Cármen Beatriz Fernández 18 de diciembre de 2016
Hace
década y media, cuando la batalla contra el chavismo ya se vislumbraba como una
larga marcha, un amigo querido que hoy es importante dirigente nacional, hizo
una afirmación visionaria: "al chavismo no lo sacará quien ataque más
fuerte, ni el que grite más alto, lo sacará quién sople en el momento
oportuno". Tenía razón. Lo que no atinó a predecir, y probablemente era
imposible hacerlo entonces, era que cuándo llegase el momento no habría quien
soplase. Tras un sufrimiento prolongado, tras años de frustración, tras tantos
altibajos emocionales, tras tantas guerras psicológicas, la oposición parece
haberse quedado sin aliento para dar el soplido final.
Hace
un año creíamos estar viviendo la última batalla: en Venezuela se produjo desde
la victoria opositora del 6D un choque de poderes muy claro, una confrontación
institucional que cada uno de los actores en conflicto trató de trasladar la
contienda al tablero en el que tenía mayores ventajas. La Unidad trató de
trasladar el conflicto político a la calle y al parlamento, mientras que el oficialismo
intentó llevarlo al seno del resto de las instituciones públicas, donde tiene
casi total control.
Tras
establecerse el pasado mes ese espacio de diálogo encabezado por el Vaticano se
aceptó tambien, de forma implícita, trasladar el juego al tablero donde mejor
jugaba el gobierno. Fue muy desventajoso para la Unidad el "timing"
de ese diálogo. Quizás estaba fuera del alcance de la MUD el encontrar un
momento más oportuno, lo que sí estuvo dentro de las culpas de la Unidad fue el
no encontrar las fórmulas para que el espacio del diálogo no funcionara como
una desmovilización.
Creo
que no había más remedio que sentarse al diálogo. La Unidad había estado
pidiendo por el Vaticano como mediador, como también lo había demandado el
gobierno. No hubiera podido justificarse el no participar en esa convocatoria
al encuentro. El problema fue que SI del Vaticano llegó en vísperas de lo que
se había anunciado como una muy importante y culminante movilización popular y
tras apartarse el gobierno de manera flagrante y muy notoria del camino
constitucional el día 20 de Octubre con la suspensión del RR.
El
pecado de la Unidad no fue sentarse al diálogo, sino paralizar las
movilizaciones de calle. "Tanto diálogo como sea posible, tanta calle como
sea necesaria" ha debido ser un mantra opositor, pero no se hizo así. En
este juego suma-cero en el que se concibe la política venezolana, la ganancia
de uno de los contendores implica la pérdida del otro y el gobierno ha ganado
el tiempo que quería, al tiempo de evidenciar las fisuras en el seno de la
Unidad. Puede que hayan ayudado algunos manejos non-santos por parte de actores
opositores de dudosa reputación, como sugirió recientemente Henrique Capriles,
pero la pregunta relevante es ¿por qué esos actores han tenido la capacidad,
por delegación expresa, de terminar siendo articuladores del naufragio?
Venezuela
no debería ser un juego suma-cero. Mucho peor que el hecho de que la Unidad
haya perdido este round, es que lo haya perdido nuestro país, como un todo. Si
este diálogo no sirvió para aminorar la tragedia sociopolítica que se cierne
sobre Venezuela, entonces fracasó. Ese debe ser el principal baremo para juzgar
al diálogo. La política hay que
entenderla como la oportunidad de diseñar soluciones a los problemas sociales y
económicos. No son dos planos diferenciados el político del socio-económico, ni
es aceptable que se diga que las soluciones políticas van a un ritmo mucho más
lento que los apremios sociales.
Hace
un año se entendió la victoria del 6D como el inicio de la transición política.
Y en buena medida parecía que se iba encaminado a ello. Se olvidaba sin embargo
que las transiciones ni son automáticas ni se dan por decreto. Para que exista
una transición política tiene que darse una triple coincidencia: 1) crisis o
conmoción nacional, que la tenemos 2) fracturación del poder dominante, que
existe en alto grado aunque intente disimularse, y 3) necesaria unidad de las fuerzas
opositoras, elemento donde la Unidad acusa fallas visibles.
