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sábado, 20 de septiembre de 2014

Los sinsentidos del anarquismo revolucionario, por FELIPE SCHWEMBER AUGIER

FELIPE SCHWEMBER AUGIER 15 de septiembre de 2014

Los últimos años de Bakunin, el célebre teórico anarquista, se vieron empañados por su colaboración con un personaje siniestro, Serguéi Necháyev. Necháyev, uno de los primeros apologetas del terrorismo y autor del infame Catecismo revolucionario, intentó valerse de la fama y el prestigio de Bakunin para granjearse su propia reputación como alborotador y articular sus delirantes planes. Constantemente hablaba de grupos subversivos y de conjuras de gran alcance que harían estallar el orden político y social ruso. Bakunin, fascinado por la personalidad, los propósitos y, en fin, los cuentos de Necháyev, le dio salvoconductos, lo avaló y le prestó todo su apoyo para que llevara adelante sus planes revolucionarios. Al final los grupos de los que Necháyev hablaba no existían –tardarían unos años más en llegar a existir y atentar con éxito contra la vida del zar Alejandro II– y su carrera se redujo más o menos a extorsionar y robar a sus camaradas, incluido Bakunin, y a asesinar a uno de sus cómplices, a quien, en un acceso de paranoia, dio por traidor.

En su obra el Catecismo revolucionario, y después de aclarar que el revolucionario no tiene ni sentimientos ni posesiones ni nombre ni, en fin, otra pasión que la revolución, Necháyev afirma que el revolucionario “es el enemigo implacable de esta sociedad” y que “si continúa viviendo en ella es para destruirla mejor”. En virtud de esa enemistad existe, entre el revolucionario y la sociedad, “un combate a muerte”, “una lucha abierta o clandestina, sin tregua ni gracia”. De ahí que constantemente, día y noche, el revolucionario sólo deba tener “un solo pensamiento, una única meta: la destrucción inexorable”. El éxito de la lucha exige, en fin, que el revolucionario no tenga lazos personales, ni cultive amistades ni tenga familia ni, en fin, tenga otros afectos de aquellos que se crean en la misma empresa revolucionaria, y sólo en tanto y en la medida en que dichos afectos sirvan a esa empresa.

¿Qué puede haber de inteligente, edificante y/o verdadero en este texto?, se preguntará al lector. Después de todo, ¿por qué iba a querer alguien arruinar su propia vida –y de paso la de otros– imponiéndose estos deberes? Uno podría adivinar el sentido de todo este proyecto de destrucción (“¡Ah! Hicieron todo esto por esta razón…”) en el párrafo 22 del Catecismo…, en que se dice que “La meta de la Asociación [de revolucionarios] es la emancipación total y la felicidad del pueblo”. No obstante, ese indicio de inteligibilidad se disipa inmediatamente cuando se añade: “La Asociación acrecentará y multiplicará los males y sufrimientos para que acaben con la paciencia del pueblo y desencadene la revuelta masiva”. En la práctica, esta penosa dialéctica quiere decir lo siguiente: se impondrán diversos males a personas concretas (por ejemplo, a María y Pedro se les matará y/o mutilará con bombas puestas en el Metro) para que una abstracción, el pueblo, sea feliz. No ahora, se entiende, sino en el futuro, cuando hartos de los padecimientos que los mismos anarquistas les han infligido –presumiblemente como sobreañadido a los padecimientos que ya experimentaban como consecuencia del capitalismo– el pueblo diga algo así como: “Oh, ya no damos más con este sistema capitalista que combaten los anarquistas en nuestras propias personas. Suprimamos el capitalismo (y el Estado que lo sostiene) y seamos, mejor, todos anarquistas”. En otra versión la narración podría decir así: la gente vive alienada y no sabe realmente lo que quiere. Sin embargo, ellos, los anarquistas revolucionarios,  lo saben y como aman al pueblo –al pueblo en general, no a las personas concretas, pues esas no valen la pena– le hacen el favor de espabilarlo con unos cuantos bombazos para que tome nota de su propia estupidez y enajenación. Es sencillo. Yo voy alienado en el Metro hasta que, ¡pum!, estalla la bomba y entre los gritos y alaridos propios y de las otras víctimas me digo: “Oh, he perdido los pies, pero al menos ahora no estoy alienado: me he dado cuenta de que lo mejor es destruir el capitalismo”.

