Carlos A. Montaner 24 Noviembre 2014
Calma. No hay agravio. La etimología de
mentecato es transparente. Quiere decir “mente captada o capturada”. Me refiero
a eso. Iglesias es un joven político y politólogo español, chavista, que hoy
tiene un sorprendente poyo electoral en su país.
Pablo Iglesias, sin duda, es un
mentecato ilustrado. Seguramente tiene un cociente de inteligencia altísimo.
Como el genial Mussolini, que alcanzaba un puntaje de 175. El problema radica
en qué ideas han capturado tan prodigiosa mente. Las grandes cabezas pueden
estar pobladas de disparates que, cuando se mezclan con una actitud arrogante,
devienen en la terca insistencia en el error, en la negación de la realidad y
en el desprecio por los cerebritos de a pie. Suele ocurrir. Las malas ideas,
cuando se enquistan en neuronas privilegiadas, son más dañinas.
¿Cuáles son las ideas madre –hay ideas
madre como hay células madre– instaladas en la descomunal sesera del profesor
Iglesias que no le permiten observar la realidad con ecuanimidad?
Son varias. La primera tiene que ver con
la desmesurada fe en su propia capacidad intelectual. Pablo Iglesias no conoce
la duda. Predica ex cátedra. Él y su tribu creen saber cuánto deben ganar las
personas, que precio justo deben tener las cosas y los servicios, cómo pueden
funcionar las empresas, qué deben producir para servir a la sociedad, qué se
debe poseer para alcanzar una vida feliz y digna, y en qué punto el patrimonio
acumulado se convierte en una injusticia que hay que cercenar de un certero
tajo fiscal. Prodigioso.
La segunda es también una cuestión de
fe. Pablo Iglesias cree fervientemente en el Estado-empresario que elabora
alimentos, asigna electricidad y comunicaciones, maneja el crédito y gestiona
los ahorros.
Cree en el Estado redistribuidor de
riquezas que extiende una pensión a todas las personas por el mero hecho de
vivir en el país (650 euros). Cree en el Estado planificador que todo lo sabe,
que conoce el presente como la palma de la mano y es capaz de prever el futuro.
Cree en el Estado que castiga implacablemente (ama la guillotina de la
revolución francesa).
Cree que la riqueza se logra trabajando
menos –35 horas a la semana—y por un periodo más breve (60 años). Cree, en
suma, que la prosperidad se logra gastando, no ahorrando e invirtiendo, como ha
hecho la tonta especie humana durante miles de años. Maravilloso.
Pero lo interesante es que Pablo
Iglesias ya ha puesto a prueba sus ideas madre, precisamente en Venezuela,
donde él y su grupo fueron contratados para encauzar de diversas maneras el
“proceso revolucionario”, algo que hicieron durante ocho años a plena
satisfacción de la República Bolivariana –por eso los mantuvieron dentro del
presupuesto durante tanto tiempo–, tarea por la que cobraron nada menos que
tres millones setecientos mil euros: más de cinco millones de dólares.
En ese periodo, de acuerdo con las
memorias de la fundación Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS), que
era la institución que firmaba los acuerdos y recibía los dineros, Iglesias y
sus allegados ayudaron directamente a Chávez a fomentar su revolución desde el
despacho presidencial, a Telesur a crear y divulgar su propaganda, al Banco
Central de Venezuela a desarrollar su política monetaria, al Ministerio del
Interior a manejar sus prisiones (como en la que yace Leopoldo López), al
Ministerio de Trabajo a organizar sus pensiones, y al Ministerio de
Comunicación a no sé qué función exactamente, aunque algún trabajo pudieron
desplegar en el Centro Internacional Miranda, dedicado al adoctrinamiento
político comunista, a juzgar por las palabras de Juan Carlos Monedero en su
conmovido homenaje a Hugo Chávez, en el que recuerda con tristeza la
desaparición del Muro de Berlín, ese monumento al estalinismo.
Es decir, Pablo Iglesias y sus amigos,
de acuerdo a los consejos que aportaban a tan amplio espectro gubernamental, en
gran medida son responsables del caos venezolano, del desabastecimiento que
padece el país, del desorden financiero, del aumento exponencial de la
violencia, del horror de las cárceles, de los atropellos a la libertad de
expresión, de la falta de inversiones extranjeras, del cierre de miles de
empresas, y hasta de la pulverización del Estado de Derecho al proponer,
presuntamente, la eliminación de la separación de poderes en los cursillos de
formación que les daban a los parlamentarios del mundillo del socialismo del
Siglo XXI.
Naturalmente, Iglesias y sus amigos de
CEPS tal vez aleguen que esto no es cierto, que nadie les hizo caso durante los
ocho años que asesoraron a los bolivarianos, o que los convenios, realmente,
eran una fuente de solidaridad revolucionaria, porque ellos apenas colaboraban,
aunque cobraban, pero, en ese caso, incurrirían en un delito semejante al que
hoy la justicia española les imputa a socialistas y populares: financiación
irregular de actividades políticas con fondos provenientes del sector público.
Como me cuesta trabajo creer que
Iglesias y sus amigos forman parte de una casta corrupta, me inclino a pensar
que, realmente, lo que hay que imputarles no es un delito de fraude o peculado,
sino un alto grado de corresponsabilidad en el
hundimiento de Venezuela, precisamente por transmitirles a esos
vapuleados ciudadanos las ideas y los conocimientos equivocados.
En todo caso, es muy probable que Pablo
Iglesias, Juan Carlos Monedero y el resto del grupo, entiendan (como entendía
Lenin) que las revoluciones son así: dolorosas, y devastadoras, como
corresponde a la necesaria etapa de demolición del pasado burgués, lo que
explica la conformidad que muestran con cuanto sucede en Venezuela, postura muy
diferente, por cierto, a la del profesor méxico-alemán Heinz Dieterich y a la
del pensador norteamericano Noam Chomsky, quienes han denunciado los excesos
que convulsionan al país sudamericano.
¿Qué harían Pablo Iglesias, Monedero y
sus amigos si tomaran el control de España? A mi juicio, lo mismo que han
contribuido a hacer en Venezuela. ¿Por qué? Porque no son unos cínicos racistas
que quieren para España algo diferente a lo que aplauden en Venezuela. Quieren
lo mismo. Un Estado fuerte presidido por un grupo revolucionario decidido a
implantar el reino de la justicia a cualquier costo. Quieren acabar con las
estructuras burguesas que acogotan al proletariado, destruir los podridos
partidos políticos tradicionales, encarcelar a quienes se opongan a la voluntad
del pueblo y silenciar a esos medios de comunicación que sólo representan los
intereses de los propietarios. Son mentecatos –sus mentes han sido capturadas
por el error–, como les sucede a todos los fanáticos, pero no hipócritas. Y son, además, ilustrados. Esto agrava las
cosas.
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