Páginas

jueves, 7 de marzo de 2013

LA IGLESIA Y LA TRADICIÓN


Fernando Mires 5 de marzo de 2013

Suele ocurrir que con la llegada de un nuevo Papa, muchas personas, incluyendo no creyentes, esperan grandes cambios, incluso “cambios revolucionarios”. No sucede eso en cambio con las altas investiduras de otras religiones. Nadie se pregunta si el nuevo Dalai Lama será reformista, revolucionario o conservador. O si los monjes confucianos o hinduistas evolucionarán hacia posiciones modernas y/o progresistas. La pregunta ni siquiera aparece planteada con relación a las autoridades de las iglesias protestantes y/o evangélicas; mucho menos con respecto a los representantes de la religión judía. De la islámica, ni hablar. Nadie espera que de un nuevo ayatolá surjan opiniones en contra de la tradición. En cambio, la posición del Papa frente a la tradición o frente a los cambios parece ser para muchos lo más decisivo en el curso de la historia política mundial.

Por lo demás, las posiciones del papado frente a temas que muchos opinan deben ser tratados con criterios progresistas –como son los del divorcio, del aborto, de la manipulación genética, del matrimonio homosexual, etc.– no difieren casi nada de la posición de los representantes de las mayorías de las religiones, confesiones e iglesias del mundo. No obstante, los funcionarios de la iglesia católica serán siempre criticados por su conservadurismo, tradicionalismo, e incluso, por sus posiciones “reaccionarias”, es decir, porque mantienen frente a la vida y a la historia una posición religiosa que es común a todas las religiones y no una  posición política, cultural o social “moderna”.

Es necesario quizás consignar que los malentendidos e incomprensiones que rodean al Vaticano en su relación con la tradición y la modernidad tienen ciertas explicaciones bien fundadas. Una de ellas deriva del hecho indiscutido de que la historia del cristianismo, y en particular, del catolicismo, está profundamente ligada a la historia de Occidente. Más todavía, en consonancia con las opiniones de Ratzinger es posible afirmar que el cristianismo ha provisto a occidente de valores y fundamentos que son constitutivos a su identidad. Occidente fue durante un largo tiempo, confesionalmente cristiano, y el substrato cultural de Occidente sigue estando en gran parte impregnado por el espíritu de la cristiandad.

Ya ha sido demostrado cuán importante fue la herencia filosófica griega y romana para el cristianismo, y Ratzinger es uno de los teólogos católicos que con mayor fuerza reclama dicha herencia. Ahora bien, esa herencia recibida del mundo grecolatino no sólo es filosófica, sino también política pues, en muchos aspectos, la filosofía griega y romana era también una filosofía política, y uno de sus temas centrales era aquel relativo a como los humanos se han de organizar en la polis a fin de llevar una buena vida en comunidad. 

Es cierto que tanto Jesús como Paulo marcan límites entre la vida en y con el espíritu y la vida política. Pero, el cristianismo, por otro lado, nació en un espacio político, se formó en ese espacio, conservó la tradición política- filosófica en los monasterios medievales, e hizo su entrada en la modernidad secular, aportando una tradición también secular que es la del propio cristianismo originario. Es por ese motivo que el cristianismo se encuentra, por decirlo así, rodeado por un espíritu que reclama más y más modernidad. Pues si hay una característica permanente de Occidente es que siempre se piensa a sí mismo como moderno.

No hay ninguna época de la historia occidental que no se haya declarado a sí misma como moderna.  Occidente es permanentemente moderno. Y la modernidad, ya sea en la economía, en la técnica, en la política, y en el arte, quiere hacerse extensiva a todo. Incluso quiere invadir el campo de la religión que, por supuesto, es siempre el menos moderno. Occidente no se contenta con albergar en su seno a las religiones. Quiere, además, que esas religiones sean modernas. Las iglesias cristianas norteamericanas han entendido perfectamente ese llamado y han modernizado hasta tal punto sus presentaciones, que nadie sabe si aquello que está mirando en la TV es un acto religioso o un festival de música rock, o si el predicador habla sobre Dios o modera un programa de entretenimiento público.

Evidentemente, Ratzinger nunca se ha hecho eco de esa presión modernizante y ha mantenido una posición tradicionalista y conservadora que es, a su juicio, la que corresponde a una institución como es y debe ser la iglesia. En cualquier caso, esa modernidad que acosa a la cristiandad es un tributo que esa propia cristiandad ha debido pagar no sólo por estar enclavada en un mundo moderno, sino, además, por haber impulsado esa modernidad de acuerdo a un legado que no sólo era religioso sino también polémico. Así se explica que alguien tan tradicionalista como Benedicto XVl no mantenga un discurso en contra de la modernidad en general, sino sólo con proyectos que atenten contra la que a su juicio es la tradición histórica de la iglesia. Más aún, lo que él plantea, es que para que la modernidad pueda seguir existiendo necesita estar sustentada sobre valores tradicionales. Tradición no es para Ratzinger un término contrario a la modernidad sino que una de sus condiciones.

