Por Enrique Krauze, 22/11/2014
La espantosa masacre de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa
ha provocado una indignación social sin precedente desde 1968. Es una reacción
justificada y natural. Dada la historia remota y reciente de Guerrero, la
tragedia tenía fatalmente que ocurrir, lo extraño es que no ocurriera antes y
que las diversas instancias de gobierno no la previeran y evitaran. No todo
México es Guerrero, pero así lo parece ahora.
Guerrero es un Estado rico en playas y recursos naturales (es nuestro
primer productor de oro), pero padece una honda marginación: el 70% de sus
habitantes vive en la pobreza. Su tasa de homicidios, cuatro veces superior a
la media nacional, es la más alta del país, y acaso lo ha sido siempre.
Guerrero fue ingobernable desde tiempos coloniales, acogió muy tarde la
presencia de la Iglesia (su primer obispado es de 1819, casi tres siglos
después de la Conquista) y fue teatro destacado de todas nuestras guerras
nacionales.
En el Diccionario geográfico, histórico, biográfico y lingüístico del
Estado de Guerrero, de Héctor F. López, casi cada página refiere una querella
entre montescos y capuletos, resuelta no con espadas sino con machetes. Su
historia política ha sido una secuela de despojos, golpes, traiciones,
desafueros, desconocimientos, derrocamientos, divisiones dirimidas a balazos y
asesinatos. Desde el 27 octubre de 1849, fecha en que Guerrero nació como
Estado, hasta el año de 1942 en que López publicó su libro, solamente un
gobernador había terminado su período constitucional.
Nada de esto sospechaba yo cuando de niño emprendía con mi familia la
travesía anual de vacaciones al edénico puerto de Acapulco. De pronto, en 1960,
mientras las celebridades de todo el mundo inauguraban el Festival
Internacional de Cine en Acapulco, recuerdo nítidamente la terrible noticia: en
Chilpancingo, capital del estado, había ocurrido una matanza de campesinos.
Para mí, y para muchos mexicanos, fue el fin de la inocencia: la reaparición
del subsuelo violento de México, del México bárbaro.
Aunque el gobernador fue destituido, aquellos hechos impulsaron el
activismo de la izquierda, alentado a su vez por el reciente triunfo de la
Revolución cubana. El foco de ese espíritu revolucionario fue precisamente la
Normal Rural de Ayotzinapa. Fundada en los años veinte, siguió los principios
de la educación socialista y siempre mantuvo una filiación marxista. De esa
escuela surgió Lucio Cabañas, que con amplio apoyo social declaró —igual que
Genaro Vázquez Rojas— la guerra al Estado mexicano.
En toda América Latina, el activismo revolucionario de Cuba enfrentó al
Ejército, al extremo de que, para 1970, ocho de los diez países sudamericanos
estaban gobernados por dictaduras militares. México era una excepción, por el
pacto no escrito establecido con Cuba desde 1959: México fue el único país del
orbe americano que se negó a romper relaciones con Cuba, a cambio de lo cual
Cuba se abstuvo de apoyar a los revolucionarios mexicanos. Eso explica que, en
los años setenta, el presidente Echeverría (1970-1976) abriera las puertas del
país a los refugiados que huían del terror militar de Chile y Argentina,
mientras desataba el terror (sobre todo en el Estado de Guerrero) para acabar
con los focos guerrilleros. En esos años, Guerrero se volvió el estado más
militarizado de México. Tras una década de intensa violencia conocida como la
“guerra sucia”, y tras la muerte de los líderes guerrilleros, a partir de los
ochenta la zona se sumió en una engañosa calma, punteada por nuevos hechos
brutales, como la matanza de Aguas Blancas en 1995.
Con el nuevo siglo, un ominoso protagonista incrementó su presencia: el
narcotráfico. Guerrero era el Estado ideal: una geografía accidentada
(intrincadas e incomunicadas serranías), una ancestral cultura de la violencia,
una sociedad resentida por las secuelas de la guerra sucia y tan pobre —en
algunos sitios— como las zonas más depauperadas de África. Pero algo más atrajo
irresistiblemente al crimen organizado: la corrupción política. En muchos
municipios de Guerrero (y del país) los presidentes municipales y sus aparatos
policíacos cobijan a los señores del narco, se asocian con ellos o, en algunos
casos (como en Iguala), son ellos.
En Guerrero, el Gobierno estatal del PRD, que lleva casi diez años al
mando de la entidad, contempló este vínculo de la política con el crimen sin
inmutarse (eso en el mejor de los casos). El poder federal fue, cuando menos,
omiso e ineficaz. Y el Ejército, que tiene una base importante cerca de Iguala,
inexplicablemente dejó que la alianza perversa asentara sus reales.
La alianza prosperó. Hoy Guerrero concentra el 98% de la producción
nacional de amapola. El presidente Obama citó recientemente un reporte de la
DEA sobre un incremento del 324% en los decomisos de heroína en la frontera,
entre 2009 y 2013. Buena parte proviene de Guerrero. No es casual que Iguala
haya sido el epicentro de la tragedia: una narcociudad exportadora de droga,
gobernada por el crimen.
¿Y los estudiantes? Carecemos aún de información sólida, pero el motivo
de su horrendo asesinato —digno de los campos de exterminio— parece haber sido
este: con sus manifestaciones políticas, sus protestas cívicas y su idealismo
revolucionario, estorbaban al negocio y el poder del presidente municipal y su
esposa (ya capturados), aliados con el grupo criminal Guerreros Unidos. ¿Por qué
matarlos? Por “revoltosos”, declaró uno de los asesinos.
Hace unos años en Monterrey un grupo de sicarios incendió el Casino
Royal y provocó 53 muertos. Esa masacre prendió todas las alarmas. La sociedad,
los empresarios, los medios colaboraron directamente en la renovación integral
de las policías, invirtieron en obras sociales y educativas, fueron exigentes
con el Gobierno estatal y, si no lograron acabar con el problema, lo volvieron
manejable. Algo similar ha ocurrido en Tijuana y aún en Ciudad Juárez. Por sus
niveles de marginación y bajísimo nivel educativo, difícilmente se podrá
replicar el modelo en Guerrero.
México requiere un sistema de seguridad y de justicia que proteja lo
más preciado, la vida humana. La incesante marea del crimen no solo debe
detenerse, debe replegarse por la acción legítima de la ley. Cada día que pasa,
el ciudadano —decepcionado de todos los partidos, los políticos y la política—
se hunde más en el desánimo y la desesperación. Por eso, el Gobierno está
obligado a tomar todas las medidas posibles para refutar a quienes —de manera
injusta— acusan a México de ser un narcoestado. De la solución de fondo a esta
alarmante debilidad del Estado de derecho depende —sin exagerar— la viabilidad
de la democracia mexicana.
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