Sebastián de la Nuez 9
JUNIO, 2013
Han
pasado tres meses desde la muerte del presidente Chávez (5 de marzo de 2013) y
se van a cumplir dos meses desde que Nicolás Maduro asumió la Presidencia,
aunque no reconocida oficialmente por la dirigencia opositora. Es poco el
tiempo para medir consecuencias; resulta, sin embargo, que el poder reafirma su
vocación de ente mediático con todo y hegemonía comunicacional
Las luces del teatro chavista hoy en
día huelen a rancio.
Desde el anuncio del presidente Hugo
Chávez (30 de junio de 2011) sobre su propia enfermedad, la cúpula en el poder
puso en marcha un guión de telenovela para manipular a la población con vistas
a las elecciones de octubre 2012. Por una parte, el cometido era ocultar la
información verdadera; por el otro, manejar la no-información a conveniencia,
desatando la emocionalidad del pueblo llano.
La telenovela, pues, se desarrolló
como toda pieza clásica del género: chico conoce chica. Chico y chica se
enamoran perdidamente, flechados por Cupido. Ella es provinciana y buena moza,
o sea, Venezuela propiamente dicha; él es entrador, de corazón henchido y
palpitante, arrojado y, si no buen mozo, al menos carismático y coplero. Pero
al amor se le interpone un escollo al parecer insalvable. Durante los
siguientes cien o doscientos capítulos se suceden una tras otra las peripecias
del chico y la chica por reencontrarse y concretar el amor postergado. En este
caso, el chico habrá de sobreponerse a la amenaza del destino fatal –más la
perturbación de la bruja mala en su papel de contrafigura, en este caso llamada
Oposición Lacaya Del Imperialismo. De este modo la trama mantendrá en vilo a la
audiencia, provocando la empatía entre el televidente medio y el héroe o galán
que corre la azarosa aventura, la cual sin duda pone a prueba todo su valor,
toda su entereza de hombre recio. ¿Salvará las dificultades, reconquistará
finalmente a su amada, podrá realizarse la promesa de dicha eterna en el tálamo
nupcial? Seguro: Dios y Bolívar están de su parte.
La telenovela, sin embargo, se salió
de sus carriles en la vida real, siempre contumaz y alevosa (a veces más que la
ficción).
SEGUNDA PARTE, CAPÍTULO ETERNO
Una vez fallecido Chávez el 5 de marzo
de 2013, debía ser inmediatamente sustituido por un actor secundario. Ya venía
ensayando desde meses atrás. Por lo visto, no fue suficiente o el guión, a
partir de cierto momento, fue mal recalculado. Para no hacer el cuento largo,
la campaña de Maduro con
vistas al 14 de abril se convirtió en un gimoteo. ¿Cómo ganar una elección así,
con esa puesta en escena del llantén? Al final no se sabía si el candidato se
secaba las lágrimas o el sudor. Las telenovelas terminan en boda,
reencarnación, luna de miel o fiesta. Una telenovela que había comenzado según
los cánones de Delia Fiallo se convertía ahora en tragedia griega
mal interpretada, con un hombre hecho y derecho en campaña electoral hablando
de un periquito que se le había aparecido. Silbaba.
Hubo, paralelamente, una promesa de
eternidad, lo cual creó sin duda un elemento de confusión. El presidente Chávez
en realidad no había fallecido sino que de algún modo seguía aquí, detrás de
una columna o en forma de pajarito. Incluso, prendías Venezolana de Televisión
y aparecía declamando, discurseando. ¿Entonces? Llegó a plantearse mantenerlo
de cuerpo presente cual líder soviético en un sitio bien visible por medio de
un proceso de embalsamamiento.
Sin duda, un discurso que se solapaba
al otro, pues si Maduro era el hijo ungido, hecho carne para perpetuar en la
Tierra los designios del Eterno, ¿para que se necesitaba tenerlo ahí, tan
cerca, tan “vivo”? ¿Es que Maduro en verdad no le brindaba mucha confianza a
Chávez después de muerto, como sí lo había hecho en vida, como se demostró
aquel 8 de diciembre?