Hay, además, otra razón que explica aquel anhelo público de que el Papa sea un personaje moderno y no tradicional, y es que efectivamente la voz del Papa tiene mucha importancia en el desarrollo de la vida moderna. El Papa no puede dictar leyes a ninguna nación, no tiene siquiera derecho a veto en la ONU. Sin embargo, su opinión respecto a los temas de nuestro tiempo siempre será escuchada y no sólo por los cristianos. Cualquier gobierno de la tierra sabe que si declara una guerra, y el Vaticano se pronuncia en contra, esa guerra  habrá perdido gran parte de  su legitimidad. Es cierto, el Papa no tiene ejércitos, pero ya lo demostró el Papa Juan Pablo ll en Polonia: puede movilizar a multitudes en contra de sistemas políticos que la iglesia considera injustos. El Papa es, en verdad, la representación del poder carismático, en el sentido acordado por Max Weber al concepto de “carisma”.[i]

La voz del papado tiene cierta “hegemonía” planetaria incluso por sobre otras confesiones; y lo que es más decisivo, al interior de éstas. La iglesia está lejos de ser una institución política, pero su importancia política es enorme. Acerca de ese tema, casi no hay discusión. Por eso siempre se espera que la iglesia dé el visto bueno a diversos proyectos de la modernidad, ya sea en la política, en la tecnología, en las finanzas y en la constitución de la moral sexual. Y cuando eso no ocurre, la desilusión frente al papado suele ser grande. Al fin, el público termina conformándose, imaginando que después que muera el Papa va a llegar otro más moderno, incluso revolucionario. Vanas esperanzas, no llegará. Y la explicación es simple. La religión, ninguna religión, ninguna iglesia, puede constituirse en un aval de los proyectos de la modernidad.

No hay vida tradicional sin sustento religioso. No hay ninguna religión que no sea tradicional. Toda religión representará siempre el sentido de la tradición ante sus fieles y ante sus infieles. Incluso los grandes cismas intereclesiásticos –pienso en el movimiento que desató Lutero– han sido realizados en nombre de la tradición, como un clamor de regreso al espíritu primitivo del cristianismo, como un retorno a Cristo mismo. El regreso a la “Sola Escritura” proclamado por Lutero no podía ser más tradicionalista, reconoce el mismo Ratzinger.[ii] Que Max Weber haya visto en los orígenes del protestantismo una fuerza impulsora del capitalismo moderno es una muy interesante y bien fundada tesis sociológica, pero también una interpretación objetiva. Eso no quiere decir que Lutero hubiera planteado alguna vez dar origen al sistema capitalista. La subjetividad de los principales actores del movimiento reformista era tradicionalista, eso es lo decisivo. Que la defensa de esa tradición haya ayudado a la consolidación de la modernidad capitalista, es un problema muy distinto.

¿No era acaso Jesús un defensor de la tradición religiosa? El mismo dijo: “No piensen que vine a destruir la ley o los Profetas. No vine a destruir sino a cumplir” (Mateo, 5, 17). Cuando Jesús expulsó a los mercaderes del templo –que para algunos teólogos modernos es una actitud “revolucionaria”, incluso, “anticapitalista”­­– lo hizo para preservar la pureza de la religión del pueblo judío. Jesús, en las palabras de Ratzinger, era “un judío radical”. “Él era un judío y siguió siendo un judío, él unió su mensaje a la tradición de los fieles de Israel”.[iii] Es cierto que el cristianismo consumó una ruptura con el legado judío, agregando un testamento y por lo mismo, convirtiendo a la religión judía en “otro” testamento. Pero esa ruptura siempre estuvo apoyada en la tradición judaica más rigurosa. A veces suele ocurrir que no hay nada más rupturista que una actitud tradicionalista.

Hay, sin duda, cierta proyección inconsciente en la exigencia relativa a que alguna vez un Papa rompa con la línea tradicional del Vaticano. Por una parte, la iglesia católica, como toda iglesia, predica una moral que a muchos ciudadanos de la modernidad les parece demasiado rigorista. Muchos quisieran ser buenos fieles, pero a la vez desean que la iglesia fuese algo más mundana y tolerante con su propia gente. No obstante, eso es difícil, casi imposible. Toda  religión debe ser y es moralmente rigorista. Incluso dentro del cristianismo hay posiciones liberales que en otra iglesia serían impensables.

Por otra parte, en muchas ocasiones es proyectada hacia la iglesia la lógica que impera en otras instituciones, especialmente en los partidos políticos y en los gobiernos, y hay personas que esperan que esa iglesia solucione problemas que partidos y gobiernos no pueden solucionar. Todos los Papas, por el contrario, han subrayado que la iglesia, aunque es de este mundo, tiene un objetivo que en primera línea es espiritual. No es una institución política, ni una organización de desarrollo social, ni una ONG. La iglesia surgió de un acontecimiento, la venida de Jesús, y quiere preservar esa noticia, esa palabra y esa acción, a lo largo de los tiempos. Puede, si se quiere, actualizar la palabra de Jesús, no puede ni debe cambiarla. La tradición de toda iglesia cristiana tiene que partir de Cristo, y a esa y no a otra tradición tiene que ajustarse. Celibato sí  o celibato no (sólo un ejemplo entre otros) en tanto no es un sacramento, debe ser para un cristiano un tema  muy secundario. Sobre ese punto ha insistido Ratzinger: La iglesia tiene que ser tradicional, o no ser. Quien quiera cambios profundos debe ir a buscarlos a otra parte; ninguna iglesia los va dar.




[i] Weber, M.,Die drei reinenTypen legitimer Herrschaft, Schriften zur Soziologie, Reclam, Stuttgart 1995
[ii] Ratzinger, Der Geist der Liturgie, Herder, Friburg.2002, p.95
[iii] Ratzinger, J., Theologische Prinzipienlehre, Erich Webel, München. 1982, p.99

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico