Diego Bautista Urbaneja 12 de septiembre de 2014
Hay transiciones que
terminan mirando para arriba y las hay que terminan mirando para abajo
Ante la interrogante que le planteé en
una entrevista al historiador Tomás Straka sobre el significado que para la
trayectoria histórica del país tenían los quince años transcurridos bajo el
predominio personal de Hugo Chávez, Straka propuso la idea de que se trata de
un periodo de transición hacia algo que no se sabe aún qué podrá ser. Hago pie
en esa idea para desarrollar las consideraciones que siguen.
Tomemos pues está noción de la
transición y veamos varias de sus aristas. Para empezar, y eso es bastante
natural, tenemos que Chávez mismo no se veía a sí mismo como un hombre que
estuviera conduciendo una transición, de forma tal que una vez cumplida él se
convirtiera en parte del pasado que habría quedado atrás. No. En los momentos
en que pensara en términos de transición, se veía como el hombre que la
conduciría, la culminaría y permanecería en la cúspide del nuevo estado de
cosas logrado. Muchos piensan que el barinés tenía claro hacia dónde quería ir:
algo así como la Cuba de Castro. Por mi parte creo, al ver esa gestión tan
llena de elementos contradictorios entre sí y tan autodestructivos de sí
mismos, en conjunto tan inviable, que aquel hombre no tenía mayor idea de hacia
dónde quería “transitar”.
Pero ese es un detalle atinente al
hombre que empezó todo esto y que no podrá ver cómo culmina. Es posible que ese
final vaya a ser muy distinto y terriblemente peor de lo que pensó, pero nadie
tiene más responsabilidad que él de que ese vaya a ser el final.
Dos posibilidades
Hablemos ahora de esa culminación.
Cuando se piensa en períodos a los que seguirá algo distinto y superior, y que
en ese sentido se pueden llamar de transición, hay dos grandes posibilidades.
Una, que se trate de períodos en los que se construyen fuerzas nuevas
-sociales, culturales, económicas, políticas- que se van acumulando, hasta que
desplazan al esquema político bajo el cual crecieron, cuando éste se convierte
en un dique que las represa. Al desplazarlo, dan lugar a esquema que permite su
plena expansión. Uno podría pensar en esos términos los períodos que responden
a los nombres de López Contreras y Medina Angarita. Las dictaduras de Gómez y
de Pérez Jiménez también podrían ser vistas a esta luz, aunque su carácter
dictatorial obliga a añadir muchos matices a esa afirmación. En todos esos
casos, se fueron fortaleciendo los elementos que sostendrían futuros esquemas,
superiores -si se les considera globalmente- a los que los incubaron.
Siniestra
Pero está la otra posibilidad, más
siniestra y mucho más exigente para quienes van a recoger sus amargos frutos.
Se trata de las transiciones que son casi puramente destructivas. Transiciones
cuyo “logro” fundamental es destruir lo que había, indiscriminadamente.
Transiciones que arrasan con los sedimentos positivos consolidados por la
historia del país, ladrillos de cualquier futuro valioso, junto con aquellos a
los que en verdad había llegado la hora de ser dejados atrás. Transiciones que
lo meten todo en el saco del “pasado” y los condenan en bloque a la
desaparición, al exterminio. Al final, sociedades exhaustas por el largo
trayecto destructivo, con todo el enfrentamiento que él trae consigo entre lo que
trata de no dejarse destruir y aquello -“la revolución”, por ejemplo- que pugna
por aplastarlo. Trayecto ese que no estuvo acompañado de un proceso paralelo de
construcción que transformara en algo superior aquello que se agrede, o que
creara factores nuevos de reemplazo. Acaban y espantan a los factores de futuro
de una manera que da dolor. Son estas entonces transiciones hacia ninguna
parte. Cuando terminan, no ofrecen delante de sí un camino indicado por lo que
durante ellas se creó, lo que dejan es un paisaje yermo y enconado. Esta
caracterización es la que cabe a la transición -si es que eso ha sido- que
hemos vivido durante los quince años de Hugo Chávez. Lo que estamos viviendo
ahora son las etapas finales del remolino.
Cuál es el camino
Así, pues, hay transiciones que
terminan mirando para arriba y las hay que terminan mirando para abajo. Estas
últimas son las que plantean a las sociedades sus mayores retos. Puesto que lo
que queda de ellas es el cansancio y el debilitamiento, los pueblos que las han
sufrido han de recurrir a sus energías más básicas, a sus valores
constitutivos, a la capacidad de pensar de la que dispongan. Partiendo casi de
la nada, a base de voluntad y convicción, con lo que haya o quede, con mucha
conciencia del punto bajo al que se llegó, han de decidir cuál camino tomar y
emprender con ese rumbo la ruta de la reconstrucción y la reconciliación. Como
nunca, es entonces que los pueblos demuestran de qué son en verdad capaces.
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