Jorge Mario Jaramillo 07 de marzo de 2020
La
vida de Moisés nos enseña que, para cumplir la misión a la que estamos
llamados, necesitamos ser transformados por el Espíritu Santo a través de la
escucha de Dios en el diálogo filial con Él.
El Señor pensó en Moisés para una misión crucial:
guiar a su pueblo en una nueva etapa de la historia de la salvación. Con su
cooperación, Israel fue liberado de la esclavitud en Egipto y conducido hasta
la tierra prometida. Por su mediación, el pueblo judío recibió las tablas de la
Ley y las bases del culto a Dios. ¿Cómo llegó Moisés a ser lo que fue? ¿Cómo
alcanzó esa sintonía con Dios que, con el tiempo, lo llevó a ser un gran bien
para tantas personas, nada menos que a todo su pueblo y a todos los que
vendríamos después?
Aunque Moisés había sido escogido por Dios desde su
nacimiento —basta considerar su milagrosa supervivencia de la persecución del
Faraón—, es curioso que no haya encontrado al Señor hasta pasados muchos años.
En su juventud no parecía más que un hombre común, ciertamente preocupado por
los de su raza (cfr. Ex 2,15). Tal vez lo que mejor explica esa transformación
fue su capacidad de escuchar al Señor[1]. De modo
semejante, para llegar a ser lo que estamos llamados a ser, también nosotros
necesitamos transformarnos a través de la escucha. Es verdad que no es fácil
llegar a experimentar lo que nos cuenta el libro del Éxodo, que «el Señor
hablaba con Moisés cara a cara, como se habla con un amigo» (Ex 33,11). Es un
proceso que suele llevar años —la vida entera— y muchas veces es preciso recomenzar
a aprender a hacer oración, como si estuviéramos en los inicios de
nuestro diálogo con el Señor.
«¡Moisés, Moisés!»
Descubrir la necesidad de la oración es saber que «él
nos amó primero» (1 Jn 4,19) y que, siguiendo esa lógica, también él
nos habló primero: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo
creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo...» (Gn
1,27-28)[2]. Dios, que
tomó la iniciativa para crearnos por amor y para elegirnos a una misión
determinada, también se nos adelanta en la vida de oración. En nuestro diálogo
con el Señor es él quien pronuncia la primera palabra.
Esta palabra inicial puede reconocerse ya en el deseo de
Dios, que él mismo ha sembrado en nuestro corazón y que se despierta por
mil experiencias distintas. La primera aparición a Moisés tuvo lugar en el
Horeb, también llamado «el monte de Dios». Allí, «el ángel del Señor se le
manifestó en forma de llama de fuego en medio de una zarza. Moisés miró: la
zarza ardía pero no se consumía. Y se dijo Moisés: “Voy a acercarme y comprobar
esta visión prodigiosa: por qué no se consume la zarza”» (Ex 3,2-3). No es mera
curiosidad ante un evento extraordinario, sino la clara percepción de que algo
trascendente, superior a él mismo, está sucediendo. En nuestra vida, también
nosotros podemos sorprendernos ante hechos que nos abren una dimensión más
honda de la realidad. Puede ser un descubrimiento íntimo, de algo que tal vez
antes nos había pasado inadvertido: intuimos la presencia de Dios al reconocer
alguno de sus dones, o al ver cómo las contradicciones nos han hecho madurar y
nos han preparado para afrontar distintas circunstancias o tareas. Puede ser
también un descubrimiento en la realidad que nos rodea: la familia, los amigos,
la naturaleza… De un modo u otro, experimentamos la necesidad de orar, de
agradecer, de pedir… y nos dirigimos a Dios. Ese es el primer paso.
«Vio el Señor que Moisés se acercaba a mirar y lo
llamó de entre la zarza: —¡Moisés, Moisés! Y respondió él: —Heme aquí» (Ex
3,4). El diálogo se establece cuando nuestra mirada se encuentra con la de
Dios, que ya nos estaba mirando. Y las palabras —si es que son necesarias—
fluyen cuando dejamos que vengan primero las suyas. Si lo intentamos solos, no
podremos orar. Más bien, conviene poner los ojos en el Señor y recordar su
promesa consoladora: «Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo» (Mt 28,20).
