Fernando Mires 21 de septiembre de 2014
El pensamiento es ejercicio
relacional. Por lo mismo, suele suceder que entre dos hechos dispares pero
ocurridos al unísono, aparezcan imprevistas cadenas asociativas. Lo pude
comprobar cuando en la TV fueron dadas a conocer dos noticias, una detrás de la
otra: la penúltima decapitación realizada por el EI y la elección de la serie
Breaking Bad como la más popular de los últimos diez años. ¿Qué tiene que ver
lo uno con lo otro? Aparentemente nada. Nada con excepción de que en ambos
casos vemos a través de la pantalla a la maldad en sus más radicales
expresiones
Ahí hay un problema. Nos guste o no,
la representación de la maldad ejerce fascinación entre múltiples espectadores.
En el mundo islámico cientos de
jóvenes se identifican con los cortadores de cabezas. Quizás la decapitación
representa para ellos el triunfo biológico de una religión verdadera sobre una
“falsa”. Puede ser también que las cabezas cortadas reactiven mitos arcaicos.
Mientras en el lejano pasado era
practicada la castración, es decir, la extirpación de los órganos de
reproducción, hoy es llevada a cabo la extracción del órgano del pensamiento:
la cabeza. El odio al pensamiento occidental se transforma así en odio a las
cabezas que lo producen. Sin intención de jugar con palabras, los decapitadores
de EI estarían haciendo una transición que va desde la fase fálica a la
ce-fálica.
Más difícil aún es explicar por qué
miles de “civilizados” espectadores occidentales se sintieron tan fascinados
por la maldad que destila la serie Breaking Bad. Aparte de los méritos
cinematográficos y del innegable suspenso –no me perdí un solo capítulo- creo
advertir que en no pocos existe una cierta identificación con Walter White, el
héroe negativo del filme.
Entiéndase: no se trata de escenas de
crueldad. En muchos otros thrillers hay espectáculos que superan lejos a las
maldades de Breaking Bad. No obstante, en la mayoría de ellos nos identificamos
con el bien, casi siempre representado por un sagaz inspector, llámese Columbo
o Wallander. En Breaking Bad, en cambio, con excepción del último capítulo
donde un leve triunfo del bien aparece metido casi a la fuerza, el objeto de
identificación es un personaje radicalmente malvado.
Pero Walt –este es el punto- no
siempre fue malo. El mal aparece en Walt como resultado de un proceso de
auto-corrupción. No por casualidad el film se titula Breaking Bad. En versión
libre: “ir corrompiéndose de a poco”. Walt en un comienzo era un tipo como “tú
y yo” cuyos “dispositivos del mal”
fueron siendo activados lentamente. El mensaje entonces es claro: “Todos
podemos ser tan malos como Walt”. Es cosa de proponérselo.
¿No ocurre lo mismo con los
decapitadores islámicos? Ninguna religión, la islámica tampoco, proclama literalmente
el mal; todo lo contrario. Y sin embargo, cuando contemplamos a los malhechores
podemos comprobar como el mal, en su más radical expresión, se ha apoderado de
ellos. Quizás los decapitadores fueron en un comienzo simples creyentes,
después soldados, más tarde terroristas, para terminar siendo lo que hoy son:
exhibicionistas asesinos: ¿Un Breaking Bad colectivo?
La idea del mal como proceso corrosivo
y no como “esencia”, ocupa también un lugar central en la moderna teología
cristiana. Joseph Ratzinger en su libro “Dios y el Mundo” nos dice que el mal
no es lo contrario del bien, sino una “ausencia de bien”. De acuerdo a dicha
teología, el mal no está representado en el demonio como adversario épico de
Dios, sino en un vacío de Dios en el ser. “Olvido de Dios” lo llama Ratzinger,
siguiendo a Agustín. “Olvido de ser” llamó también Hannah Arendt a la maldad de
los nazis. El demonio, así entendido, es la corrosión del ser: un Breaking Bad,
pero no una criatura externa al bien.
El mal no viene desde fuera sino desde
los vacíos del alma. Lo demoníaco (ausencia de bien) yace en nosotros mismos
como una posibilidad entre otras. El mismo Hitler “no era un demonio, sino un
ser endemoniado”, escribió Sartre. En sentido
filosófico, un ser que lleva en sí al no-ser. En términos freudianos: un
ser en el cual se ha impuesto “la pulsión de la muerte” por sobre el principio
de la vida.
De acuerdo al último Freud, la muerte,
al preceder y continuar a la vida, ejerce una atracción magnética sobre la
materia orgánica. Eso significa que cada uno de nosotros es un escenario
corporal de una cruenta guerra entre la vida y la muerte (a la cual pertenece
el mal). No obstante, la muerte interior, proyectada hacia el espacio de “la
muerte del otro”, emerge bajo formas aleatorias, revestida de bien.
No han sido pocas las veces en las
cuales el mal radical nos es presentado como un medio para la realización del
un fin superior a todo mal. Los crímenes cometidos en nombre de la patria, de
la religión, de la raza, del socialismo y hasta de la democracia, son
innumerables. Ahí reside justamente la fascinación que ejerce el mal. En ese
mismo sentido los asesinos del EI fascinan a los jóvenes musulmanes no porque
son asesinos sino porque matan en nombre de Dios.
No obstante, Walt pareciera
contradecirnos. El personaje no es religioso ni moralista. Y sin embargo Walt,
profesor de química con bajísimos ingresos, maltratado por la vida y el destino
(cáncer pulmonar), producirá y traficará droga, mentirá y matará, hasta
alcanzar el Éxito. ¿Y qué es el Éxito para él?: El Éxito es su dios supremo.
Walt White estaba dispuesto a todo en
aras de su dios particular. En ese punto no se diferencia de los cortadores de
cabezas. Las víctimas que deja Walt en su camino son ofrendas que deposita
devotamente frente al altar del Éxito. Por eso, al situarse más allá de la
moral y de las leyes, Walt ejerce indudable atracción entre quienes se sienten
“perdedores” en la vida, entre los que creen ser “fracasados”, entre los que
nunca han conocido la maligna divinidad del Éxito. Breaking Bad es una biblia
pagana del capitalismo global.
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