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sábado, 20 de septiembre de 2014

La vida de nosotros, por @Paugamus

PAULINA GAMUS 17 SEP 2014

Así ironizaron los cubanos con el título de la memorable película alemana “La vida de los otros”, del director Florian Henckel von Donnersmarck quien también fue el guionista. La trama se desarrolla en Alemania oriental -la cínicamente llamada República Democrática Alemana- en los casi estertores del régimen comunista. El tema es la persecución de la temible policía política -la Stasi- a cualquier disidencia especialmente la de los intelectuales. ¿El método? La grabación de las conversaciones mediante dispositivos colocados en sus viviendas. La Stasi tenía alrededor de 300 mil funcionarios, entre agentes e informantes, dedicados a la tarea de sembrar el terror mediante delaciones que conducían a la cárcel sin fecha de salida.

Los comunistas alemanes no inventaron esa manera de utilizar el miedo para doblegar a la gente, su escuela fue la soviética. En los tiempos de la URSS había un chiste muy difundido por quienes visitaban ese país, incluidos los comunistas de otras tierras. Decían que en los hoteles había el siguiente letrero de advertencia: “no ponerle agua al florero porque se oxida el micrófono”. El régimen castrista, como buen discípulo del estalinismo, hizo otro tanto en Cuba: reclutó a miles de soplones que controlaban (y controlan) las vidas de sus vecinos e incluso de sus familias, para denunciarlos ante la menor manifestación de descontento o crítica al gobierno.

Grabar las conversaciones telefónicas de los ciudadanos ha sido un vicio de casi todos los gobiernos, valga recordar que en el famoso caso Watergate, los agentes de la CIA que violentaron las oficinas del Partido Demócrata, no solo buscaban robar documentos sino también colocar dispositivos en los teléfonos para realizar grabaciones. Los regímenes autoritarios modernos pueden prescindir de tan numeroso personal y de métodos que ahora lucen rudimentarios como la instalación de micrófonos con cableados y otras complicaciones. Las modernas tecnologías permiten intervenir teléfonos a distancia y piratear correos electrónicos. Y las cámaras de video graban los movimientos de las personas a quienes se quiere imputar algún delito. Como compensación o contrapartida a los abusos militares y policiales, cada poseedor de un teléfono móvil es un testigo de cargo cuando filma las violaciones de los derechos humanos en que aquellos incurren.

En los 80 fue tan abusivo en Venezuela el uso de grabaciones telefónicas para extorsionar o desacreditar a personas con alguna figuración pública, que el Congreso sancionó en diciembre de 1991, la Ley de Protección a la Privacidad de las Comunicaciones. Cometía delito quien grababa y quien divulgaba el contenido de las grabaciones. Los policías solo podían grabar en los casos de delitos contra la seguridad o independencia del Estado, corrupción, drogas, secuestro y extorsión. En cualquier otra circunstancia, debían pedir autorización de un tribunal para realizar las grabaciones. La mencionada ley jamás fue derogada, continúa vigente pero como casi todas incluyendo la máxima -la Constitución de la República-ha sido letra muerta para el gobierno del desaparecido Hugo Chávez y para el actual de Nicolás Maduro.

¿Qué graban los policías del régimen fascista, seudo marxista y militar de Maduro y su camorra? ¿Acaso se interesan por descubrir a los miles de delincuentes que mantienen aterrorizada y bajo toque de queda autoimpuesto a la población? ¿Persiguen a los secuestradores, sicarios, homicidas que descuartizan a sus víctimas, narcotraficantes, contrabandistas de uniforme que trafican con alimentos, gasolina, cabillas hasta la vecina Colombia? ¿Tienen controlados a los pranes que reinan en las cárceles de todo el país y que desde allí ordenan, por sus teléfonos móviles, asesinatos, secuestros y extorsiones? En absoluto, los criminales pueden continuar con sus actividades con la seguridad de que al gobierno poco le importa lo que hagan y deshagan. Las grabaciones del régimen sirven solo para perseguir y encarcelar a dirigentes políticos de oposición y para que la gente común tenga miedo de hablar por teléfono.

Pero ya hasta las grabaciones comienzan a ser prescindibles, la justicia revolucionaria ha dado a luz delitos que no existen en ninguna legislación y cuya supuesta comisión no requiere de testigos o pruebas. Dos alcaldes de oposición, Enzo Scarano, de San Diego, Estado Carabobo y Daniel Ceballos, de San Cristóbal, capital del estado Táchira, fueron destituidos y encarcelados por desacato a una notificación judicial publicada en la prensa. En el caso de Ceballos, el agravante fueron sus conversaciones telefónicas en las que trazaba estrategias políticas con partidarios. El dirigente político y ex alcalde Leopoldo López, está en la cárcel por los delitos de instigación pública, daños a la propiedad e incendio, ambos en grado de determinador. Pero además por tráfico de influencias, lo que se deriva de sus conversaciones telefónicas. Esas singulares imputaciones, sin necesidad de pruebas, han sido fabricadas por la Fiscal general más abyecta en la historia de Venezuela, se merece que la llamen fiscala.

La tapa del frasco ha sido el delito inventando por un diputado ágrafo que gracias a la meritocracia revolucionaria, ocupa la vicepresidencia de la Asamblea Nacional. El nuevo crimen es vandalismo lingüístico y el criminal es el presidente del gremio médico del estado Aragua. Cometió ese neodelito al denunciar ocho extrañas muertes por una epidemia indeterminada en esa región. En un país en el que cada día es más difícil encontrar medicinas y la gente acude al Twitter para suplicar por ellas, en que los hospitales carecen de los mínimos recursos para diagnósticos y tratamientos, en que las clínicas privadas han debido reducir al mínimo las intervenciones quirúrgicas por falta de recursos, hasta de anestesia; el delito es revelar que hay gente muriendo por una epidemia ignota e incontrolada. Hay que agradecer al altísimo que a estas tierras no haya llegado el ébola, la mortandad sería de cientos de miles y las cárceles no alcanzarían para recluir a quienes mencionen la soga en la casa del ahorcado, aunque sea por teléfono.


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