Así pues, una fe confiada en Dios es ingrediente
básico de cualquier oración sincera. A menudo, el mejor modo de comenzar a orar
es pedir al Señor que él nos enseñe. Es lo que hicieron los apóstoles y es el
camino que san Josemaría nos animó a recorrer: «Si no te
consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a
hacer oración! Comprobarás cómo el Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza,
pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo
conviene expresarse, el mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que
son inexplicables, que no pueden contarse, porque no existen modos apropiados
para describir su hondura»[3].
«Quítate las sandalias de los pies»
Al finalizar unos días de retiro espiritual, la beata
Guadalupe Ortiz de Landázuri escribía a san Josemaría: «De mi trato íntimo con
Dios, de mi oración, etc., ya le he hablado otras veces: cuando pongo un poco
de mi parte el Señor me lo hace fácil y me rindo del todo»[4]. La iniciativa
de la oración —y la oración misma— son un don de Dios. Al mismo tiempo,
conviene también preguntarse qué papel nos corresponde a nosotros. El diálogo
con el Señor es una gracia y, por lo mismo, no es algo meramente pasivo, pues
para recibir se necesita, de alguna manera, querer recibirla.
Aparte de disponerse en modo receptivo, ¿qué más se
puede hacer para tener una vida de oración intensa? Un buen comienzo puede ser
darnos cuenta de ante quién estamos, respondiendo con una actitud de reverencia
y de adoración. En el diálogo del monte Horeb, «dijo Dios: —No te acerques
aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es tierra
sagrada. Y añadió: —Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de
Isaac y el Dios de Jacob. Moisés se cubrió el rostro por temor a contemplar a
Dios» (Ex 3,5-6).
Quitarse las sandalias y cubrirse el rostro fue la
respuesta del más grande profeta del pueblo de Israel en su primer encuentro
con Dios. Con esos gestos expresaba su conciencia de estar delante del Dios
trascendente. Algo parecido podemos hacer nosotros cuando nos acercamos a Jesús
en el sagrario en una actitud de adoración. Durante una vigilia de oración,
ante Jesús sacramentado, Benedicto XVI se expresaba con palabras que nos hablan
de cómo adorar al Señor: «Aquí, en la Hostia consagrada, él está ante nosotros
y entre nosotros. Como entonces, se oculta misteriosamente en un santo silencio
y, como entonces, desvela precisamente así el verdadero rostro de Dios. Por
nosotros se ha hecho grano de trigo que cae en tierra y muere y da fruto hasta
el fin del mundo (cfr. Jn 12, 24). Está presente, como entonces en Belén. Y nos
invita a la peregrinación interior que se llama adoración. Pongámonos ahora en
camino para esta peregrinación, y pidámosle a él que nos guíe»[5].
La actitud de adoración puede manifestarse en nuestra
oración de distintos modos. Ante el Santísimo, por ejemplo, nos arrodillamos,
como un signo de nuestra pequeñez ante Dios. Y cuando, por diversas
circunstancias, no sea posible rezar ante el Santísimo, podemos realizar actos
equivalentes como mirar al interior de nuestra alma para descubrir allí al
Señor, y poner el alma de rodillas, recitando con calma cada palabra de la
oración inicial o de otra oración que nos recuerde que estamos en su presencia.
La nube lo cubrió
En un segundo momento de su diálogo con Dios, Moisés
recibió las tablas de la Ley. La escena es tremenda y, a la vez, de gran
intimidad: «La gloria del Señor se posó sobre el monte Sinaí. La nube lo cubrió
durante seis días; al séptimo el Señor llamó a Moisés de en medio de la nube.
La gloria del Señor se manifestaba a los ojos de los hijos de Israel como un
fuego devorador sobre la cima del monte. Moisés penetró dentro de la nube y
subió a la montaña, y permaneció en la montaña cuarenta días y cuarenta noches»
(Ex 24,16-18).
