IBSEN MARTÍNEZ 27 de septiembre de 2016
Nicolás
Maduro ha afirmado, previsiblemente y con estulto énfasis, que la paz en
Colombia es obra por completo atribuible a Hugo Chávez. Tamaña mentira me lleva
a abordar un tema nada irrelevante a la hora de tratar de entender qué (nos)
pasa, hoy por hoy, en Venezuela.
Me
resulta inexplicable la dificultad que enfrenta la oposición venezolana a la
hora de juzgar el histórico momento que atraviesa la nación vecina. Demasiados
venezolanos opositores al chavismo, tanto políticos de oficio como ciudadanos
del común, desestiman las positivas consecuencias inmediatas y futuras que la
ratificación, por vía plebiscitaria, del acuerdo de paz entre las FARC y el Estado colombiano con
toda seguridad han de tener en la resolución de la devastadora discordia que el
chavismo ha instaurado en mi país.
Cierto
que los arteros tejemanejes del chavismo para aplazar el referéndum revocatorio hasta 2017 absorben
toda la atención, no solo de los miembros de la MUD (Mesa de Unidad
Democrática), sino del ciudadano común que, indignado, ve cómo la arbitrariedad
de Maduro y la panda de generales corruptos (cuando no capos narcotraficantes)
e indignos funcionarios civiles atropella los más elementales derechos humanos
y políticos de los venezolanos.
Tener
que confrontar, día a día, a mano desarmada, nuevas y más ultrajantes
arbitrariedades, ciertamente no deja tiempo de mirar con detenimiento lo que
ocurre en el vecindario, pero igual resulta no solo triste, sino muy grave, que
persistan en la opinión venezolana tantas percepciones equivocadas, tantos
equívocos y, digámoslo de una vez, tanto rancio prejuicio xenófobo contra Colombia y sus
ciudadanos.
Enumerarlos,
clasificarlos y tratar de rastrear sus orígenes, desde la ya remota querella
que en 1830 condujo a la disolución de la Gran Colombia —esa “ilusión
ilustrada”, como la llamó el prematuramente extinto pensador venezolano Luis
Castro Leiva—, hasta las vociferaciones con que Hugo Chávez atribuía a Álvaro
Uribe protervas vinculaciones con el general Santander y el atentado contra
Bolívar en 1828, sin olvidar los abstrusos diferendos limítrofes de principios
del siglo pasado que tanto desvelaron a militares y demagogos venezolanos y
alentaron la xenofobia anticolombiana, es asunto tan de tejas arriba
que excede mis capacidades y las de estas 600 palabras de
mi bagatela semanal.
Pero
algún día, y pronto, harán bien las élites intelectuales venezolanas, en
especial las que se ocupan del quehacer político, en abocarse a ello. Por
modesta que sea mi experiencia, sé positivamente que leer y pensar intensamente
en torno a Colombia me ha llevado a entender mejor muchas cosas de Venezuela.
Y, por cierto, hay mucho, muchísimo más que entender que lo que trae el manido
y mezquino epigrama, atribuido, con razón o sin ella, a Simón Bolívar:
“Venezuela es un cuartel, Colombia una universidad y Ecuador un convento”.
Parafraseando
al poeta estadounidense Allen Ginsberg, he escuchado a los mejores cerebros de
mi generación despachar a Santos, De la Calle, Jaramillo, Gaviria y Holguín
como ingenuos embaucados por unas FARC cuyo proyecto es instaurar una Gran
Colombia castrochavista. Me preocupa la propensión de tantos opositores
venezolanos a simpatizar, sin mayor examen, con Uribe hasta el punto de
olvidar cuánto lo asemejó a Chávez su desprecio a las instituciones y
a la norma constitucional de su país. Pero afirmar, como lo he escuchado en
Caracas de labios de muy caracterizados líderes opositores, que Juan Manuel
Santos es un tonto útil de Nicolás Maduro desafía toda ecuanimidad.
Duele
advertir que quienes padecen la vocación tiránica, esencialmente violenta, del
chavismo piensen que una victoria del no en Colombia pueda
contribuir a la normalización democrática y a la reconciliación en Venezuela.
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