Sin perjuicio de la delirante representación de conjunto de este esquema, cualquier persona ve con meridiana claridad la insensatez que supondría que yo dijera que para hacer la justicia en el mundo es necesario matar al azar a unos cuantos inocentes. Lo mismo ocurre si yo le digo que para hacer feliz al “pueblo” (o “la humanidad”, “la raza”, “la nación” o cualquier otro de esos abominables conceptos colectivos que tanto se invocan) necesito matar o mutilar a alguno de sus integrantes.

Como esto no tiene ninguna lógica –y como seguramente un anarquista revolucionario no admitirá que su teoría es falsa–, no queda más que huir hacia adelante, precipitando el Apocalipsis que tanto pregonan (si yo he matado a 15 o 200 personas y no ha tenido lugar el advenimiento del paraíso anarquista revolucionario, es porque no he matado las suficientes; probemos con mil y, así, hasta que la gente se canse y se vuelva anarquista).

Esta misma lógica se puede explicar por otro razonamiento, que Dostoievsky adelanta en Los Endemoniados (cuyo protagonista está inspirado precisamente en Nechayev): todo lo que cae bajo la perfección no sólo no es óptimo, sino que derechamente es perverso. En consecuencia, la existencia de una sola injusticia es suficiente para condenar a la sociedad y sus integrantes en su totalidad. Condenarla y hacerla de nuevo, esta vez “bien”, es decir, tal como los anarquistas revolucionarios creen que debería ser (las dificultades de esa organización ulterior son menudencias, menudencias que, llegado el caso, pueden solucionarse mediante la descripción de coloridas y románticas utopías del tipo “cuando haya de todo para todos en abundancia” o “cuando ya no exista el egoísmo” o con una combinación de ambas; lo importante, por el momento, es destruirla). En consecuencia, como ordinariamente hay injusticias (hay gente que defrauda a otra, hay gente que estafa o mata o explota a otra, etc.) entonces es necesario rehacer el perverso sistema que las permite. Y para juzgarnos cuales ángeles que bajan del firmamento con sus espadas flamígeras, con su discernimiento puro, inflexible e incorruptible (en realidad, inmaduro, obstinado y pueril), están ellos, los anarquistas, que nos castigarán con sus bombazos (y eso de “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra” aquí evidentemente no cuenta, pues ellos pretenden ser juzgados por sus más altas y nobles intenciones, esto es, la salvación y redención de la humanidad y no por lo que realmente hacen, esto es, matar o amputar a algún transeúnte).

En resumidas cuentas, este tipo de anarquismo, como todas las formas de extremismo, es una enfermedad intelectual y moral, y el fanatismo de los “héroes” que lo profesan sembrando bombas en el Metro no es diferente del de los yihadistas que para imponer el reino de Dios en el mundo se deciden a convertirlo por un rato en un infierno (y para demostrar ese fervor pseudoreligioso qué mejor que una cita del mismo Catecismo revolucionario: un revolucionario no es tal “si algo le ata a este mundo”). Quizás los anarquistas chilenos no leen a Necháyev y, en su lugar, se precian de leer autores más edificantes (lo que por otra parte tampoco es difícil) y de más prosapia en la tradición anarquista. No obstante, en la práctica resulta difícil ver las diferencias con Necháyev después de las múltiples bombas y del ignominioso episodio de la catedral de Zaragoza. Como fuere, ninguna sociedad libre y abierta como la nuestra –que lo es, pese a todos sus defectos– tiene por qué tolerar que grupos como este perturben la paz social.


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