PATRICIA SUAREZ 18 de mayo de 2016
Las
investigaciones de posguerra sobre los criminales nazis arrojaron hipótesis
insoportables que poco a poco fueron convirtiéndose en verdades. El “nazi” –si
ésta fuera una clasificación posible que no diferenciara entre SS, oficiales,
soldados rasos, afiliados fanáticos del partido o jerarcas de alto mando– no
tenía ningún signo visible por el cual pudiera distinguirse del resto de la
humanidad. La maldad no se expresa ni en el aspecto físico ni el comportamiento
social en todos los ámbitos de esa persona. Marga, la mujer de Himmler, según
puede leerse en su correspondencia con él, recientemente publicada, era una
mujer enamorada. Y aunque Marga haya puesto en una de sus cartas: “Tengo mucha
suerte de tener un marido maligno que ama a su esposa maligna”, es difícil
pensar que lo haya hecho verdaderamente consciente del peso de la palabra.
Estando en prisión Goering, quien había saqueado media Europa arrebatando sus
obras de arte, se enteró de que uno de los Vermeer que poseía, Cristo y la
adúltera, era obra de un falsificador holandés, Van Megereen. Le dijo a su
abogado que no entendía cómo podía existir tanta maldad en el mundo como para
falsificar una obra. La hija del sanguinario Klaus Barbie relata en un
documental que a su papá le gustaba reunirse debajo del pino de Navidad con los
niños y cantar villancicos: “Era un buen papá”. No fue más tranquilizador el
ensayo de Hanna Arendt de 1963 Eichmann en Jerusalén , donde acuña la expresión
“banalidad del mal” queriendo significar la grisura, indiferencia y obediencia
con que Adolf Eichmann mandaba a la muerte a miles de judíos a Auschwitz,
excusándose en que “yo sólo controlaba la puntualidad de los trenes”.
La
línea general de pensamiento sobre delincuencia sostenía, hacia la década del
30, que los desórdenes de personalidad desencadenaban buena parte de la
actividad criminal. Estos desórdenes incluían comportamiento antisocial,
narcisismo y paranoia. En conclusión, el crimen había pasado a convertirse en
un problema médico. Mantengan saludable la mente de las personas o cúrenlas
apropiadamente y no habrá crimen. En 1945, en la Cámara de Representantes de
los EE.UU., la congresista Emily Taft Douglas exhortó al Tribunal Militar
encargado de los juicios: “No sabemos nada sobre crímenes de guerra. Sabemos
algo específico sobre atrocidades pero no comprendemos la psicología de los
crímenes de guerra. Estos crímenes fueron cultivados por una enfermedad
psicológica que debemos llegar a entender porque, de otra manera, no podremos
lidiar con ello en el futuro”. Los estudios del nazismo dieron pie a un nuevo
modo de ver al psicópata: había nacido el genocida.
El
nazi y el psiquiatra , el libro de Jack El-Hai donde reseña las investigaciones
que hizo el Dr. Douglas Kelley trabajando como psiquiatra con el primer
contingente de prisioneros nazis por crímenes de guerra, entre ellos Hermann
Goering, el hombre con más títulos y estrellas después del propio Hitler
–incluido el título de sucesor del Reich–; Alfred Rosenberg escritor y
adoctrinador de la cultura y filosofía nazis, Julius Streicher, director del
periódico antisemita Der Stürmer , funcionario de alto nivel del partido y
gobernador de Franconia; Robert Ley, director del Frente de Trabajo Alemán,
después que se dispusiera la eliminación de cualquier sindicato de trabajo; Von
Ribbentrop; Ernst Kaltenbrunner, líder de la Gestapo; y más adelante Rudolf
Hess. El psiquiatra se dispuso a escucharlos prescindiendo de enjuiciarlos por
sus crímenes de guerra, si esto fuera posible, para poder elaborar un informe.
