San Josemaría 16 de noviembre de 2019
Camino
seguro de humildad es meditar cómo, aun careciendo de talento, de renombre y de
fortuna, podemos ser instrumentos eficaces, si acudimos al Espíritu Santo para
que nos dispense sus dones. Los Apóstoles, a pesar de haber sido instruidos por
Jesús durante tres años, huyeron despavoridos ante los enemigos de Cristo. Sin
embargo, después de Pentecostés, se dejaron azotar y encarcelar, y acabaron
dando la vida en testimonio de su fe. (Surco, 283)
Jesucristo,
Señor Nuestro, con mucha frecuencia nos propone en su predicación el ejemplo de
su humildad: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Para que tú y
yo sepamos que no hay otro camino, que sólo el conocimiento sincero de nuestra
nada encierra la fuerza de atraer hacia nosotros la divina gracia. Por nosotros,
Jesús vino a padecer hambre y a alimentar, vino a sentir sed y a dar de beber,
vino a vestirse de nuestra mortalidad y a vestir de inmortalidad, vino pobre
para hacer ricos.
Dios
resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia, enseña el Apóstol
San Pedro. En cualquier época, en cualquier situación humana, no existe más
camino -para vivir vida divina- que el de la humildad. ¿Es que el Señor se goza
acaso en nuestra humillación? No. ¿Qué alcanzaría con nuestro abatimiento el
que ha creado todo, y mantiene y gobierna cuanto existe? Dios únicamente desea
nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos;
pretende que no le pongamos obstáculos, para que -hablando al modo humano-
quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón. Porque el Dios que nos inspira
ser humildes es el mismo que transformará el cuerpo de nuestra humildad y le
hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede
también sujetar a su imperio todas las cosas. Nuestro Señor nos hace suyos, nos
endiosa con un endiosamiento bueno. (Amigos de Dios, nn. 97-98)
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