SILVIO WAISBORD 29 de mayo de 2017
Para
quien cree que el debate público debe estar basado en hechos demostrables, es
entendible el desánimo frente al ascenso de la posverdad. Hace unas semanas,
miembros de un sitio digital dedicado a verificar los discursos de funcionarios
públicos confesaban su desazón en vista de la impunidad de políticos que
continúan haciendo afirmaciones falsas, aun cuando sus mentiras hayan sido
desmentidas. Si a esto le sumamos la amplia presencia de convicciones falsas en
segmentos de la opinión pública, es entendible el escepticismo sobre el impacto
de la verificación de hechos.
En
medio de la explosión de las noticias falsas, redes sociales (Facebook),
buscadores de internet (Google) y medios de prensa (BBC News) han instalado
mecanismos de verificación de información. En la última década, en América
Latina, también surgieron iniciativas dedicadas a verificar las declaraciones
de políticos como la argentina Chequeado. Y, más recientemente, La Jornada
lanzó un verificador de noticias que funciona en Twitter.
El
contrapunto de esta tendencia es la proliferación de sitios dedicados a
producir información falsa, ya sea para generar ganancias o formar opinión,
alimentando la ignorancia y las pasiones ciegas. A estas usinas de mentiras se
suman hostigadores y propagandistas digitales que, a sueldo o de forma
voluntaria, siembran confusión difundiendo falsedades.
No es
claro que los realistas vayan a prevalecer sobre los embusteros en esta disputa
por la verdad. El chequeo de la información puede tener impacto positivo, pero
es erróneo pensar que inevitablemente obligue a los políticos a decir verdades,
corrija la amplia desinformación ciudadana, o elimine las noticias falsas de
internet.
Estudios
recientes muestran los efectos limitados de la verificación. Por ejemplo, es
inusual que las
correcciones modifiquen percepciones incorrectas sostenidas por
determinados grupos ideológicos con fuertes creencias sobre diferentes temas
políticos. Las percepciones
incorrectas preexistentes están relativamente blindadas a la
información que contradice. Por el contrario, hay casos de “efecto búmeran”
cuando, lejos de modificar opiniones erradas, las correcciones fortalecen las
creencias falsas. Somos reacios a aceptar correcciones aun cuando los datos
contradicen nuestras convicciones. El principal obstáculo es el “razonamiento
motivado” por convicciones partidarias, ideológicas y religiosas. Abundan
percepciones incorrectas difíciles de modificar. Los ejemplos abundan: el
contenido de políticas públicas, el cambio climático, los efectos de la
vacunación, el impacto del matrimonio igualitario y las propuestas políticas de
candidatos presidenciales.
Hay
creencias resistentes a la información, especialmente si están sólidamente
engarzadas con identidades individuales y colectivas: si son parte de un
“cerebro ideológico” que filtra la realidad según convicciones férreas sobre el
mundo. De hecho, la información puede inducir una “resistencia motivada” cuando
pone en jaque convicciones y valores personales. Las falsedades son “pegajosas”
si están arraigadas en sentimientos de identidad.
Esto
explica por qué es más factible que “información chequeada” sea compartida en
Twitter y otros “medios sociales” cuando refuerza simpatías partidarias que
cuando las contradice, como muestra un estudio
reciente. Seleccionamos toda la información, incluidas las correcciones,
para mostrar que estamos en lo correcto y que nuestros adversarios están
equivocados. Cuando los datos están de nuestro lado, los hacemos públicos En
cambio, cuando nos contradicen, los rechazamos o los ignoramos. Difícilmente le
diremos al mundo que estábamos equivocados y creíamos en fantasías.
Pensamos
socialmente. No somos Robinson Crusoe cuando pensamos o tomamos posiciones,
sino que estamos influidos por la aceptación social, más allá de si tenemos
evidencia. El apetito narcisista que busca conseguir un me gusta en Facebook
ejemplifica la disposición por el “pensamiento de grupo” más que por pensar con
evidencia o tener la mente abierta. Importa ser aceptado socialmente más que
tener ideas correctas. Desarrollamos opiniones fuertes aun cuando tengamos solo
un milímetro de evidencia para sostenerlas.
Por
eso no sorprende el limitado impacto de la verificación de información en
modificar opiniones. Esto no implica que no sea importante. Puede tener impacto
en grupos que carezcan de convicciones definidas sobre un tema, o en cuestiones
que no están vinculadas a identidades partidarias, religiosas o culturales.
Asimismo, importa quién es la fuente de la información. Fuentes reconocidas y
respetadas pueden modificar opiniones más que alguien desconocido.
De
igual manera, la verificación es importante porque documenta la realidad. La
verdad nunca es simple, ya sea sobre cuestiones políticas, históricas o
científicas. Es difícil y discutible. Suele ser escurridiza y lleva tiempo
desentrañarla.
En
internet circula un caudal incalculable de información errónea que no puede ser
eliminada completamente por ejércitos de verificadores. Las falsedades siempre
encontrarán canales para llegar a quienes se aferran a fantasías.
Sin
embargo, la búsqueda de datos es fundamental considerando la “tormenta
perfecta” de mentiras en el caos informativo contemporáneo. Abundan intereses
políticos, religiosos y empresariales dispuestos a respaldar invenciones y
entelequias para conquistar a públicos escandalosamente desinformados.
Y ahí
los enemigos de la democracia llevan las de ganar. Los autoritarios siempre se
encaraman sobre la desinformación y la propaganda. De ahí su enorme desprecio
por instituciones dedicadas a producir y verificar hechos como el periodismo,
la ciencia y la justicia. Cualquier autoritarismo comienza con la negación de
la verdad y la manipulación de los mecanismos que puedan poner sus mentiras al
descubierto, y se consolida cuando la ficción se convierte en la realidad.
Frente
a esta situación, hay que insistir en el principio de que cualquiera tiene derecho
a sus opiniones pero no a sus hechos. Los hechos son obstinados, como observara
John Adams. Son la única herramienta para combatir falsedades e informar al
público. Sin hechos, el debate público queda sepultado bajo un manto de
mentiras en el que toda opinión vale por igual y domina el relativismo simplón.
Reivindicar
el compromiso con los hechos es particularmente importante frente al renovado
debate sobre las “noticias falsas”. Siempre ha existido información errónea,
que no corresponde con la realidad, diseminada para obtener réditos económicos
o políticos. De hecho, la circulación de información falsa tiene una historia
más extensa que la información debidamente verificada frente a los datos de la
realidad. El colapso del dique de información pública ocasionado por la red
digital deja al descubierto la eterna e inconclusa disputa por la información y
la verdad. En una red horizontal de intercambio de ideas es infinitamente fácil
difundir mentiras y propaganda a escala global, evitando los filtros de los
modernos árbitros de la verdad como la ciencia y la prensa, justamente las
instituciones que los autoritarismos siempre se proponen maniatar o desactivar.
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