Por Daniel Fermín
Luego de un mes de intensa
movilización popular, cuyo reclamo inequívoco es el cambio de gobierno y una
apertura democrática que permita mejorar las condiciones de vida de los
ciudadanos, los venezolanos hemos recibido con indignación profunda la
arremetida represiva del régimen de Nicolás Maduro. A pesar de la férrea
censura, se han difundido videos, fotos y testimonios de brutales ataques
militares, policiales y paramilitares a la población civil que, sin armas,
protesta por un futuro mejor.
La violencia ha manchado de
sangre la lucha de un pueblo y casi cuarenta familias lloran hoy a los héroes
de la resistencia. Los costos de salida del poder de las cabecillas del régimen
son hoy infinitos. Por esa razón lanzan a la policía, a los militares y a
grupos armados a combatir a quienes tienen por única arma una pancarta y, a lo
sumo, un escudo artesanal en cuyas tapas se leen mensajes por la paz y que
apelan directamente a la conciencia de los soldados, a los que recuerdan que
los crímenes de lesa humanidad no prescriben, que “seguir órdenes” no es una
excusa aceptable en la Constitución que el presidente Maduro quiere desechar
pero que sigue vigente, y en definitiva, que al final del día somos los mismos.
Hemos comentado en este
espacio las ventajas de la lucha no violenta: su efectividad, sus efectos sobre
la participación ciudadana, sobre la democracia resultante. Sin duda, la
arremetida despiadada de la violencia no sólo busca intimidar y reprimir.
También busca liquidar, exterminar al contrario. Pero, además, como también
hemos advertido, la violencia busca generar respuestas violentas, que den pie a
desvirtuar el reclamo popular, deslegitimar la causa democrática dentro y fuera
del país, y justificar más represión.
Tientan al diablo. Hasta
ahora, el grueso de la protesta se ha mantenido en los linderos de la no
violencia, si bien la temperatura del conflicto ha suscitado algunas
manifestaciones violentas. De resto, vemos a un pueblo buscando cómo defenderse
entre bicarbonato y cartones, máscaras caseras, guantes que devuelven las
bombas del odio y cascos que revelan el horror de las metras, balas y demás
proyectiles que disparan con intención letal del otro lado de los escudos, ya
no los caseros, sino los de verdad. Rogamos que la conciencia colectiva,
profundamente cívica, resista el peine de la violencia, hija del régimen, único
favorecido por el juego de fuerza, el único que puede ganar tras la erosión
definitiva del apoyo popular.
Pero cuando el horror parece
imponerse, cuando la arremetida parece demasiado, aparece la luz. Un destello
en una valiente señora que a punta de dignidad hace retroceder un vehículo
blindado; un resplandor en los estudiantes que, habiendo solo conocido a
Chávez, se atreven a soñar y luchar por un país distinto, sin revanchismos,
odios ni facturas. Ellos son los rostros de la esperanza, el lucero del camino.
Los ataques inclementes, las
muertes sin sentido que han generado y el abuso de quienes usan las armas
contra el pueblo han golpeado el alma de la Nación, pero no han quebrado la
voluntad de cambio de los venezolanos que demuestran, una y otra vez, la
determinación de protestar legítimamente por sus derechos. Sí, hay indignación,
también frustración. Hay rabia, ira colectiva. Pero por cada paramilitar, mal
llamado colectivo; por cada policía que, enlodando el nombre de la carrera
policial, actúa como malandro, robando a la gente en la calle; y por cada
injusticia existen estos, los rostros de la esperanza, los que nos hacen creer.
No es poca cosa, en el país
de la desconfianza. Pero allí están, devolviéndonos la fe en la venezolanidad:
los estudiantes, las madres, las religiosas. El grupo de primeros auxilios de
la UCV, y los que han emprendido esfuerzos similares desde la UCAB y otras
agrupaciones. El muchacho con su biblia. Los diputados, guerreando en primera
fila. Los chamos anónimos, con su deseo irreductible de hacerse del futuro que
el régimen ha negado. Ellos le dan hoy sentido a la lucha, nos recuerdan que,
como país, no hemos cambiado tanto después de todo: que la solidaridad sigue
siendo el faro que guía a los venezolanos, el signo de nuestra idiosincrasia.
Que sí se puede, que hay talento de sobra, que hay manos para la reconstrucción
en cada joven, en cada estudiante, en cada abuela y trabajador. Y eso,
precisamente eso, es lo que mantiene la balanza del lado de la esperanza, y no
de la entrega. Venezuela tiene con qué y tiene con quiénes: estos rostros de la
esperanza, que anuncian la inminencia de un futuro prometedor para la Patria.
07-05-17
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