“A
veces hay que doblarse para no partirse”, dijo a inicios del período
legislativo Henry Ramos Allup, y parecía estar dispuesto a hacer política en
serio y no sólo política de reflectores. No fue así. Hacer política es lograr
compromisos y acuerdos, algunos visibles pero otros, los más, invisibles al
gran público espectador. Cuando la
oposición decidió acatar la cuestionable decisión del Tribunal Supremo y volver
al Parlamento con tres diputados escamoteados lo ideal hubiera sido lograr un
acuerdo con tres diputados del oficialismo para construir una nueva mayoría de
las 2/3 partes con tres diputados tránsfugas, y a partir de allí recomponer los
poderes institucionales del país, TSJ incluido.
Era el
momento, estaba dada la oportunidad, es de suponer que había actores dispuestos
a ser parte de la nueva mayoría. Y no se hizo. Debatiéndose sobre si era mejor
tener 112 diputados en la calle o 109 en el hemiciclo, la oposición venezolana
tuvo la madurez de sortear un primer choque de poderes y conducir el diálogo a
su espacio institucional natural, pero no supieron, no pudieron o no quisieron
horadar el bloque del adversario. Consideraciones semejantes pueden hacerse en
relación al TSJ, las FAN, y todas y cada una de las instituciones públicas
donde el oficialismo cree ser amplia mayoría.
La
oposición recibirá el 2017 disminuida en el afecto público y bastante más
desunida de lo que estuvo durante todo el 2016. El gobierno logró convertir al
Referéndum Revocatorio en un eunuco, con costos mínimos, tal como ha apuntado
mi colega Angel Alvarez. Y lo que es quizás peor: la situación de hoy en el
ánimo de la sociedad, y particularmente en el estado de ánimo opositor, es
infinitamente peor que la que tenía hace exactamente un año tras la victoria de
la Unidad en la elección parlamentaria.
Sin
embargo el oficialismo no las tiene todas consigo. Tiene una crisis
socioeconómica gigantesca estallándole en las manos y tiene todos los
incentivos para que luego del 10 de Enero se desaten las luchas intestinas en
su seno. La sociedad venezolana ha entendido mayoritariamente que el cambio es
necesario. La transición terminará ocurriendo de una u otra manera, bien por la
deseable vía electoral, o por las malas. Pero hoy el estado de ánimo de parte
importante de la sociedad es la desesperanza por la falta de atisbos de
soluciones institucionales que permitan salir del atolladero. Un surmenage
tremendo que acumula muchos años de estrés, más muchos meses de carencias
básicas. El agotamiento físico sumado a la frustración que conduce a un
desánimo paralizante.
El
cambio es un anhelo, y un consenso nacional, pero para que se de el cambio no
basta con estar viviendo una terrible e injustificable tragedia socio
económica. Deben darse dos condiciones adicionales en simultáneo, repito:
1. Que se
evidencia una división oficialista, que implique que una parte del chavismo, la
más honesta, ayude a encontrar una solución institucional.
2. Que la
Unidad sepa mantenerse unida pese a sus naturales diferencias. Unidad de propósito en el activismo y unidad
perfecta en lo electoral (cuando haya finalmente un desenlace electoral). Ambas
implican una madurez importante de quien aspire a verdaderamente dirigir el
liderazgo opositor.
El
cambio no llegará por un acuerdo en una mesa de diálogo, sencillamente porque
la democratización de una sociedad nunca ha sido la concesión graciosa de un
dictador. Si en Venezuela la clase política no interpreta correctamente el
estado de ánimo de la sociedad, y más aún, si no lo ataja, le espera una crisis
de representación terrible. Visualizar la ruta posible para una esperanza
realista es no sólo posible, sino absolutamente necesario para salir de este
surmenage que nos embarga.
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