Por Gregorio Salazar
Ya el caudillo tiene su
bronce, sí señor. Imponente bajo el reverberante sol de Margarita relumbra como
oro hasta encandilar a los transeúntes, que en su rededor ven cómo se desvanece
la paradisíaca isla de la fantasía de la cual se hizo escenario de utilería
para la cumbre donde Maduro fue ungido como Rey (desnudo) del Universo.
De manera que el caudillo de
Sabaneta merece una estatua. Quién lo diría. Obvio que no podía ser una estatua
cualquiera, sino una que atrapara para la eternidad el gesto inmortal que
resume la epopeya magnífica bajo cuyos designios las actuales y futuras
generaciones de venezolanos viviremos y venceremos, si es que acaso por estos
tiempos comeremos.
El prócer ha quedado
perpetuado, en un rapto de sublime inspiración del artista, con el índice
enhiesto y apuntando a los confines más remotos de la Vía Láctea. ¿Cómo olvidar
tan ambicioso apéndice? Quién no recuerda que con ese mismo dedo se cumplió la
apoteosis del ¡Exprópiese! ¡Exprópiese! ¡Exprópiese!, apuntado de norte a sur y
de este a oeste de la Plaza Mayor. Qué importa que estuviera rodeado de
edificaciones municipales o religiosas. Lo importante era la espectacularidad del
desborde de poder y el despojo. Pero cayó “La Francia”, el bastión de prendas y
relojerías más importante del país, capitalismo puro, y eso por sí sólo merece
una y hasta dos estatuas. Allí está, convertida en covacha para escarmiento de
los mercaderes.
Así es, una estatua para el
comandante. Esperamos que el metal escogido esté a la altura del compromiso
porque estamos hablando nada menos que de la falange, la falangina y la
falangeta más estelarmente articuladas y mejor dotadas (Jackie Farías dixit) de
nuestra historia. Desde el centro de Porlamar, fantaseamos nosotros, señala el
punto más alto del universo, donde tiene asiento la gloria inmarcesible que
siempre buscó. Y a cuya misma altura gravitan también cosas más insignificantes
y despreciables, esas que sólo interesan a los vulgares mortales, como el
precio de la carne, la leche, los huevos y las caraotas, el índice
inflacionario y el valor del dólar.
Enemigos de la patria, a
propósito del nuevo monumento, han recordado las estatuas de “El Saludante” y
“Manganzón”, que se hizo erigir Guzmán Blanco y que fueron derribadas más de
una vez y arrastradas por las calles de Caracas. Le vaticinan ese triste final.
Con la diferencia que Guzmán no las necesita. Dejó en el centro de la capital
el Capitolio Federal, el Teatro Municipal, la Iglesia de Santa Teresa y la de
Santa Capilla, sin cuya presencia el casco histórico de la ciudad tendría muy
poco que ofrecer a los turistas. Después de 17 años de revolución, su único
legado en los mismos predios es la rancia poza de orines de la esquina de La
Bolsa, a escasas dos cuadras del despacho del alcalde-estratega.
A lo mejor será un homenaje
imperecedero. A lo mejor el paso de los siglos dejará sobre sus pliegues
metálicos esa pátina verde que ennoblece las efigies de los héroes y dioses de
la antigüedad. Pero siempre hay que dejar una mínima posibilidad de que no sea
así. Me explico: a lo mejor esta atribulada nación no sobrevive a su obra y a
la de sus seguidores y el destino del bronce será rodar por las playas de
Margarita, lo mismo que la Estatua de la Libertad, en medio de una
sobrecogedora devastación, en las últimas escenas de El Planeta de los Simios.
Lo que sí me parece prudente
es asignarle vigilancia las 24 horas para ponerla a salvo del fervor popular.
Serán muchos los margariteños que querrán llevarla a su casa, instalarla en el
corral o en una capilla y rendirle culto en privado. Vendrán con guinches,
guayas o cadenas engarzadas en grúas o vehículos de alta tracción. O la halarán
por un mecate pegado a una pata lo mismo que cuando jalan mandinga. Si ese
frenesí de amor se desbordara todos a una, como Fuenteovejuna, a lo mejor hasta
la derriban. Y es tanto el agradecimiento del pueblo que, créanme, estoy más
que convencido de que ese día pronto llegará.
25-09-16
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