Por Chuo Torrealba, 21/09/2014
Ayer sábado 20 de septiembre, en
horas de la madrugada, Iván Simonovis regresó a su casa. Nueve años y 299 días
después desde el momento en que cayó en una prisión tan larga como injusta, “El
Prisionero Rojo” al fin volvió a su casa, al calor de su hogar, al amor de su
esposa, al abrazo de sus hijos. No regresó en libertad plena, como
debiera, ya que él jamás cometió delito alguno, como lo demuestran las actas
del mismo proceso judicial que por presión política terminó insólitamente en
condena. Como informó Bony Pertiñez de Simonovis en su cuenta en la
red social twitter, la jueza de ejecución acordó otorgarle “detención
domiciliaria con apostamiento del SEBIN” a fin de que el comisario reciba
adecuado tratamiento médico. Adicionalmente tiene “prohibición de realizar
actos de proselitismo político, de dar declaraciones a medios de comunicación y
de utilizar redes sociales”. Pero con todas estas injustas limitaciones, el que
esté en su casa es una noticia que millones de venezolanos hoy reciben con
alegría. En los tiempos que corren, una alegría incompleta es muchísimo
más que una tristeza. Y la diferencia se siente en el corazón.
Sobre Iván se ha escrito mucho. Con
seguridad se seguirá haciendo. Su condición de servidor púbico intachable, la
cantidad de vidas que protegió y salvó a lo largo de su carrera profesional, lo
injusto del proceso al que fue sometido (ejemplo claro de aplicación del
llamado “derecho penal del enemigo”) y la forma en que, a pesar de su calvario,
es capaz de expresarse no desde el odio y el rencor, sino desde la fe y el
optimismo convertido en disciplina, garantizan que será mucho y muy bueno lo
que en adelante se escribirá sobre él. Pero hoy queremos dedicar estas
líneas a su esposa.
En efecto, Bony Pertiñez de Simonovis
encarnó durante estos casi diez años la decisión, férrea y amorosa, de no
permitir que su esposo -además del castigo de la cárcel- recibiera la tortura
del olvido. Bony fue bandera de solidaridad y campana de
alerta, motor de actividades y faro de esperanzas. Pero además de eso, de
llevar sobre sus hombros la muchas veces pesada carga de la solidaridad para
con su esposo preso, Bony tuvo que enfrentar también cobardes agresiones contra
sus hijos, menores todos cuando tales agresiones ocurrieron, y contra ella
misma. La ceguera sectaria y el prejuicio ideológico llevo a algunos
compatriotas a niveles críticos de miseria humana, hasta el punto de
agredir una casa donde sólo se encontraban la mujer y los hijos de un preso
político. Pero como la polarización es una enfermedad degenerativa que
ataca no sólo a un lado del cuerpo social, a Bony también le tocó
enfrentar las agresiones verbales, descalificaciones gratuitas y una que otra
procacidad proferidas por supuestos “demócratas” que no le perdonaban que ella
usara todos los recursos a su alcance, “diálogo” incluido, para procurar la
libertad de su esposo preso.
Todo eso y mucho, mucho más, le tocó
enfrentar a Bony Simonovis. Y lo hizo como suelen hacerlo las mujeres
venezolanas: Con garra y con gracia, con abnegación y con elegancia, con
firmeza y dulzura, sin ceder ni un milímetro en la defensa de sus principios y
valores, y al mismo tiempo con la habilidad para vencer los obstáculos que
otros hubieran considerado insalvables. Con su entereza, con su actitud
y conducta, Bony ha obtenido frente a la represión y a la inmoralidad la más
importante de las victorias: la de la moral sobre la fuerza, la de la
generosidad sobre el egoísmo, la del amor sobre la mezquindad bastarda disfrazada
de “Razón de Estado”.
Además de su lucha, Bony Pertiñez de
Simonovis nos da a todos los venezolanos el regalo de su ejemplo. Frente al
gigantesco poder de un Petro-Estado ejercido sin límites éticos ni escrúpulos
morales no es difícil, ciertamente, albergar temor. Pero la gesta de Bony nos
muestra como tener miedo no es motivo suficiente para no hacer lo que hay que
hacer. Tener miedo ante una situación que en efecto constituye una amenaza no
sólo es normal, sino que es propio de la salud: el miedo no es más que una
señal de alarma para la preservación del individuo. Pero una cosa es
“tener miedo”, y otra muy distinta es permitir que el miedo te tenga, te
paralice o, peor aún, te convierta en cómplice del dominador, del carcelero,
del censor, de quien hace uso y abuso del poder.
El preso político que pasó más tiempo
en las cárceles del franquismo fue Fernando Macarro Castillo, más conocido por
su nombre literario, “Marcos Ana”. La dictadura lo acusó de haber cometido tres
asesinatos. En sus memorias, el poeta comentó al respecto: “En mi
caso personal quedé impresionado y perplejo por las acusaciones del fiscal. Me
hacían responsable de hechos sucedidos en Alcalá de Henares por los que ya
habían sido juzgados muchos compañeros y algunos de ellos fusilados. Era la
práctica habitual en aquella época confusa, especialmente en los pueblos:
imputar a los dirigentes más conocidos la responsabilidad de todo lo ocurrido
en el lugar.” Cualquier similitud con hechos recientes,
seguramente no es mera coincidencia…
Preso desde 1938 y liberado en 1961
por las gestiones desplegadas por la entonces recién nacida organización
Amnistía Internacional, los versos de Marcos Ana fueron difundidos en
Venezuela por un grupo de españoles republicanos llamado “Libertad Para
España”, que los publicó en un folleto que tenía el nombre de uno de los
poemas, “Te llamo desde un muro”. En ese pequeño libro había un poema que
debajo del título tenía una breve dedicatoria: “A la abnegada mujer del preso”.
Hoy queremos cerrar estas líneas en homenaje a Bony de Simonovis (en las
que también rendimos homenaje a todas las venezolanas que son esposas, madres,
novias e hijas de presos de conciencia) con ese texto, porque es perfectamente
congruente dedicar a la esposa de “El Prisionero Rojo” un poema titulado
precisamente “Roja Energía”:
“Hacia la vida voy. Mujer, te llevo
como un ala de lumbre a mi costado.
Tus manos, junto a mí, cuenco dorado
de luz y de esperanzas donde bebo.
Oh, palmas clamorosas donde pruebo
el frescor de tu río desvelado.
Honda rama de amor. Dulce cayado
–descanso de mi sien–, verde renuevo.
La fuerza de tu sangre es en mis
venas
un ímpetu de mar, y tu alegría
florece en las laderas de mis penas.
¡Oh, lealtad, amor, roja energía
que puede con el muro y las cadenas
y hasta el viento de espaldas
tumbaría!”
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