Quería trabajar como el biólogo con sus ratas de laboratorio. Su primer
“cobayo” fue Goering, al que tuvo que curar de su adicción a un derivado de la
morfina. Cuenta el informe que cuando Goering cayó prisionero tenía un estuche
de piel con veinte mil pastillas adentro, que él decía eran para su tratamiento
del corazón. En busca de si hay una “mente nazi”, Kelley los sometió al test de
Rorschach y llegó a la conclusión de que eran individuos con rasgos neuróticos
o perversiones, que pudieron tal vez incrementar su sadismo y sus ansias de
poder, pero que de ningún modo son la causa de los crímenes cometidos. El mismo
Hitler fue analizado hasta el cansancio a través de sus libros y los hechos
históricos, en el cual se llega a la conclusión de que era un neurótico
profundo, con tanto miedo a morir –en ocasiones, de cáncer de estómago, como su
alma máter Napoleón Bonaparte– que llegó a adelantar campañas militares para
verlas y gloriarse de ellas. Fuera de Robert Ley, que padecía daño cerebral,
Kelley infomó que no había ningún loco de remate. “La demencia no explica a los
nazis”, escribió. “Ellos solamente eran, como lo somos todos los humanos,
criaturas producto de su propio ambiente; y también eran –en mayor grado que
los demás seres humanos– creadores de ese ambiente.” Al comienzo, los dichos de
Kelley explicaban que Hitler hizo que toda una raza pensara con el tálamo y no
corticalmente, y esto hizo que el pueblo sucumbiera ante Goebbels, Streicher,
Ley y los otros propagandistas. Esta explicación de Kelley quizá satisfaga a
los fans de las neurociencias; no obstante cayó en saco roto. No era una
explicación lo suficientemente buena.
Si
bien Kelley había leído el estudio de un antecesor, Is Germany Incurable?
, del
psiquiatra estadounidense Richard Brickner, de 1943, no estaba del todo de
acuerdo con él. Brickner postula que “la nación alemana, y con ella el régimen
nazi, sufría de paranoia, la única condición mental que asusta incluso al
psiquiatra mismo porque, a menos de que se atienda, puede terminar en
asesinato. El asesinato es el resultado lógico de su particular visión del
mundo. La gente paranoica sufre de megalomanía, que es la necesidad de dominar
a otros; delirio de persecución, y una obsesión de adulterar el pasado para que
coincida con su visión del mundo. El fascismo, la agresión y el antisemitismo
eran, por tanto, sólo síntomas de lo que aquejaba a la Alemania nazi”.
Kelley
disentía en un punto bastante importante para entender el poder: eran
individuos más semejantes a los directivos de una empresa que a vulgares o
extraordinarios enfermos mentales. Esta gente dirigía una empresa, la Tercer
Reich Inc., con su sector de directivos, su plantel de intelectuales y publicistas
y otro plantel que coordina que las reglas se cumplan. La mayor parte de la
empresa eran adictos al trabajo. Trabajaban como esclavos fanáticos en su tarea
de nazificar el mundo, y “es terrible que nosotros no tengamos tanta energía
para dedicarnos a lograr que la democracia funcione”, opinó Kelley.
En una
de sus conferencias en los EE.UU., luego de la ejecución de los criminales en
1946, Kelley hizo hincapié en que “son gente que existe en todos los países del
mundo. Sus patrones de personalidad no son oscuros, pero tienen intereses
peculiares, desean obtener poder. Y si ustedes dicen que aquí no hay ese tipo
de gente, yo estoy casi seguro de que, incluso en los EE.UU., hay quienes con
gusto escalarían sobre los cadáveres de la mitad de sus compatriotas si eso les
permitiera obtener el control sobre la otra mitad, y que son las personas que,
actualmente, sólo se dedican a hablar, las que utilizan los derechos de la
democracia de una forma antidemocrática”.
¿Cuál
era la solución que el Dr. Kelley proponía ante semejante amenaza constante y
propia, quizá, de la condición humana? Estimular a la mayor cantidad de gente a
votar y educar a los votantes para elegir de forma crítica y no siguiendo
reacciones emocionales fuertes. “Negarse a votar por cualquier candidato que
aprovechara las creencias religiosas y la raza de cualquier grupo para hacerse
de ‘capital político’, o que hiciera referencias directas o indirectas a la
raza y al patrimonio cultural o moral de sus oponentes.” Después de la lectura
del material, para aquellos interiorizados o no en la temática, nada más les va
a quedar un amargor en la mente que los llevará a suplicar al cielo que nunca
tengamos la necesidad de un Dr. Kelley, que el pensamiento crítico cambie los
movimientos de un país como el nuestro, tan pasional y que mira con buenos ojos
todo arranque de pasión.
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