Fernando
Mires 5 de marzo de 2013
Suele ocurrir que con la llegada de un
nuevo Papa, muchas personas, incluyendo no creyentes, esperan grandes cambios,
incluso “cambios revolucionarios”. No sucede eso en cambio con las altas
investiduras de otras religiones. Nadie se pregunta si el nuevo Dalai Lama será
reformista, revolucionario o conservador. O si los monjes confucianos o
hinduistas evolucionarán hacia posiciones modernas y/o progresistas. La
pregunta ni siquiera aparece planteada con relación a las autoridades de las
iglesias protestantes y/o evangélicas; mucho menos con respecto a los
representantes de la religión judía. De la islámica, ni hablar. Nadie espera
que de un nuevo ayatolá surjan opiniones en contra de la tradición. En cambio,
la posición del Papa frente a la tradición o frente a los cambios parece ser
para muchos lo más decisivo en el curso de la historia política mundial.
Por lo demás, las posiciones del
papado frente a temas que muchos opinan deben ser tratados con criterios
progresistas –como son los del divorcio, del aborto, de la manipulación
genética, del matrimonio homosexual, etc.– no difieren casi nada de la posición
de los representantes de las mayorías de las religiones, confesiones e iglesias
del mundo. No obstante, los funcionarios de la iglesia católica serán siempre
criticados por su conservadurismo, tradicionalismo, e incluso, por sus
posiciones “reaccionarias”, es decir, porque mantienen frente a la vida y a la
historia una posición religiosa que es común a todas las religiones y no
una posición política, cultural o social “moderna”.
Es necesario quizás consignar que los
malentendidos e incomprensiones que rodean al Vaticano en su relación con la
tradición y la modernidad tienen ciertas explicaciones bien fundadas. Una de
ellas deriva del hecho indiscutido de que la historia del cristianismo, y en
particular, del catolicismo, está profundamente ligada a la historia de
Occidente. Más todavía, en consonancia con las opiniones de Ratzinger es
posible afirmar que el cristianismo ha provisto a occidente de valores y fundamentos
que son constitutivos a su identidad. Occidente fue durante un largo tiempo,
confesionalmente cristiano, y el substrato cultural de Occidente sigue estando
en gran parte impregnado por el espíritu de la cristiandad.
Ya ha sido demostrado cuán importante
fue la herencia filosófica griega y romana para el cristianismo, y Ratzinger es
uno de los teólogos católicos que con mayor fuerza reclama dicha herencia.
Ahora bien, esa herencia recibida del mundo grecolatino no sólo es filosófica,
sino también política pues, en muchos aspectos, la filosofía griega y romana
era también una filosofía política, y uno de sus temas centrales era aquel
relativo a como los humanos se han de organizar en la polis a fin de llevar una
buena vida en comunidad.
Es cierto que tanto Jesús como Paulo
marcan límites entre la vida en y con el espíritu y la vida política. Pero, el
cristianismo, por otro lado, nació en un espacio político, se formó en ese
espacio, conservó la tradición política- filosófica en los monasterios medievales,
e hizo su entrada en la modernidad secular, aportando una tradición también
secular que es la del propio cristianismo originario. Es por ese motivo que el
cristianismo se encuentra, por decirlo así, rodeado por un espíritu que reclama
más y más modernidad. Pues si hay una característica permanente de
Occidente es que siempre se piensa a sí mismo como moderno.
No hay ninguna época de la historia
occidental que no se haya declarado a sí misma como moderna. Occidente es
permanentemente moderno. Y la modernidad, ya sea en la economía, en la técnica,
en la política, y en el arte, quiere hacerse extensiva a todo. Incluso quiere
invadir el campo de la religión que, por supuesto, es siempre el menos moderno.
Occidente no se contenta con albergar en su seno a las religiones. Quiere,
además, que esas religiones sean modernas. Las iglesias cristianas
norteamericanas han entendido perfectamente ese llamado y han modernizado hasta
tal punto sus presentaciones, que nadie sabe si aquello que está mirando en la
TV es un acto religioso o un festival de música rock, o si el predicador habla
sobre Dios o modera un programa de entretenimiento público.
Evidentemente, Ratzinger nunca se ha
hecho eco de esa presión modernizante y ha mantenido una posición
tradicionalista y conservadora que es, a su juicio, la que corresponde a una
institución como es y debe ser la iglesia. En cualquier caso, esa modernidad
que acosa a la cristiandad es un tributo que esa propia cristiandad ha debido
pagar no sólo por estar enclavada en un mundo moderno, sino, además, por haber
impulsado esa modernidad de acuerdo a un legado que no sólo era religioso sino
también polémico. Así se explica que alguien tan tradicionalista como Benedicto
XVl no mantenga un discurso en contra de la modernidad en general, sino sólo
con proyectos que atenten contra la que a su juicio es la tradición histórica
de la iglesia. Más aún, lo que él plantea, es que para que la modernidad pueda
seguir existiendo necesita estar sustentada sobre valores tradicionales. Tradición
no es para Ratzinger un término contrario a la modernidad sino que una de sus
condiciones.
Hay, además, otra razón que explica
aquel anhelo público de que el Papa sea un personaje moderno y no tradicional,
y es que efectivamente la voz del Papa tiene mucha importancia en el desarrollo
de la vida moderna. El Papa no puede dictar leyes a ninguna nación, no tiene
siquiera derecho a veto en la ONU. Sin embargo, su opinión respecto a los temas
de nuestro tiempo siempre será escuchada y no sólo por los cristianos.