En fin: Chávez fue quien ganó el 14 de
abril (si es que puede hablarse de un ganador en esa contienda a estas
alturas). El comandante supremo ganó estando sano varias
elecciones, lo hizo al menos dos veces mientras la enfermedad lo carcomía en
2012 y, ahora, en 2013, acababa de hacerlo desde el sarcófago depositado en el
Cuartel de La Montaña. Un portento, desde luego.
Ganó, por cierto, no sin traumas. En
la ciudad de Barinas, centro neurálgico de la familia presidencial, Capriles
superó ampliamente a Maduro/Chávez: 53% a 47%. Un fenómeno que se repitió en
todas los centros urbanos importantes. Allí donde la gente suele estar mejor
informada, ganó Capriles.
Una verdad como una catedral: en las
elecciones del domingo 14 de abril de 2013 triunfó lo que quedaba de Chávez en
el éter. Triunfó un fantasma, un mito del subdesarrollo, una estela de
petrodólares. Pero como dice Fernando Mires, se comprobó que el chavismo no
llegó para quedarse. Maduro obtuvo mayor porcentaje en las circunscripciones
que dependen del Estado, o sea, vulnerables a la manipulación; en zonas rurales
pendientes de una dádiva gubernamental o misión. Su casa bien equipada, su voto
bien asistido.
Maduro
fue Ashton Kutchner sustituyendo a Charlie Sheen en Two and a
half men. Tenía
que ser Chávez pero a la enésima potencia. Si Kutchner es cien veces más
atractivo, candoroso y rico que Sheen, pues Maduro debía ser más agresivo y
melodramático que Chávez en la misma proporción. Las telenovelas
latinoamericanas no funcionan igual que las series de TV norteamericanas, debe
advertirse. Los públicos son diferentes.
Demostró ser un perdedor nato, no un
conquistador ni un carismático ni un Albertico Limonta ni un sucesor de mérito.
El sicólogo Luis José Uzcátegui lo examinó en el programa radial de RCR, Golpe a golpe, poco
después del 14-A. Lo describió como el tipo que comienza su andadura de
candidato moqueando, ridiculizándose a sí mismo, haciendo pucheros por el padre
ausente.
Un perdedor desde donde quiera que se
mire. Un perdedor en su carrera política y también en su carrera ciudadana,
conductor de autobús con fama de reposero; activista del partido de izquierda
Liga Socialista, el cual jamás logró alcanzar 2% en elección alguna y pasó a la
historia por una acción criminal, la del secuestro al industrial William
Niehous a mediados de los setenta.
MÁS ALLÁ DE LUCECITA O EL
DERECHO DE NACER
La periodista Argelia
Ríos habla en una columna reciente acerca del sentido de
relojería que según ella mueve la agenda y las apariciones públicas de
Henrique Capriles Radonski, líder de la oposición. Ello sería un buen augur
para el día en que termine de conformarse un «clamor nacional en el cual esté
sumado el propio país chavista». Es decir, según Ríos, el desencanto popular
está en pleno desarrollo y por tanto «el desenlace que tantos están esperando
está en plena evolución».
Puede tener razón aun cuando faltan
estudios que corroboren su teoría. Lo cierto es que la telenovela del amor
atormentado entre el pueblo y su líder cambió de actor y el manejo de la
sucesión no parece haber dado buen resultado. Algo falla. Hay demasiados
rumores. El caso Mario Silva ha sido un
niple en la opinión pública. Maduro vive de mal humor y se nota en las cadenas.
Gobierna con el país probablemente en contra, incluyendo a muchos de sus
propios conmilitantes. Sabe que la tarjeta única de la Unidad le ganó a la
tarjeta de su partido, el PSUV. Sabe que la magra ventaja obtenida el 14-A en
votos se la debe al PCV y Tupamaros.
