Por Gregorio Salazar
Las rocas fundidas de lo que
fue este país conforman el magma de la erupción que, inexorablemente,
sobrevendrá. Un país licuado en prácticamente toda su capacidad de hacer, de
avanzar y mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos ha sido reducido a
una masa incandescente de la cual apenas estamos viendo el derrame de lava por
los bordes. Pero la temperatura sube y sube sin que aparezcan fórmulas que
puedan evitar que estalle buscando el cielo.
A poco más de un mes de
iniciadas las protestas por la evidencia definitiva del barrido del Estado de
Derecho por vía de las famosas sentencias del TSJ, la reacción de los
venezolanos no se ha detenido. Todo lo contrario, las redes sociales que sirven
de delta a los acontecimientos que mantienen a la población en vilo están
repletas de registros que arman, con lo falso y lo verdadero, lo real y lo
manipulado, la imagen del estado de conmoción en el que día tras día nos vamos
sumiendo.
La espiral de la violencia
gira hacia arriba. Los excesos represivos pueden ser calificados sin ambages de
sanguinarios. Cuerpos de seguridad que no disimulan el odio hacia el ciudadano,
que tirotean hacia sus hogares, que roba y golpea inclementemente a los
indefensos, que dispara a matar con instrumentos hechos para la disuasión, que
no tiene contemplaciones con ancianos y muchos menos con adolescentes, dejando
tras cada jornada un registro de fallecidos o fracturados o de centenares de
cuerpos llenos de hematomas o incrustaciones de plástico, metal o vidrio.
Pero el desafío de los
jóvenes también impulsa esa vuelta ascendente de la dureza con que se dan los
choques en calles y avenidas de casi todo el país. Porque con el correr de los
días crece el ejército de manifestantes que a pecho descubierto van contra las
tanquetas, que asedian a los carros ballenas con sus cada vez más inútiles
chorros de agua, y que más de una vez han desbordado o hecho retroceder a las
fuerzas antimotines. Mientras mayor es la asimetría, más alto es el perfil de
heroicidad con que se dibujan las escaramuzas.
Por lo pronto, las
llamaradas sobre los blindados a los que cada día impactan las Molotov,
imposibles de no aparecer cuando la violencia se ceba en los indefensos,
resplandecen sólo en el tuiter o en el facebook o en una que otra portada de
periódico, pues la televisión es mantenida diríase que en otro país y en otra
época. Por censura, por autocensura o por exceso de prudencia el resultado es el
mismo.
Un escenario en el que con
frecuencia aparecen brotes de preanarquia requiere la presencia estelar de las
instituciones. No ha sido así. A la Defensoría del Pueblo se le reclama su
apocamiento y parcialización y a sus puertas han ido a dar otras protestas
pacíficas, creativas e impactantes protagonizadas por grupos de jóvenes. La
Fiscalía tiene atisbos de querer actuar, pero sigue a medio camino entre el
hacer y el decir. Deplorable.
En medio de este escenario
volátil en el que el Poder Ejecutivo tiene un inmenso poder de resolución,
aparece de improviso el presidente de la República diciendo tener la fórmula
“para la paz”: una convocatoria a asamblea constituyente, que ya los más
lúcidos especialistas han descrito con lujo de detalles como una maniobra que
profundiza el desprecio por la Constitución, una pretensión de usurpar de nuevo
la soberanía popular y un intento por entronizar las fórmulas ideologizadas que
ya el país rechazó en otra frustrada intentona reformadora.
Es obvio que esa propuesta
ha recrudecido la protesta y el rechazo. Está visto, con su delirante
insensatez, Maduro arrastra a Venezuela hacia una erupción de incalculables
consecuencias.
07-05-17
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