Nelly Arenas 17 de mayo de 2017
En su
texto Historia documental del 4 de febrero publicado en 1998, Kleber Ramirez, uno de los más respetados
ideólogos del movimiento bolivariano, argumentaba a favor de una Constituyente Comunal. Tal organismo sería expresión de la “comunidad constituida
soberanamente” con el fin de decidir
sobre “problemas trascendentes propios”.
“Revocar, sancionar, o modificar las decisiones adoptadas por las
autoridades”, son las funciones que le competerían. El escrito data de mayo de
1992, tres meses apenas luego de que resultara fallido el golpe de Estado; tiempos “pre revolucionarios” tal como
Ramirez los calificaba, en los que el
MBR-200 y sus líderes discutían todavía las formas sociales, económicas y
políticas que un gobierno insurgente impondría al país. El marco de acción de
estas formas de organización sería lo que
el ideólogo llamaba “democracia
comunera” o “comunal” desde la cual comenzarían a gestarse formas socialistas
de producción, hasta llegar a la democracia socialista propiamente. Esta última
atravesaría varias etapas hasta llegar a la fase final, la democracia total, en
la cual el Estado, de existir, sería una “entelequia”. El reino del gobierno comunal se materializaría. Estos
planteamientos con tinte inequívocamente marxista leninista, ingenuos y
soñadores en apariencia, encerraban lo que ha sido una constante en los regímenes totalitarios. A saber, la imposición de un orden
sociopolítico que no deriva de la dinámica social desde abajo; que no reconoce
la autonomía de las organizaciones de la sociedad civil, sino que pretende instalarlo desde la cúpula del poder
convencida de sintetizar la voluntad general.
Esta
disposición de los bolivarianos fue claramente mostrada en los decretos que se
proponían aplicar, una vez que la conspiración militar del 4 de febrero se consumara exitosamente. Dos
tipos de edictos regirían: el del Consejo General Nacional (CGN) como expresión suprema del nuevo estado
insurreccional y el de la Presidencia de la República. Ambas modalidades delineaban la acción del Gobierno de Emergencia Nacional que se
instalaría de facto. De los 24 decretos llaman la atención especialmente aquéllos
destinados a anular y vaciar las viejas instituciones como el Parlamento, las
Asambleas Legislativas y la Corte
Suprema de Justicia. A las mismas se las pretendía sustituir
por consejos conformados por individuos escogidos a discreción del Consejo General Nacional, órgano este que pretendía empinarse, cual
Dios, por sobre lo humano y lo divino desplomando de un solo manotazo la república. Merece nuestra atención también el Decreto número 7, a partir del cual se
procedería al nombramiento de una Comisión de Salud Pública concebida la
misma como “la personificación de la conciencia pública nacional” cuya misión
sería “velar por una elevada ética en
las funciones que se realicen en cualquier instancia de la administración
pública”. Con esta resolución estamos
nada más y nada menos que frente a la moral colectiva secuestrada y personalizada
en una elite auto ungida destinada a
higienizar el aparato estatal.
Aparece
perfilado así, en palabras premonitorias de Alberto Arvelo Ramos (en El dilema
del chavismo. Una incognita en el poder,
(1998) un “Estado totalitario
como jamás hemos tenido alguno (…) Los Decretos le dicen al mundo el tipo de
gobierno que piensan implantar, y definen sus características esenciales:
disolución de los Poderes Públicos, Comité de Salud Pública, control rígido de
los asuntos privados y civiles, concentración de la sociedad política en los
militares y los amigos de confianza de los mismos.” Esta amplia y prolija batería de decretos reflejaba una voluntad
autoritaria largamente madurada que
esperó y ha esperado con convicción y paciencia
su hora para cercenar
definitivamente la democracia. A pesar
del alto número de procesos electorales que el chavismo impulsó cuando las
urnas le favorecían, burlar sus
resultados cuando los mismos no favorecen a la cúpula, ha sido parte
privilegiada de la tarea. O, encerrarse a cal y canto en su empeño de impedir elecciones a
sabiendas de la derrota. Tal como ahora está ocurriendo.
No es
inoficioso recordar que en los años inmediatamente posteriores al golpe, 1993 y 1995, Chávez
trabajó para lo que él llamaba “abstención electoral activa”. Se jactaba de
que fuera su organización, el MBR-200, quien hubiese logrado un
nivel de rechazo al voto sin precedentes
en el país. “La abstención tiene para nosotros el signo de la muerte
para el viejo régimen. Es otro 4 de febrero en otra dimensión” diría Chávez a
Agustín Blanco Muñoz en el texto Habla el comandante (1998). No es sino hasta 1996 cuando la vía
electoral comienza a activarse, una vez
convencido de que era éste el
único instrumento posible para acceder al poder. Alcanzado el triunfo dos años después, se dio
comienzo al proceso constituyente, principal oferta del candidato Chávez en su
campaña por la presidencia.
