FELIPE SCHWEMBER AUGIER 15 de septiembre de 2014
Los últimos años de Bakunin, el
célebre teórico anarquista, se vieron empañados por su colaboración con un
personaje siniestro, Serguéi Necháyev. Necháyev, uno de los primeros apologetas
del terrorismo y autor del infame Catecismo revolucionario, intentó
valerse de la fama y el prestigio de Bakunin para granjearse su propia
reputación como alborotador y articular sus delirantes planes. Constantemente
hablaba de grupos subversivos y de conjuras de gran alcance que harían estallar
el orden político y social ruso. Bakunin, fascinado por la personalidad, los
propósitos y, en fin, los cuentos de Necháyev, le dio salvoconductos, lo avaló
y le prestó todo su apoyo para que llevara adelante sus planes revolucionarios.
Al final los grupos de los que Necháyev hablaba no existían –tardarían unos
años más en llegar a existir y atentar con éxito contra la vida del zar
Alejandro II– y su carrera se redujo más o menos a extorsionar y robar a sus
camaradas, incluido Bakunin, y a asesinar a uno de sus cómplices, a quien, en
un acceso de paranoia, dio por traidor.
En su obra el Catecismo revolucionario,
y después de aclarar que el revolucionario no tiene ni sentimientos ni
posesiones ni nombre ni, en fin, otra pasión que la revolución, Necháyev afirma
que el revolucionario “es el enemigo implacable de esta sociedad” y que “si
continúa viviendo en ella es para destruirla mejor”. En virtud de esa enemistad
existe, entre el revolucionario y la sociedad, “un combate a muerte”, “una
lucha abierta o clandestina, sin tregua ni gracia”. De ahí que constantemente,
día y noche, el revolucionario sólo deba tener “un solo pensamiento, una única
meta: la destrucción inexorable”. El éxito de la lucha exige, en fin, que el
revolucionario no tenga lazos personales, ni cultive amistades ni tenga familia
ni, en fin, tenga otros afectos de aquellos que se crean en la misma empresa
revolucionaria, y sólo en tanto y en la medida en que dichos afectos sirvan a
esa empresa.
¿Qué puede haber de inteligente,
edificante y/o verdadero en este texto?, se preguntará al lector. Después de
todo, ¿por qué iba a querer alguien arruinar su propia vida –y de paso la de
otros– imponiéndose estos deberes? Uno podría adivinar el sentido de todo este
proyecto de destrucción (“¡Ah! Hicieron todo esto por esta razón…”) en el
párrafo 22 del Catecismo…, en que se dice que “La meta de la
Asociación [de revolucionarios] es la emancipación total y la felicidad del
pueblo”. No obstante, ese indicio de inteligibilidad se disipa inmediatamente
cuando se añade: “La Asociación acrecentará y multiplicará los males y
sufrimientos para que acaben con la paciencia del pueblo y desencadene la
revuelta masiva”. En la práctica, esta penosa dialéctica quiere decir lo
siguiente: se impondrán diversos males a personas concretas (por
ejemplo, a María y Pedro se les matará y/o mutilará con bombas puestas en el
Metro) para que una abstracción, el pueblo, sea feliz. No ahora, se
entiende, sino en el futuro, cuando hartos de los padecimientos que los mismos
anarquistas les han infligido –presumiblemente como sobreañadido a los
padecimientos que ya experimentaban como consecuencia del capitalismo– el
pueblo diga algo así como: “Oh, ya no damos más con este sistema capitalista
que combaten los anarquistas en nuestras propias personas. Suprimamos el
capitalismo (y el Estado que lo sostiene) y seamos, mejor, todos anarquistas”.
En otra versión la narración podría decir así: la gente vive alienada y no sabe
realmente lo que quiere. Sin embargo, ellos, los anarquistas
revolucionarios, sí lo saben y como aman al pueblo –al
pueblo en general, no a las personas concretas, pues esas no valen la pena– le
hacen el favor de espabilarlo con unos cuantos bombazos para que tome nota de
su propia estupidez y enajenación. Es sencillo. Yo voy alienado en el Metro
hasta que, ¡pum!, estalla la bomba y entre los gritos y alaridos propios y de
las otras víctimas me digo: “Oh, he perdido los pies, pero al menos ahora no
estoy alienado: me he dado cuenta de que lo mejor es destruir el capitalismo”.
