Por Héctor Silva Michelena
¿Cuáles el valor de escribir
cuando la sangre de nuestros hermanos corres por las calles? Recuerdo al gran
Kotepa Delgado: “Escribe, que algo queda”, por eso me aferro a la letra e
insisto. A pesar de la bestial represión, del crimen y el terror. La
angustia y la sangre que aúlla en las calles. La hambruna, las enfermedades sin
medicinas, la inflación destructiva, la inseguridad personal, la muerte
epidémica, han generado un aumento de 65,79 por ciento de muertes maternas y de
30,12 por ciento de muertes infantiles, en un solo año, 2015-2016, según el
último Boletín Epidemiológico del ministerio de Salud. Este nuevo “impasse”
causó la destitución de la ministra Antonieta Caporale y su reemplazo por Luis
López, hombre del siniestro El Aissami.
Desde la oscuridad de las
tumbas donde yacen nuestros hermanos nos llegan los gritos de ¡libertad! Todo
ser consciente, más acá de su ideología, ha comprendido el significado perverso
de ese decreto donde el presidente convoca a una Constituyente, “con
la finalidad de primordial de garantizar la preservación de la paz del país”,
etc., amenazada por factores antipatrióticos que quieren “romper el orden
constitucional” (¡!). ¡Oh, cinismo! No tengo que demostrar la grave
inconstitucionalidad de ese decreto: ya nuestros constitucionalistas, en las
Universidades serias y en las Academias, y en el mundo occidental, la han
puesto de manifiesto. Sólo diré que basta con saber la diferencia ente
“iniciar” y “convocar”: el presidente y otros actores,
pueden iniciar el proceso, pero sólo el pueblo, “depositario del
poder constituyente originario, puede convocar tal Asamblea “con el
objeto de transformar el Estado, crear un nuevo ordenamiento jurídico y
redactar una nueva Constitución”.
Todo demócrata ha entendido
que la ilegal e ilegítima convocatoria discrimina a los habitantes de
Venezuela: el pueblo es el vigilado y controlado por el gobierno, llámense
comunas, consejos comunales o de trabajadores, quienes son los “nuevos sujetos
del Poder Popular”, que nos conducirán a un Estado de la Suprema Felicidad
Social”. Este disparate supremo oculta, no una sana utopía, sino la pretensión
de imponer unas bases comiciales propias de regímenes totalitarios de tipo
fascista. Recordemos memoria.
Fascismo es el nombre de un
movimiento político y de un régimen totalitario surgido hacia 1919 en Italia,
que inspiró el nazismo, y el estalinismo, llevando a la Humanidad a los peores
momentos de su historia, con la exacerbación de los prejuicios raciales,
partidistas e ideológicos y al estallido de la Segunda Guerra Mundial, que
costó 34 millones de vidas. La palabra italiana fascismo surgió en 1919,
derivada del italiano fascio (grupo), tomada del bajo latín del siglo
xii fascium, procedente del latín clásico fascis, que significaba
‘haz de leña’ o ‘puñado de varas’, pero que en las postrimerías del siglo xix
se usó con el sentido de ‘organización política’. Los lictores romanos usaban
el fascis para azotar a los culpables de algún delito, pero
finalmente el instrumento de tortura acabó por convertirse en símbolo de
autoridad e insignia del cargo de lictor: un haz de palos de abedul u olmo
(símbolo del poder del castigo) alrededor de un hacha (símbolo del poder de la
vida y la muerte), atados con tiras rojizas de cuero.
Nunca, en mis más de ocho
décadas de vida, había vivido tan lúgubre perspectiva. Me pregunto: ¿en qué
tipo de país vivimos? ¿Llamamos a esto socialismo? Los recientes
acontecimientos confirmaron mi convicción: la tentación totalitaria se cierne
sobre nosotros. ¿Qué es el totalitarismo? Es el dominio absoluto de una
sociedad ejercido por el Estado, articulado con mitos sobre el pueblo soberano.
Hannah Arendt definió su propósito: “El designio totalitario de conquista
global y de dominación total ha sido el escape destructivo de todos los
callejones sin salida. Su victoria puede coincidir con la destrucción de la
Humanidad; donde ha dominado, comenzó por destruir la esencia del hombre”. Y en
efecto, el gobierno, perdidas sus bases votantes, y desnudado por el “impasse”
de la Fiscal, al verse en un callejón sin salida pidió socoro a Cuba: parió la
Constituyente.
