Fernando Mires 13 de junio de 2014
Cuando los partidos europeos de
ulraderecha y de ultraizquierda aplaudieron la anexión de Crimea por parte de
la Rusia de Putin no pocos pensamos que esa solo era una más de las tantas
coincidencias que suelen darse entre los extremos.
Y cuando durante la campaña en contra
del Parlamento Europeo los neo-nazis alemanes, siguiendo el ejemplo de sus
correligionarios del partido húngaro Jobbic y del griego Aurora Dorada
repartieron volantes con la foto de Putin, no pocos pensamos que esa era solo
una ocurrencia de grupos políticos marginales.
Pero cuando después de su éxito
electoral de Mayo del 2014, la líder del FN, Marine Le Pen, atacó a los EE UU y
elogió a la política de Putin en Ucrania (Der Spiegel 01. 06. 2014) ya no cabía
sino pensar en que se está gestando una alianza explícita entre el populismo
proto-fascista emergente en Europa y el gobierno de Rusia.
Ya antes de las elecciones europeas,
en Junio de 2013, M. Le Pen visitó Moscú aceptando una invitación de Sergei
Narishkin, colaborador estrecho de Putin. Allí se reunió con el vice-primer
ministro Dmitry Rogozin, con quien intercambió impresiones sobre Siria, la EU y
el matrimonio gay. Según Antonio Díaz de la Cruz, director del Inter America Trends, “el FN de
Le Pen propone reemplazar a la UE y a la OTAN por una asociación pan-europea de naciones independientes que incluiría a
Rusia”. Esa “independencia” tendría lugar en contra de la Alianza Atlántica y
de EE UU.
La ultraderecha fascista ha arrebatado
a la izquierda europea la bandera del anti-americanismo, no hay duda. Pero esa
no es ninguna novedad. Tanto Mussolini como Hitler fueron anti-norteamericanos.
Hitler también buscó, en su momento, una alianza con Moscú, alianza no
traicionada por Stalin sino por el mismo Hitler. Como afirma Fernando Claudín
en su historia de la Komintern (La Crisis del Movimiento Comunista) la
“traición” de Hitler a Stalin evitó, sin que Hitler se lo hubiera propuesto,
que una “entente” ruso-alemana se hubiera apoderado del planeta. M. Le Pen solo
continúa la tradición del fascismo europeo: acercamiento a Rusia y
distanciamiento con respecto a EE UU. Razón tuvo Hannah Arendt cuando en sus
Orígenes del Totalitarismo escribió que la línea divisoria entre nazismo y
estalinismo era muy delgada.
La historia, por supuesto, no se
repite. Ni Putin es Stalin, ni la Unión Euroasiática es la URSS, ni M. Le Pen
es la versión francesa y femenina de Hitler. Sin embargo, el acercamiento entre
la ultra-derecha europea, comandada en estos momentos por M. Le Pen, y Putin,
podría traer graves consecuencias para la UE. Por de pronto, ambas partes,
lepenismo y putinismo, tendrían algo que ganar con ese acercamiento.
Los partidos proto-fascistas de Europa
alcanzarían, gracias a la protección de Putin, una dimensión internacional,
dejando atrás la apariencia aldeana que todavía arrastran. El gobierno ruso, a
su vez, ganaría como aliados a los anti-europeos de Europa, aliados que el día
de mañana pueden llegar a ser gobiernos o por lo menos parte de gobiernos. En
cualquier caso Putin tendría a mano un eficaz instrumento de presión política.
Si a eso sumamos la presión económica del gas, con la que el autócrata amenaza
cada cierto tiempo a Europa, ya se sabe hacia donde van los dados.
No deja de ser sintomático el hecho de
que la “entente” entre la ultraderecha europea y Putin asome justamente en
Francia. Ya durante la Guerra Fría la URSS estuvo a punto de jaquear a Francia
desde dentro. El Partido Comunista estuvo muy cerca de gobernar. El antiguo rol
“quintacolumnista” del PCF de los años cincuenta podría hoy ser jugado
perfectamente por el FN de M. Le Pen.
El problema mayor radica en que el
acercamiento de la ultraderecha europea a Moscú no solo es táctico. Hay entre
Putin y M. Le Pen notables equivalencias ideológicas.
Ambos, M. Le Pen y Putin, piensan que
Europa está en decadencia y que ellos, con su amor a la patria, concebida esta
como una comunidad sanguínea, representan un principio histórico renovador.
Ambos se pronuncian radicalmente en contra de las relaciones homosexuales y del
aborto. Ambos son xenofóbicos. Ambos fomentan su aversión a la democracia
parlamentaria. Y ambos son anti-norteamericanos.
Las tendencias si son peligrosas
-opinión casi general de la prensa- no son, sin embargo, irreversibles.
Europa cuenta todavía con suficientes
reservas democráticas para detener a sus enemigos internos y externos. Con
respecto a Putin, la línea deberá ser clara: Crear un clima de colaboración
entre la Unión Europea y la Euroasiática, pero a la vez exigir el cumplimiento
pleno del principio de autodeterminación de las naciones.
Putin, quien sabe que a pesar de la
“decadencia de occidente” siempre habrá muchísimos más euroasiáticos que miran
con admiración hacia la UE que occidentales hacia la UEA, tiene problemas con
el tema de la autodeterminación. De ahí que la oferta de M. Le Pen y los suyos
destinada a crear enclaves políticos pro-rusos en sus naciones, serán por él
muy bien recibidas. Eso lleva a deducir que la tarea política del momento es
romper la conexión del putinismo con el lepenismo (y todas sus variaciones). Y
bien, para cumplir ese objetivo lo más importante será detener el avance del
neo-facismo, sobre todo el lepenista.
Ha llegado la hora de la unidad de los
demócratas europeos. Puede que en el futuro próximo no se trate de reeditar a
los Frentes Populares surgidos en los años treinta, uno de los cuales tuvo
lugar en la Francia de León Blum (1936). Pero sí de lograr convergencias frente
a peligros comunes. Precisamente una de esas convergencias apareció en la
Francia del 2002 cuando todos los sectores democráticos de la nación cerraron
filas en torno a Jacques Chirac a fin de detener el avance del padre de Marine,
Jean-Marie Le Pen, fundador del FN.
Lo que está en juego en Europa es
mucho más que la EU, pero ese “mucho más” pasa, entre otras cosas, por la
defensa de la EU. Eso significa aceptar de una vez por todas el hecho de que
“una Europa sin enemigos” es y será una utopía imposible.
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