Sin embargo, con viento en contra, la
cúpula chavista sigue un rumbo mil veces probado: se empeña en dos claves que
le han dado sentido a su propuesta y penetración al discurso del «socialismo
del siglo XXI»: la retórica como parte de un gobierno que vive desde y por lo
mediático; y el simbolismo lleno de recursos manidos pero tradicionalmente
efectivos.
Todo en el chavismo sigue siendo
retórica y simbolismo, puesta en escena y maquillaje del vocabulario. Poco
antes de las elecciones del 14-A hubo un acto en el Teatro Teresa Carreño con
elementos mítico-religiosos de esta teocracia a medio construir. No estaba
Maduro, pero sí Jorge Rodríguez con
la plana mayor del PSUV. El psiquiatra alcanzó cotas elevadas de éxtasis al
referirse al comandante supremo: «Estos son días de profundo torbellino, donde
las lágrimas nos sorprenden en el ejercicio cotidiano. Yo les digo que no debemos
sentir vergüenza de ese llanto, debemos mostrarle al mundo nuestro dolor (…);
ese llanto es la bujía que encenderá la antorcha que nos conducirá a la
victoria que se merece Hugo Chávez.»
Dios Santo. De la telenovela al mito
eterno pasando por el lenguaje melodramático, impostado, pseudopoético,
chillón, lacrimoso y rabiosamente cursi.
Manuel
Martín Serrano y otros pensadores de la comunicación en términos
masivos ven en los medios la representación del acontecer público,
no el espejo al que muchos se refieren de una manera más bien superficial. No,
los medios no son meros espejos. Los espejos no construyen o destruyen. Los
medios sí. Al escoger (seleccionar) lo que se ve (es decir, al visibilizar unas
cosas sí y otras no), realizan una tarea mitificadora y ritualizadora.
Por la fuerza de lo que machacan día
tras día, los espectadores pueden llegar a entender la violencia cotidiana en
las calles de Caracas como un ritual, y por lo tanto, quizás, verla como parte
de un paisaje más o menos normal. El ocultamiento de hechos puede producir el
mismo efecto, solo que en este caso el paisaje está a oscuras, tras una cortina
o encerrado en una gaveta.
La tarea mitificadora y ritualizadora
la quiere hacer el gobierno de Nicolás Maduro a gran escala, a lo largo y ancho
del territorio nacional. Ha adelantado bastante en esa materia últimamente. La hegemonía
comunicacional ha tenido avances concretos con los cambios de
propiedad en Globovisión y
Cadena Capriles. No hay claridad sobre el rumbo que tomen desde lo
estrictamente informativo. Las redes, y los rumores en general, hablan de
personajes del Gobierno directa o indirectamente involucrados en las
transacciones.
Hay algo seguro: los cambios son
sospechosos. No indican un buen camino. Indican, antes que nada, chantaje o
presión.
Hay otra cosa muy segura: el
equilibrio es una falacia hoy en día, desde el punto de vista mediático, en
Venezuela. Una trampa. No puede haber equilibrio si un fiel de la balanza está
contaminado. No hay equilibrio si en un lado hay un Estado-Gobierno-Partido con
todas las intenciones de perpetuarse en el poder indefinidamente. No se parte
de un juego democrático; por lo tanto, no hay juego mediático.
Ese concepto, hegemonía
comunicacional, se ha hecho política de Estado; no es una mera amenaza. Antes
bien, se ha instalado en los medios privados adoptando diferentes modalidades.
La autocensura entre ellas.
Puede que crezca un clamor general en
el país contrario a la figura de Maduro y de lo que representa, como insinúa
Argelia Ríos. Pero el Estado-Gobierno aún tiene muchos recursos para
defenderse. La telenovela quedó atrás. Ahora es la parrilla de programación (o
programaciones) completa lo que ambiciona.
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