RAFAEL LUCIANI sábado 27 de septiembre de 2014
Doctor en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
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La praxis de Jesús tiene consecuencias
importantes para el desarrollo de la vida, tanto personal, como sociopolítica y
económica. Las implicaciones de su mensaje son tales que no podemos ser
cristianos sin discernir sobre el estado de cosas que nos rodean y los
consecuentes procesos de deshumanización que conforman la
realidad social, política, económica y religiosa en la que vivimos. Y en ello,
todos somos responsables, sea por acción u omisión.
Caben muchas interrogantes al discernir cristianamente la realidad: ¿absolutizo a cierta persona, a un modelo económico, a una ideología política?, ¿tengo como centro de mi vida al dinero y el propio bienestar, mientras hablo de solidaridad y justicia?, ¿soy indolente frente al drama de tantas personas?, ¿cómo entiendo la presencia del otro en mi vida?, ¿instrumentalizo el discurso religioso?
Tomemos como ejemplo lo que el mismo Jesús discernió de su época. La cultura política practicada por Herodes se caracterizó por la sumisión al César, produciendo una verdadera idolatría al depositar en una persona el poder absoluto. Los profetas lo criticaron y distintos movimientos lo rechazaron, por considerar que estaba vendiéndose a los romanos para mantenerse en el mando. Jesús denunciaba cómo «los reyes de las naciones dominan como señores absolutos, y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores». Y advirtió a los que le seguían: «que no sea así entre ustedes, sino que el mayor sea como el más joven, y el que gobierna como el que sirve» (Lc 22,25). Colaboracionismo, sumisión, bienhechuría, dádivas: todas estas formas de relacionarse no representan el deseo más querido por el Dios de Jesús, porque deshumanizan y convierten al ser humano en súbdito y objeto de otro.
Pero si el Reino de César no es querido por Dios, y tampoco el modo como Herodes pretendió vivir colaborando con los poderosos, ¿cómo entiende Jesús que debe ser el mundo? Usó un imaginario socio-religioso: la noción Reino de Dios. Este no consiste en un estado privado de vida espiritual o de cosas, como pueden ofrecer las instituciones políticas y religiosas. Es un estado de relaciones, un modo fraterno de estar solidariamente cada uno respecto de los demás, sin imposiciones ni violencias. Y es un modo filial de tratar a Dios con confianza e intimidad como el único absoluto en nuestras vidas. En el reino no hay rey ni milicia, sino un Padre bueno. Y el camino para construirlo pasa por la reconstrucción de la fraternidad perdida.
Al vivir relaciones como la solidaridad, la compasión, el servicio, la sanación de corazones aún no reconciliados, el dar de comer al hambriento y apostar por las víctimas, entre otras, Jesús nos enseña acciones de resistencia a los regímenes autoritarios, mediante un nuevo imaginario socio-religioso. Estas acciones dan sentido y esperanza al abatido y cansado de luchar, a la vez que alivian el corazón y el dolor de los que han sido olvidados y abandonados. Son acciones que unen. Por ello, el Reino es indicativo del modo de estar presente en el mundo y construirlo según lo quiere Dios para todos, y no para unos pocos beneficiarios de una familia, un partido político o una religión.
Doctor en Teología
rlteologiahoy@gmail.com /
Caben muchas interrogantes al discernir cristianamente la realidad: ¿absolutizo a cierta persona, a un modelo económico, a una ideología política?, ¿tengo como centro de mi vida al dinero y el propio bienestar, mientras hablo de solidaridad y justicia?, ¿soy indolente frente al drama de tantas personas?, ¿cómo entiendo la presencia del otro en mi vida?, ¿instrumentalizo el discurso religioso?
Tomemos como ejemplo lo que el mismo Jesús discernió de su época. La cultura política practicada por Herodes se caracterizó por la sumisión al César, produciendo una verdadera idolatría al depositar en una persona el poder absoluto. Los profetas lo criticaron y distintos movimientos lo rechazaron, por considerar que estaba vendiéndose a los romanos para mantenerse en el mando. Jesús denunciaba cómo «los reyes de las naciones dominan como señores absolutos, y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores». Y advirtió a los que le seguían: «que no sea así entre ustedes, sino que el mayor sea como el más joven, y el que gobierna como el que sirve» (Lc 22,25). Colaboracionismo, sumisión, bienhechuría, dádivas: todas estas formas de relacionarse no representan el deseo más querido por el Dios de Jesús, porque deshumanizan y convierten al ser humano en súbdito y objeto de otro.
Pero si el Reino de César no es querido por Dios, y tampoco el modo como Herodes pretendió vivir colaborando con los poderosos, ¿cómo entiende Jesús que debe ser el mundo? Usó un imaginario socio-religioso: la noción Reino de Dios. Este no consiste en un estado privado de vida espiritual o de cosas, como pueden ofrecer las instituciones políticas y religiosas. Es un estado de relaciones, un modo fraterno de estar solidariamente cada uno respecto de los demás, sin imposiciones ni violencias. Y es un modo filial de tratar a Dios con confianza e intimidad como el único absoluto en nuestras vidas. En el reino no hay rey ni milicia, sino un Padre bueno. Y el camino para construirlo pasa por la reconstrucción de la fraternidad perdida.
Al vivir relaciones como la solidaridad, la compasión, el servicio, la sanación de corazones aún no reconciliados, el dar de comer al hambriento y apostar por las víctimas, entre otras, Jesús nos enseña acciones de resistencia a los regímenes autoritarios, mediante un nuevo imaginario socio-religioso. Estas acciones dan sentido y esperanza al abatido y cansado de luchar, a la vez que alivian el corazón y el dolor de los que han sido olvidados y abandonados. Son acciones que unen. Por ello, el Reino es indicativo del modo de estar presente en el mundo y construirlo según lo quiere Dios para todos, y no para unos pocos beneficiarios de una familia, un partido político o una religión.
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