Cualquier gobierno de la tierra sabe que si declara una guerra, y el Vaticano
se pronuncia en contra, esa guerra habrá perdido gran parte de su
legitimidad. Es cierto, el Papa no tiene ejércitos, pero ya lo demostró el Papa
Juan Pablo ll en Polonia: puede movilizar a multitudes en contra de sistemas
políticos que la iglesia considera injustos. El Papa es, en verdad, la
representación del poder carismático, en el sentido acordado por Max Weber al
concepto de “carisma”.[i]
La voz del papado tiene cierta
“hegemonía” planetaria incluso por sobre otras confesiones; y lo que es más
decisivo, al interior de éstas. La iglesia está lejos de ser una
institución política, pero su importancia política es enorme. Acerca de ese
tema, casi no hay discusión. Por eso siempre se espera que la iglesia dé el
visto bueno a diversos proyectos de la modernidad, ya sea en la política, en la
tecnología, en las finanzas y en la constitución de la moral sexual. Y cuando
eso no ocurre, la desilusión frente al papado suele ser grande. Al fin, el
público termina conformándose, imaginando que después que muera el Papa va a
llegar otro más moderno, incluso revolucionario. Vanas esperanzas, no llegará.
Y la explicación es simple. La religión, ninguna religión, ninguna
iglesia, puede constituirse en un aval de los proyectos de la modernidad.
No hay vida tradicional sin sustento
religioso. No hay ninguna religión que no sea tradicional. Toda religión representará
siempre el sentido de la tradición ante sus fieles y ante sus infieles. Incluso
los grandes cismas intereclesiásticos –pienso en el movimiento que desató
Lutero– han sido realizados en nombre de la tradición, como un clamor de
regreso al espíritu primitivo del cristianismo, como un retorno a Cristo mismo.
El regreso a la “Sola Escritura” proclamado por Lutero no podía ser más
tradicionalista, reconoce el mismo Ratzinger.[ii] Que Max
Weber haya visto en los orígenes del protestantismo una fuerza impulsora del
capitalismo moderno es una muy interesante y bien fundada tesis sociológica,
pero también una interpretación objetiva. Eso no quiere decir que Lutero
hubiera planteado alguna vez dar origen al sistema capitalista. La subjetividad
de los principales actores del movimiento reformista era tradicionalista, eso
es lo decisivo. Que la defensa de esa tradición haya ayudado a la consolidación
de la modernidad capitalista, es un problema muy distinto.
¿No era acaso Jesús un defensor de la
tradición religiosa? El mismo dijo: “No piensen que vine a destruir la ley o
los Profetas. No vine a destruir sino a cumplir” (Mateo, 5, 17). Cuando
Jesús expulsó a los mercaderes del templo –que para algunos teólogos modernos
es una actitud “revolucionaria”, incluso, “anticapitalista”– lo hizo para
preservar la pureza de la religión del pueblo judío. Jesús, en las
palabras de Ratzinger, era “un judío radical”. “Él era un judío y siguió
siendo un judío, él unió su mensaje a la tradición de los fieles de Israel”.[iii] Es
cierto que el cristianismo consumó una ruptura con el legado judío, agregando
un testamento y por lo mismo, convirtiendo a la religión judía en “otro”
testamento. Pero esa ruptura siempre estuvo apoyada en la tradición judaica más
rigurosa. A veces suele ocurrir que no hay nada más rupturista que una actitud
tradicionalista.
Hay, sin duda, cierta proyección
inconsciente en la exigencia relativa a que alguna vez un Papa rompa con la
línea tradicional del Vaticano. Por una parte, la iglesia católica, como toda
iglesia, predica una moral que a muchos ciudadanos de la modernidad les parece
demasiado rigorista. Muchos quisieran ser buenos fieles, pero a la vez desean
que la iglesia fuese algo más mundana y tolerante con su propia gente. No
obstante, eso es difícil, casi imposible. Toda religión debe ser y es
moralmente rigorista. Incluso dentro del cristianismo hay posiciones liberales
que en otra iglesia serían impensables.
Por otra parte, en muchas ocasiones es
proyectada hacia la iglesia la lógica que impera en otras instituciones,
especialmente en los partidos políticos y en los gobiernos, y hay personas que
esperan que esa iglesia solucione problemas que partidos y gobiernos no pueden
solucionar. Todos los Papas, por el contrario, han subrayado que la iglesia,
aunque es de este mundo, tiene un objetivo que en primera línea es espiritual.
No es una institución política, ni una organización de desarrollo social, ni
una ONG. La iglesia surgió de un acontecimiento, la venida de Jesús, y quiere
preservar esa noticia, esa palabra y esa acción, a lo largo de los tiempos.
Puede, si se quiere, actualizar la palabra de Jesús, no puede ni debe
cambiarla. La tradición de toda iglesia cristiana tiene que partir de
Cristo, y a esa y no a otra tradición tiene que ajustarse. Celibato sí
o celibato no (sólo un ejemplo entre otros) en tanto no es un sacramento,
debe ser para un cristiano un tema muy secundario. Sobre ese punto ha
insistido Ratzinger: La iglesia tiene que ser tradicional, o no ser.
Quien quiera cambios profundos debe ir a buscarlos a otra parte; ninguna
iglesia los va dar.
[i] Weber,
M.,Die drei reinenTypen legitimer Herrschaft, Schriften zur Soziologie,
Reclam, Stuttgart 1995
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