Sin perjuicio de la delirante
representación de conjunto de este esquema, cualquier persona ve con meridiana
claridad la insensatez que supondría que yo dijera que para hacer la justicia
en el mundo es necesario matar al azar a unos cuantos inocentes. Lo mismo
ocurre si yo le digo que para hacer feliz al “pueblo” (o “la humanidad”, “la
raza”, “la nación” o cualquier otro de esos abominables conceptos colectivos
que tanto se invocan) necesito matar o mutilar a alguno de sus integrantes.
Como esto no tiene ninguna lógica –y
como seguramente un anarquista revolucionario no admitirá que su teoría
es falsa–, no queda más que huir hacia adelante, precipitando el Apocalipsis
que tanto pregonan (si yo he matado a 15 o 200 personas y no ha tenido lugar el
advenimiento del paraíso anarquista revolucionario, es porque no he matado las
suficientes; probemos con mil y, así, hasta que la gente se canse y se vuelva
anarquista).
Esta misma lógica se puede explicar
por otro razonamiento, que Dostoievsky adelanta en Los Endemoniados (cuyo
protagonista está inspirado precisamente en Nechayev): todo lo que cae bajo la
perfección no sólo no es óptimo, sino que derechamente es perverso. En
consecuencia, la existencia de una sola injusticia es suficiente para condenar
a la sociedad y sus integrantes en su totalidad. Condenarla y hacerla de nuevo,
esta vez “bien”, es decir, tal como los anarquistas revolucionarios creen que
debería ser (las dificultades de esa organización ulterior son menudencias,
menudencias que, llegado el caso, pueden solucionarse mediante la descripción
de coloridas y románticas utopías del tipo “cuando haya de todo para todos en
abundancia” o “cuando ya no exista el egoísmo” o con una combinación de ambas;
lo importante, por el momento, es destruirla). En consecuencia, como
ordinariamente hay injusticias (hay gente que defrauda a otra, hay gente que
estafa o mata o explota a otra, etc.) entonces es necesario rehacer el perverso
sistema que las permite. Y para juzgarnos cuales ángeles que bajan del
firmamento con sus espadas flamígeras, con su discernimiento puro, inflexible e
incorruptible (en realidad, inmaduro, obstinado y pueril), están ellos, los
anarquistas, que nos castigarán con sus bombazos (y eso de “el que esté libre
de pecado que tire la primera piedra” aquí evidentemente no cuenta, pues ellos
pretenden ser juzgados por sus más altas y nobles intenciones, esto es, la
salvación y redención de la humanidad y no por lo que realmente hacen, esto es,
matar o amputar a algún transeúnte).
En resumidas cuentas, este tipo de
anarquismo, como todas las formas de extremismo, es una enfermedad intelectual
y moral, y el fanatismo de los “héroes” que lo profesan sembrando bombas en el
Metro no es diferente del de los yihadistas que para imponer el reino de Dios
en el mundo se deciden a convertirlo por un rato en un infierno (y para
demostrar ese fervor pseudoreligioso qué mejor que una cita del mismo Catecismo
revolucionario: un revolucionario no es tal “si algo le ata a este mundo”).
Quizás los anarquistas chilenos no leen a Necháyev y, en su lugar, se precian
de leer autores más edificantes (lo que por otra parte tampoco es difícil) y de
más prosapia en la tradición anarquista. No obstante, en la práctica resulta
difícil ver las diferencias con Necháyev después de las múltiples bombas y del
ignominioso episodio de la catedral de Zaragoza. Como fuere, ninguna sociedad
libre y abierta como la nuestra –que lo es, pese a todos sus defectos– tiene
por qué tolerar que grupos como este perturben la paz social.
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