Como escribió el sociólogo
Tulio Hernández, hace unos años: “Cuando en la política el debate de ideas y
proyectos es sustituido por condenas morales y principios de fe, y cuando las
palabras se usan intencionalmente fuera de contexto hasta vaciarlas de su
significado, es porque el pensamiento totalitario ya llegó o anda rondando.” Y
eso es lo que está ocurriendo en Venezuela. […] toda la élite del poder rojo,
debe saber a ciencia cierta que -como bien lo ha explicado Humberto García
Larralde, en su libro El fascismo del siglo XXI– el fascismo es básicamente
una práctica política orientada al dominio de la sociedad desde el Estado a
partir de un conjunto articulado de mitos sobre el pueblo, lo patriótico, lo
nacional y la superioridad étnica con el propósito de crear un ‘nosotros’ que
debe defenderse de los ‘otros’, los que piensan y son diferentes, quienes
representan un peligro y, por tanto, deben ser eliminados ya sea política,
moral, ideológica y, cuando sea necesario, físicamente”.
Lo veo y lo siento en carne
viva. Algunos objetarán estas reflexiones. Pero, en este sentido vale la pena
traer al tapete al gran filósofo francés, Claude Lefort, fallecido en octubre
de 2010. En su prolífica obra Lefort da al pensamiento un motivo para
reconciliarse –y de paso reconciliarnos– con el acontecimiento clave que marcó
a su tiempo y generación: el totalitarismo. El pensador nacido en 1924,
sostiene que el fenómeno totalitario no surgió del vacío; no es fruto de seres
malignos o mentes sádicas con complejos de inferioridad, ni tampoco es una
forma velada que asume el Gran Capital o una casta burocrática para reafirmar
su dominación sobre el proletariado. El totalitarismo, por el contrario, es la
experiencia sociopolítica que define al siglo XX. No existe, según Lefort, otro
acontecimiento que haya puesto a prueba de manera más palpable el sentido de lo
humano y de lo inhumano, de lo justo y de lo injusto, como el totalitarismo.
Todo es posible en la sociedad totalitaria. Nada del más acá le resulta ajeno.
Claude Lefort no comparte el
optimismo de aquellos que afirman que el totalitarismo ya fue depositado por la
democracia en el basurero de la historia. Desde su mirada, la democracia
moderna no ha encontrado en el presente ni encontrará en el futuro la vacuna
contra el virus totalitario. Siempre que la incertidumbre que activa la
sociedad democrática deviene insoportable por razones políticas, económicas o
sociales; siempre que el deseo de pensamiento es sustituido por una exigencia
desmesurada de creencia, aparece en el horizonte inmediato el fantasma
totalitario. Nada sencillo resulta vivir en una forma de sociedad en donde no
existen garantías últimas sobre el sentido del poder, el derecho y el saber
sino todo está sujeto a una invención permanente. La democracia, en clave
lefortiana, es una sociedad que requiere inventarse a sí misma de manera
constante o el riesgo de retroceder al totalitarismo es inevitable.
Y es este riesgo inminente el
que han comprendido quienes apelan a la calle, su única vía clara, y arriesgan
sus vidas, su trabajo, sus estudios, la tranquilidad de sus familias. De
consolidarse en Venezuela, los costos humanos serían inmensos. Stephane
Courtois, coordinador de Le libre noir du communisme. Crimes. Terreur,
répresion, Éditions Robert Laffont, París, 1997, calcula el número de víctimas del
totalitarismo comunista entre 95 y 100 millones de personas, lo que representa
un 50 por ciento más que las muertes causadas por las dos guerras mundiales.
Revivirlo es desafiar el dictamen de la historia: un fracaso económico y un
nuevo genocidio. Insistir en semejante designio es entrar en la locura,
definida como el acto de repetir lo mismo una y otra vez, esperando obtener
resultados distintos.
Maduro conjura al poder
originario del pueblo y a la Constitución. Recordemos la frase de Shakespeare:
“”El mismo diablo citará las sagradas escrituras si viene bien a sus
propósitos.” ¡A detenerlos ya!
16-05-17
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