Esa nube, aparte de manifestar la gloria de Dios y ser
figura anticipada de la presencia del Espíritu Santo, permitía un ambiente de
intimidad en el diálogo entre el profeta y su creador. Esto nos muestra que
para orar es necesario ejercitarse en algunas destrezas que faciliten la
intimidad con Dios: amor al silencio, exterior e interior; constancia; y
una disciplina de la escucha que permita percibir su voz.
A veces nos cuesta valorar el silencio y, si en la
oración no oímos nada, tendemos a llenar el tiempo de palabras, lecturas, o
incluso imágenes y sonidos. Pero es posible que, aunque lo hagamos con buena
intención, de esa manera no logremos escuchar al Señor. Tal vez necesitamos
una conversión al silencio, que es más que un mero callar. San
Josemaría recogió un apunte durante el verano de 1932 –posteriormente recogido
en Camino– que muestra de modo gráfico cómo el diálogo con Dios siempre tendrá
que pasar por esta ruta: «El silencio es como el portero de la vida interior»[6].
Mientras los sonidos externos y las pasiones internas
nos apartan de nosotros mismos, el silencio nos recoge y nos lleva a
interrogarnos sobre nuestra propia vida. El activismo o la locuacidad en la
oración no nos acercan a Dios, ni nos permiten tampoco una actividad profunda.
Con la agitación no queda tiempo para recogerse, para pensar, para vivir en
profundidad, mientras que el silencio —interior y exterior— nos conduce al
encuentro con el Señor, a maravillarnos ante él. En efecto, la oración necesita
un silencio que no sea meramente negativo, vacío, sino que esté lleno
de Dios, que nos lleve a descubrir su presencia. Como apuntaba la beata
Guadalupe: «Profundizar en ese silencio hasta llegar a donde solo está Dios;
donde ni los ángeles, sin permiso nuestro, pueden entrar». Y allí, «adorar a
Dios, alabarle y decirle cosas tiernas»[7]. Ese es el
silencio que permite escuchar a Dios.
Se trata, en definitiva, de centrar nuestra atención
—inteligencia, voluntad, afectos— en Dios, para dejarnos interpelar por él. Por
eso, podemos hacernos las preguntas que sugería el papa Francisco: «¿Hay
momentos en los que te pones en su presencia en silencio, permaneces con él sin
prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas que su fuego inflame tu corazón? Si no
le permites que él alimente el calor de su amor y de su ternura, no tendrás
fuego, y así ¿cómo podrás inflamar el corazón de los demás con tu testimonio y
tus palabras?»[8].
Junto al silencio, es igualmente necesaria la
constancia, porque orar es costoso. Supone tiempo y esfuerzo, como sucedió a
Moisés, que estuvo seis días cubierto por la nube, y solo al séptimo recibió la
palabra del Señor. Se requiere, en primer lugar, una constancia exterior para
mantener un horario más o menos fijo de oración y una duración concreta. Esta
fue una recomendación constante en la vida de san Josemaría: «Meditación.
—Tiempo fijo y a hora fija. —Si no, se adaptará a la comodidad nuestra: esto es
falta de mortificación. Y la oración sin mortificación es poco eficaz»[9]. Esa
constancia, si está movida por el amor, será la puerta de entrada para un trato
de amistad con Dios que estará cuajado de conversación, ya que él no se impone:
solo nos habla si nosotros lo deseamos. La constancia, por nuestra parte, es
una forma de manifestar y cultivar un deseo ardiente de recibir sus palabras de
cariño.
Además de la constancia exterior, se requiere una
constancia interior, como parte de la disciplina de la escucha:
necesitamos centrar la inteligencia que se dispersa, mover la voluntad que no
termina de querer y alimentar los afectos que algunas veces no acompañan. Esto
puede cansar, sobre todo si hay que hacerlo frecuentemente porque los estímulos
que nos distraen son muchos. Al mismo tiempo, la escucha disciplinada no se
puede confundir con un excesivo rigorismo o con unos ejercicios de
concentración demasiado metódicos, porque la oración fluye de acuerdo con
muchas circunstancias. Fundamentalmente fluye por donde Dios permite —«el
viento sopla donde quiere» (Jn 3,8)—, pero también corre de acuerdo con nuestra
situación particular. A veces pasamos largos ratos pensando en las personas a
quienes amamos, pidiendo al Señor por ellas, y eso puede ser ya un diálogo de
amor.
