Francisco Fernández-Carvajal 07 de marzo de
2020
@hablarcondios
— Lo que importa es
estar siempre con Jesús. Él nos da la ayuda necesaria para seguir adelante.
— Fomentar con
frecuencia, y especialmente en los momentos más difíciles, la esperanza del
Cielo.
— El Señor no se separa
de nosotros. Actualizar esa presencia de Dios.
I. Oigo
en mi corazón: buscad mi rostro. Tu
rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro, rezamos en la Antífona de
entrada de la Misa de hoy1. El Evangelio nos cuenta lo que sucedió en el Tabor. Poco
antes Jesús había declarado a sus discípulos, en Cesarea de Filipo, que iba a
sufrir y padecer en Jerusalén, a morir a manos de los príncipes de los
sacerdotes, de los ancianos y de los escribas. Los Apóstoles habían quedado
sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. Ahora, tomó Jesús consigo a
Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a ellos solos aparte2, para orar3. Son los tres discípulos que serán testigos de su agonía en el
huerto de los Olivos. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro
y su vestido se volvió blanco, resplandeciente4. Y le ven conversar con Elías y Moisés, que aparecían
gloriosos y le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén5.
Seis días llevaban los Apóstoles entristecidos por la
predicación de Cesarea de Filipo. La ternura de Jesús hace que ahora contemplen
su glorificación. San León Magno dice que «el principal fin de la
transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la
cruz»6. Nunca olvidarían los Apóstoles esta «gota de miel» que Jesús
les daba en medio de su amargura. Muchos años más tarde San Pedro tiene
perfectamente nítido estos momentos: ...cuando desde aquella
extraordinaria gloria se le hizo llegar esta voz: Éste es mi Hijo querido, en quien
me complazco. Esta voz, enviada del cielo, la oímos nosotros estando con Él en
el monte santo7. El Apóstol lo recordaría hasta el final de sus días.
Siempre hace así Jesús con los suyos. En medio de los
mayores padecimientos da el consuelo necesario para seguir adelante.
Este destello de la gloria divina transportó a los
Apóstoles a una inmensa felicidad, que hace exclamar a San Pedro: Señor,
¡bueno es permanecer aquí! Hagamos tres tiendas... Pedro quiere
alargar aquella situación. Pero, como dirá más adelante el Evangelista, no
sabía lo que decía; porque lo bueno, lo que importa, no es hallarse
aquí o allí, sino estar siempre con Jesús, en cualquier parte, y verle detrás
de las circunstancias en que nos hallamos. Si estamos con Él, es igual que nos
encontremos en medio de los mayores consuelos del mundo, o en la cama de un
hospital entre dolores indecibles. Lo que importa es solo eso: verle y vivir
siempre con Él. Es lo único verdaderamente bueno e importante en esta vida y en
la otra. Si permanecemos con Jesús, estaremos muy cerca de los demás y seremos
felices, sea cual sea nuestro lugar y la situación en que nos
encontremos. Vultum tuum, Domine, requiram: Deseo verte y buscaré
tu rostro, Señor, en las circunstancias ordinarias de mi jornada.
II. San Beda,
comentando el pasaje del Evangelio de la Misa, dice que el Señor, «en una
piadosa permisión, les permitió (a Pedro, a Santiago y a Juan) gozar durante un
tiempo muy corto la contemplación de la felicidad que dura siempre, para
hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad»8. El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el monte
fue sin duda una gran ayuda en tantas situaciones difíciles de la vida de estos
tres Apóstoles.
La existencia de los hombres es un caminar hacia el
Cielo, nuestra morada9. Caminar en ocasiones áspero y dificultoso, porque con
frecuencia hemos de ir contra corriente y tendremos que luchar con muchos
enemigos de dentro de nosotros mismos y de fuera. Pero quiere el Señor confortarnos
con la esperanza del Cielo, de modo especial en los momentos más duros o cuando
la flaqueza de nuestra condición se hace más patente: «A la hora de la
tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la
esperanza, que no es falta de generosidad»10. Allí «todo es reposo, alegría y regocijo; todo serenidad y
calma, todo paz, resplandor y luz. Y no luz como esta de que gozamos ahora y
que, comparada con aquella, no pasa de ser como una lámpara junto al sol...
Porque allí no hay noche, ni tarde, ni frío, ni calor, ni mudanza alguna en el
modo de ser, sino un estado tal que solo entienden quienes son dignos de
gozarlo. No hay allí vejez, ni achaques, ni nada que semeje corrupción, porque
es el lugar y aposento de la gloria inmortal...
»Y por encima de todo ello, el trato y goce sempiterno
de Cristo, de los ángeles..., todos perpetuamente en un sentir común, sin temor
a Satanás ni a las asechanzas del demonio ni a las amenazas del infierno o de
la muerte»11.
