Por Antoni Gutiérrez-Rubí, 23/11/2014
Las últimas elecciones norteamericanas han devuelto el Senado a los
republicanos y aumentado su diferencia en la Cámara de Representantes. Los
conservadores vuelven, después de ocho años, a controlar ambas Cámaras del
Congreso y lo poco que pudo hacer Barack Obama en sus mandatos —por incapacidad
propia y/o por impedimentos de la oposición y del sistema norteamericano—
parece correr ahora serio peligro. El líder republicano John Boehner ya se
encargó de advertir que el nuevo Congreso trabajará, entre otras cosas, para derogar
algunos artículos claves de la reforma sanitaria, la medida estrella de la
Administración Obama. Y eso que el Tea Party, el movimiento ultraconservador
que nació hace apenas cinco años y que, por un tiempo, supo cómo liderar el
desencanto con el Presidente, no logró vencer en casi ninguna elección
primaria. Pero influyó en casi todas. Esta es una primera lección: las bases
radicales (activas, coordinadas, “conectadas en red”), influyen sobre los
dirigentes moderados que temen perder su posición y representatividad,
concediendo (cediendo, hablemos claro) muchas posiciones a los radicales en sus
discursos y prácticas.
Pareciera que lo pregonado por los teabaggers, como se conoce a
los partidarios del Tea Party, hizo su efecto. La política norteamericana se
polarizó hasta el punto de ocasionar un inmovilismo legislativo insólito —en
los dos últimos años sólo fueron aprobados el 2 %
de los proyectos tramitados—. Lo que queda de 2014 y el próximo 2015,
cuando comenzará definitivamente la campaña, serán decisivos para la política
norteamericana y para la consolidación de esta nueva derecha. Las primarias
republicanas contarán, probablemente, con las candidaturas de los senadores Ted
Cruz (Texas), Marco Rubio (Florida) y Rand Paul (Kentucky), tres líderes afines
al Tea Party.
Mientras en Estados Unidos surgía el Tea Party, en Latinoamérica, las
bases radicales han optado por otras opciones que van desde los golpes blandos
o quirúrgicos, al acoso sistemático (económico, mediático, político, con
fuertes conexiones internacionales) a los gobiernos legítimos con el ánimo de
crear una situación de ingobernabilidad que haga colapsar estos liderazgos
políticos. A inicios del año 2009, en Bolivia se desbarataba un intento de
magnicidio; y, poco más tarde, un golpe de estado en Honduras terminaba con el
gobierno democrático de José Manuel Zelaya. Comenzaba lo que algunos analistas
definieron luego como «neogolpismo»,
una nueva modalidad de irrupción ilegítima que tiene las siguientes
características: bajo nivel de violencia explícita, carácter «institucional»,
promoción de un desgaste gradual y ausencia de una ideología unificadora. A los
casos antes mencionados, se le sumaron luego la intentona de golpe de estado a
Correa en 2010 y el derrocamiento a Fernando Lugo en Paraguay en 2012.
Este neogolpismo blando pretende crear un estado de ánimo y
de situación que hace inevitable un cambio no democrático para garantizar,
supuestamente, la propia democracia. Este neogolpismo estuvo y está capitaneado
por una derecha que dista de la derecha clásica latinoamericana. La editorial
de noviembre de la edición del Cono Sur de Le Monde diplomatique titulada La
Nueva Derecha en América Latina acierta al describirla como
«democrática, posneoliberal e incluso […] dispuesta a exhibir una novedosa cara
social».
En sus inicios, algunos de estos líderes de la nueva derecha fueron
verdaderos outsiders, llegando a la política desde otros ámbitos (en
especial de las oligarquías empresariales) y con poca o nula experiencia en
ella. Y otros, en cambio, fueron verdaderos insiders que mamaron la
política desde niños (algunos hasta crecieron en los palacios de Gobierno, y
que creen que ahora el destino les otorga una oportunidad con la única
legitimidad de una concepción dinástica de la política). Hoy, todos por igual
sostienen un discurso antipolítico, un discurso que está vaciado de ideología y
de contenidos. Liderazgos calculados y diseñados al detalle, muy bien
trabajados en la telegenia y las técnicas del marketing político, con fuerte y
profesionalizada presencia en redes sociales e intensovideoactivismo político.
Discursos juveniles, frescos, cercanos, conciliadores; y estilos personalistas
y mediáticos que encubren una falsa apariencia de ciudadano común.
Su acción política es, esencialmente, pragmática. Tanto que hasta
parece responder a la conocida proclama de Groucho Marx: «Estos son mis
principios… Si no le gustan, tengo otros». Este pragmatismo in extremis explica
la «cara social» de la que hablaba José Natanson en la editorial de Le Monde
diplomatique. Pero no se trata de una cara social genuina… sino más bien de una
careta, una máscara.
Hace poco más de un año, el diario argentino Miradas al Sur
identificaba una estrategia común en muchos de los nuevos líderes de la derecha
latinoamericana: la caprilización.
Esta estrategia, que emula la diseñada por Fernando Henrique Capriles para las
elecciones presidenciales venezolanas de 2013, fue definida por el co-editor
del blog Artepolítica, Mariano
Fraschini, como la «estrategia
política que descansa en una posición discursiva y política que rescata
elementos positivos del gobierno y se erige como la superación del mismo a
partir de ser la solución, más que la oposición».
La nueva derecha latinoamericana, en general, no habla de cambio…
prefiere hablar de renovación, de superación. Promete conservar y, en
ocasiones, profundizar en los logros y en muchas de las medidas de sus contrincantes.
Esto no quiere decir que la vertiente latinoamericana de la nueva derecha tenga
una dosis de progresismo o que sea más sensible que las bases radicales
norteamericanas, sino que los logros alcanzados en Latinoamérica son, de alguna
manera, indiscutibles, inexpugnables. Esta estrategia tiende, en algunos casos,
a introducir elementos de continuismo táctico, pero es una apariencia que
esconde su verdadera naturaleza: que es la alteración radical de los postulados
políticos existentes, que difícilmente se pueden derrotar en las urnas, pero sí
en la mezcla explosiva de hostilidad política que combina redes, medios, calles
y “círculos de poder económico globales”.
En este sentido, la verdadera continuidad y profundización de estas
políticas no puede estar garantizada por quienes son herederos (algunos en
sentido literal) de una era que se caracterizó por la desidia, la dependencia,
la liberalización económico-financiera, la precarización laboral y,
fundamentalmente, por la desigualdad social. La nueva derecha latinoamericana
quiere seducir, se moderniza. Y no dudará en camuflar o esconder su verdadero
rostro. Por eso, para la vieja izquierda, la nueva derecha es un problema.
Serio. Si se quiere combatir la modernidad táctica y técnica de la nueva
derecha latinoamericana van a hacer falta más que consignas, proclamas o puños
alzados. Mejor será alzar las neuronas. Las únicas que pueden ganar (o perder)
frente a estos nuevos fenómenos políticos.
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