Algunos consejos concretos que facilitan una escucha
disciplinada pueden ser: huir de la actitud multitarea para
poder enfocarse y estar presente durante el diálogo, sin estar pensando en
otras cosas; fomentar la disposición de quien va a aprender, reconociendo
humildemente nuestra nada y su todo, tal vez sirviéndonos de jaculatorias o
breves oraciones; formular al Señor preguntas abiertas, dejándole espacio para
que nos responda cuando quiera, o simplemente diciéndole que estamos dispuestos
a hacer lo que nos indique; seguir el ritmo y el rumbo por donde nos lleven las
consideraciones de su amor, evitando las distracciones con otros pensamientos
colaterales; aprender a tener la mente abierta para dejarnos sorprender por él
y para soñar con los sueños de Dios, sin pretender controlar demasiado la
oración. De este modo, nos vamos abriendo al misterio y a la lógica del Señor,
y eso nos permite aceptar con paz el hecho de desconocer por dónde nos llevará.
«Muéstrame tu gloria»
Al comenzar un rato de oración, tenemos la expectativa
razonable de que el Señor nos hablará —como de hecho sucede algunas veces—. Sin
embargo, podría frustrarnos que al finalizar ese encuentro no hayamos escuchado
nada, o muy poco. En cualquier caso, es preciso mantener la certeza de que en
la oración siempre hay fruto. En el monte Sinaí, «Moisés exclamó:
—Muéstrame tu gloria». El Señor parece que quiere colmar ese deseo: «Yo
haré pasar todo mi esplendor ante ti, y ante ti proclamaré mi nombre —el
Señor—, porque tengo misericordia de quien quiero y tengo compasión de quien
quiero». Sin embargo, sus palabras toman de golpe un cariz que
podría parecer decepcionante: «Pero no podrás ver mi rostro, pues ningún ser
humano puede verlo y seguir viviendo (…). Cuando pase mi gloria, te colocaré en
la hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Luego
retiraré mi mano y tú podrás ver mi espalda; pero mi rostro no se puede ver»
(Ex 33,18-23). Si Moisés se hubiera sentido frustrado por no haber conseguido
ver el rostro de Dios, como era su deseo, habría podido abandonar su intento o
perder la motivación para futuros encuentros. Y, en cambio, se dejó llevar por
Dios y así llegó a ser aquel «a quien el Señor trataba cara a cara» (Dt 34,10).
La clave de la oración no consiste en obtener
resultados tangibles, ni mucho menos en estar ocupados durante un tiempo
determinado. Lo que buscamos mediante el diálogo con el Señor no es un
resultado inmediato, sino ser capaces de llegar hasta aquel lugar, aquel estado
vital —por decirlo de alguna manera— en el que la oración se identifica cada
vez más con la propia vida: pensamientos, afectos, ilusiones... Se trata
de estar con el Señor, mantenernos en su presencia a lo largo
del día. En definitiva, el fruto principal de la oración es vivir en
Dios. Así, la oración se entiende como una comunicación de
vida: vida recibida y vida vivida, vida acogida y vida entregada. No
importa, entonces, que no tengamos sentimientos encendidos, o luces
fascinantes. De un modo mucho más sencillo, el tema de nuestra oración será
—como nos decía san Josemaría[10]— el tema de
nuestra vida, y viceversa, porque nuestra vida entera se convertirá en auténtica
oración, avanzando en un «cauce ancho, manso y seguro»[11].
[1] Como sugiere el papa Benedicto XVI en sus
catequesis sobre la oración: «Leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura
entre las demás: la de Moisés, precisamente como hombre de oración», Audiencia
general, 1-VI-2011.
[2] Lo mismo sucede en el segundo relato de la
creación del hombre: cfr. Gn 2,16. Las cursivas no son originales del texto
bíblico.
[7] Mercedes Eguíbar Galarza, Guadalupe
Ortiz de Landázuri. Trabajo, amistad y buen humor, Palabra, Madrid, 2001,
p. 87.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico