cañón que le disparó Pancho
Villa en la batalla de Celaya, y su mano se conserva todavía en la ciudad de
México, achicharrada por el formol, en un monumento público, que por razones
inescrutables se ha convertido en un sitio de peregrinación de los jóvenes
enamorados. El caso más extraño de nuestro tiempo es el del cadáver de Evita
Perón, que desapareció de Buenos Aires después de embalsamado y repareció
muchos años después en Italia, bajo la responsabilidad del Vaticano. El hombre
que la embalsamó era un catalán grandilocuente que montó guardia en la antesala
de la enferma durante las largas semanas de su agonía, pues debía proceder al
embalsamamiento en el instante mismo de la muerte para una conservación más
convincente y duradera. Mientras esperaba, les hacía ver a los visitantes
ilustres el álbum de fotos de sus trabajos más notables. Y entre ellos, su obra
maestra: un niño de Montevideo que había muerto a los siete años, y cuyos
padres lo hicieron embalsamar sentado en una sillita y vestido de marinero.
Todos los años, durante muchos, sus hermanos le celebraron el cumpleaños con
los que fueron sus amigos, hasta que todos crecieron, y se casaron y tuvieron
otros hijos para embalsamar, y el pobre niño embalsamado, en su sillita de
madera y con su vestido de marinero, quedó a merced de las polillas y el olvido
en un ropero del dormitorio.
Copyright 1982 Gabriel García
Márquez-ACI.
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