La
Asamblea Nacional Constituyente (ANC) que resultó electa en julio de 1999, se
ocupó fundamentalmente de despejar el tránsito del Presidente hacia la consolidación de un poder
omnímodo. Aprobada la nueva Carta Magna, la ANC decretó un Régimen de
Transición del Poder Público no contemplado en la nueva Constitución que diluyó
el Congreso y la Corte Suprema de Justicia y nombró a los nuevos integrantes de
dichos poderes además del contralor de la república, el fiscal general y los
miembros del Consejo Nacional Electoral. Organizó también un Comité Nacional
Legislativo configurado por 11 miembros de la ANC y 10 señalados “a dedo” por
ésta; es decir no producto del voto
popular. De modo que, gracias a estos antidemocráticos artilugios, los poderes
de la República terminaron en
manos de funcionarios fieles al
proyecto bolivariano. Con las variaciones del caso, la fantasía revolucionaria
dibujada en los decretos jacobinos del 4 de febrero se hacía realidad. La ruta electoral tan denostada por el
líder golpista, paradójicamente, la
había hecho posible.
En
algunos de sus aspectos, el ordenamiento constitucional resultante, sin
embargo, comenzó a convertirse en una
molestia en los zapatos del Presidente. La incorporación de aspectos no
deseados en aquél sería obra de quienes lograron “infiltrarse” en su elaboración,
según el mandatario. Era imperativo
entonces introducir reformas en el documento supremo a fin de derribar los obstáculos que impedían
el avance del proyecto revolucionario. La consulta de 2007 tuvo ese propósito. Reelección presidencial indefinida;
ampliación de las competencias de la Fuerza
Armada Nacional; creación del Poder Popular cuyo pivote principal
sería la comuna, concebida esta como el
núcleo espacial básico e indivisible del Estado socialista, serían los
principales cambios sugeridos Con
respecto al Poder Popular específicamente, Chávez se pronunciaría dejando muy claras las cosas en el proyecto
de reforma: “El pueblo es el depositario de la soberanía y la ejerce
directamente a través del poder popular. Este no nace del sufragio ni de
elección alguna, sino que nace de la condición de los grupos humanos
organizados como base de la población”. Conquistado el poder por la vía
comicial, el Presidente intentaba regresar las aguas de su proyecto a sus
cauces originales: negación del voto directo, secreto y universal con el que la
democracia venezolana estaba casada desde 1947.
Derrotado
en la consulta de 2007, Chávez optó por imponer sus reformas apelando al control que ejercía sobre la Asamblea
Nacional. Las habilitaciones que recibió para estos fines actuaban como dispositivos
que, salvando las distancias temporales y de contexto, sustituían, otra
vez, los Decretos del 4 de febrero. Era
como si el golpe del 92, hubiese triunfado en el 99 con la acción arbitraria de
la ANC y, otra vez, en el 2007 con las habilitaciones que lo convertían en un monarca sin corona del siglo XXI.
En
diciembre de 2010, sin contar con la opinión de la sociedad, la Asamblea
sancionó 5 Leyes Orgánicas destinadas a implantar el Estado comunal. Dos tipos de Estado formalmente hablando
comenzaron a discurrir simultáneamente: el Estado liberal consagrado
constitucionalmente y el Estado comunal
apuntando hacia la construcción del edificio socialista. De acuerdo al
articulado que las rige, el principio de
representación encarnado en los “voceros” de las comunas no emanan del sufragio universal directo y
secreto, sino de una elección de segundo
grado.
La
muerte de Chávez en 2013 adormiló, de algún modo, la euforia comunal. A pesar
de que Maduro haya insistido en que el futuro de la democracia está en las
comunas, apenas 103 de estas organizaciones se han registrado frente al
gobierno nacional. Esto significa que el Estado comunal formalmente existente,
está lejos de hacerse realidad; mucho menos, si el carisma del padre creador no está presente para animar su
desarrollo y consolidación.
A
pesar de esta precariedad, el presidente
Maduro ha propuesto una Constituyente Comunal a fin de dar a luz una nueva
Constitución. Sin duda, es este un ardid
para perpetuar en el poder a la oligarquía militarista que hoy asola al
país. La base de los comicios para la elección de una Asamblea Nacional
Constituyente sería “sectorial” y “territorial”; vale decir, con sentido
corporativo. Siendo así, estaríamos de
vuelta al origen: instauración de un gobierno integrado por autoridades
públicas no derivadas del voto de cada uno de los venezolanos. Tal como el movimiento bolivariano lo plasmó
en sus Decretos. Tal como Hugo Chávez
concibió el poder popular. No fue de la
chistera del Presidente Maduro entonces, de donde salió la proposición de
Constituyente Comunal corporativa. La propuesta se emparenta perfectamente con
el núcleo totalitario fundacional inherente al movimiento insurgente del 4 de
febrero. Maduro no está traicionando el
legado del máximo líder de la revolución bolivariana: lo está perfeccionando.
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