Nuestra vida en el Cielo estará definitivamente exenta
de todo posible temor. No sufriremos la inquietud de perder lo que tenemos, ni
desearemos tener algo distinto. Entonces verdaderamente podremos decir con San
Pedro: Señor, ¡qué bien estamos aquí! El atisbo de gloria que
tuvo el Apóstol lo tendremos en plenitud en la vida eterna. «Vamos a pensar lo
que será el Cielo. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por
pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman. ¿Os
imagináis qué será llegar allí, y encontrarnos con Dios, y ver aquella
hermosura, aquel amor que se vuelca en nuestros corazones, que sacia sin
saciar? Yo me pregunto muchas veces al día: ¿qué será cuando toda la belleza,
toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre
vaso se barro que soy yo, que somos todos nosotros? Y entonces me explico bien
aquello del Apóstol: ni ojo vio, ni oído oyó... Vale la pena,
hijos míos, vale la pena»12.
El pensamiento de la gloria que nos espera debe
espolearnos en nuestra lucha diaria. Nada vale tanto como ganar el Cielo. «Y
con ir siempre con esta determinación de antes morir que dejar de llegar al fin
del camino, si os llevare el Señor con alguna sed en esta vida, daros ha de
beber con toda abundancia en la otra y sin temor de que os haya de faltar»13.
III. Una
nube los envolvió enseguida14. Recuerda a aquella otra que acompañaba a la presencia de
Dios en el Antiguo Testamento: La nube envolvió el tabernáculo de la
reunión y la gloria de Yahvé llenaba todo el lugar15. Era la señal que garantizaba las intervenciones
divinas: Yahvé dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube densa, para que
vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti16. Esa nube envuelve ahora en el Tabor a Cristo y de ella surge
la voz poderosa de Dios Padre: Éste es mi Hijo, el Amado, escuchadle a
él.
Y Dios Padre habla a través de Jesucristo a todos los
hombres de todos los tiempos. Su voz se oye en cada época, de modo singular a
través de la enseñanza de la Iglesia, que «busca continuamente los caminos para
acercar este misterio de su Maestro y Señor al género humano: a los pueblos, a
las naciones, a las generaciones que se van sucediendo, a todo hombre en
particular»17.
Al alzar sus ojos no vieron a nadie sino solo a Jesús18, y no estaban Elías y Moisés. Solo ven al Señor. Al Jesús de
siempre, que en ocasiones pasa hambre, que se cansa, que se esfuerza para ser
comprendido... A Jesús, sin especiales manifestaciones gloriosas. Lo normal
para los Apóstoles fue ver al Señor así, lo excepcional fue verlo
transfigurado.
A este Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida
ordinaria, en medio del trabajo, en la calle, en quienes nos rodean, en la
oración, cuando perdona, en el sacramento de la Penitencia, y, sobre todo, en
la Sagrada Eucaristía, donde se encuentra verdadera, real y
sustancialmente presente. Pero normalmente no se nos muestra con
particulares manifestaciones. Más aún, hemos de aprender a descubrir al
Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de la tentación de
desear lo extraordinario.
Nunca debemos olvidar que aquel Jesús con el que
estuvieron en el monte Tabor aquellos tres privilegiados es el mismo que está
junto a nosotros cada día. «Cuando Dios os concede la gracia de sentir su
presencia y desea que le habléis como al amigo más querido, exponedle vuestros
sentimientos con toda libertad y confianza. Se anticipa a darse a conocer a los
que le anhelan (Sab 6, 14). Sin esperar a que os acerquéis a Él, se
anticipa cuando deseáis su amor, y se os presenta, concediéndoos las gracias y
remedios que necesitáis. Solo espera de vosotros una palabra para demostraros
que está a vuestro lado y dispuesto a escucharos y consolaros: Sus oídos están
atentos a la oración (Sal 33, 16) (...).
»Los demás amigos, los del mundo, tienen horas que
pasan conversando juntos y horas en que están separados; pero entre Dios y
vosotros, si queréis, jamás habrá una hora de separación»19.
¿No será nuestra vida distinta en esta Cuaresma, y
siempre, si actualizáramos más frecuentemente esa presencia divina en lo
habitual de cada día, si procuráramos decir más jaculatorias, más actos de amor
y de desagravio, más comuniones espirituales...? «Para tu examen diario: ¿he
dejado pasar alguna hora, sin hablar con mi Padre Dios?... ¿He conversado con
Él, con amor de hijo? —¡Puedes!»20.
1 Antífona
de entrada. Sal 26, 8-9. —
2 Cfr. Mc 9,
2. —
3 Cfr. Lc 9,
28. —
4 Lc 9,
29. —
5 Cfr. Lc 9,
31. —
6 San
León Magno, Sermón, 51, 3. —
7 2
Pdr 1, 17-18. —
8 San
Beda, Comentario sobre San Marcos 8, 30; 1, 3. —
9 Cfr. 2
Cor, 5, 2. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 139. —
11 San
Juan Crisóstomo, Epístola 1 a Teodoro, 11. —
12 San
Josemaría Escrivá, en Hoja informativa n. 1, de su proceso de
beatificación, p. 5. —
13 Santa
Teresa, Camino de perfección, 20, 2. —
14 Cfr. Mc 9,
7. —
15 Ex 40,
34-35. —
16 Ex 19,
9. —
17 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 7. —
18 Mt 17,
8. —
19 S.
Alfonso Mª de Ligorio, Cómo conversar continua y familiarmente
con Dios, Ed. Crítica, Roma 1933, 63. —
20 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 657.
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