Omar Barboza Gutiérrez septiembre de 2014
Una versión del Padre Nuestro en la
que se sustituye la figura de Dios por la de Hugo Chávez, motiva las
reflexiones contenidas en este artículo.
Quienes ejercen la política como la
vía para llegar al poder como un fin en sí mismo, y no como un instrumento para
trabajar por el bien común, se apartan de su responsabilidad pedagógica de
educar a los ciudadanos con el ejemplo, y más bien, mal utilizan la buena fe o
la ignorancia de alguna gente para inducirla con métodos deshonestos a la
idolatría, como una forma de dominación, en vez de llevar a cabo un buen
gobierno y ganarse el apoyo de los gobernados.
Una mala manera de conservar el poder
para satisfacer la ambición del gobernante y preservar sus privilegios, es
utilizar falsos ídolos con la intención de ganarse el corazón y la fe de los ciudadanos,
lo cual es común en los modelos totalitarios, que impulsan la idea del culto al
Jefe Único, a quien le asignan una connotación de divinidad, tal como ocurrió
en la dictadura de Corea del Norte, donde el dictador Kim IL-Sung se hacía
llamar oficialmente "Nuestro Padre Celestial".
Quienes promueven en nuestro país un
totalitarismo santero, y además pretenden presentarse como revolucionarios
marxistas, sino estuvieran tan influenciados por la falta de escrúpulos,
deberían recordar que Marx era ateo, y por eso llegó a afirmar que la religión
es el opio de los pueblos, sin imaginarse que en la Venezuela de hoy el opio de
nuestro pueblo son los gobiernos que lo traicionan y que para disimularlo
pretenden disfrazarse de religión.
Se olvidan los titiriteros de este
circo, que la traducción política de la idolatría es el totalitarismo que
pretende sustentarse en el poder intentando hacer del Estado, o de un líder, un
dios infalible, todopoderoso, ante el cual los ciudadanos deben sacrificar sus
vidas y su futuro. Asignarle carácter divino a un líder político es un
retroceso a la época de los emperadores o reyes, que decían gobernar por la
voluntad de Dios, y eso les daba derecho a disponer de lo humano y lo divino.
La modernidad se inició cuando se
separó la política de la religión, y cuando, a partir de allí, se establecieron
la libertad y los derechos humanos a nivel Constitucional, incluyendo la
libertad de cultos, tal como lo establece el Artículo 59 de nuestra Carta Magna
que obliga al Estado a garantizar la libertad de religión y de culto.
No hay combustible más explosivo en
favor de las tiranías y la violencia entre hermanos, que la unión de la
política con la religión, como si fueran una sola cosa. En los últimos días el
mundo ha visto escenas escalofriantes, como la decapitación del periodista
norteamericano James Foley en manos del grupo extremista del llamado califato
islámico de Isis. El islam, como la mayoría de las religiones, está integrado
por diferentes corrientes, unas moderadas y modernas, y otras retrógradas,
donde se impone el machismo, la intolerancia y el autoritarismo, que es lo que
el grupo de Isis representa actualmente, y que tiene como meta, mediante la
violencia, la idea cavernícola de imponer Estados teocráticos en todos los países
del planeta a objeto de que la ley islámica, tal como ellos la interpretan, se
convierta en ordenador de la vida en todo el universo; para ellos desaparecen
las fronteras que deben separar la Religión, el Estado y la Sociedad. Esta
locura amenaza hoy gravemente la integridad de Iraq como nación, e incluso,
empieza a amenazar a cualquier país que haga algo para oponerse a sus planes.
Es por ello que cualquier indicio que se presente en algún país civilizado
donde se pretenda unificar lo político con lo religioso debe ser denunciado
como una amenaza para la paz y para la vigencia de las libertades consagradas
en favor de los ciudadanos del mundo.
Para señalar el camino correcto en
esta materia, debemos citar el ejemplo de Turquía que pudo desarrollar un Estado
seglar dentro de una sociedad mayoritariamente musulmana. Su nuevo Presidente,
Erdogan, de creencias islamistas, se somete a las normas, Estado por un lado y
Religión por el otro, esa es una sabia herencia que le dejó a Turquía, Ataturk
padre de esa República.
Culmino estas reflexiones citando a
Simón Alberto Consalvi, quien en su libro "La Guerra de los
Compadres" expresó: "Cuando uno se adentra en ese mundo de falsos
espejos e intenta ir al fondo de las sociedades que se rinden al hombre fuerte,
que olvidan sus propios intereses y los de su país para erigirle estatuas y
monumentos, para endiosarlo y quemarle incienso y mirra en un delirio de
irresponsabilidad colectiva, uno se pregunta si no vale la pena deslindar de
algún modo lo que han sido los dictadores o los déspotas, y la conducta de la
sociedad que los acogió, hospedó e, incluso, contribuyó decisivamente en las
demencias y desmesuras del poder".
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