Por Willy McKey
Cuando la telenovela
criolla permitió que el mito de Pigmalión decantara en La
Fiera (1978), más allá de George Bernard-Shaw en 1913 y la festiva
adaptación con Audrey Hepburn en My Fair Lady (1964), el melodrama de
la eterna confrontación entre dos familias, esta vez los Meléndez y los
Zambrano, tuvo en las pantallas de Radio Caracas Televisión a las dos primeras
tropas de la cursilería vernácula.
La Fiera fue uno
de los primeros intentos por una nueva telenovela que consiguiera poner a
creadores como Julio César Mármol, Salvador Garmendia o José Ignacio Cabrujas a
hacerle contrapeso a Delia Fiallo, autora intelectual de aquella retórica de la
mujer bella y pobre de la que se enamoraba una y otra vez José Bardina, sin
importar si se trataba de Marina Baura, Rebeca González o Lupita Ferrer.
Un año antes, Cabrujas
había inventado la épica del divorcio en La señora de Cárdenas, dándole a
Miguel Ángel Landa y a Doris Wells la historia revolucionaria que la trajo al
proyecto con el cual Julio César Mármol había logrado quitarle su galán a
Fiallo, sacudiéndole los urbanismos. Aun así, ella consiguió en Arnaldo André,
Eduardo Serrano y Carlos Olivier la manera de prologar su cliché de
masculinidad, sin mayor lío.
Y es que no era ahí
donde estaba teniendo lugar la revolución de los galanes.
Mientras Doris Wells
replanteaba el estereotipo de la protagonista con La Fiera, un joven
Daniel Alvarado aprovechaba el amplio espectro de un rol que permitía explorar
un registro muy amplio, con esa calma que sólo permiten los personajes
secundarios.
Con Adrián, el sobrino
vengativo que haría lo que fuera por su tío Atilio Zambrano, Daniel Alvarado
expuso en la pantalla una capacidad histriónica que estaba por encima de eso
que entre actores llaman “el ensamble”. Aquella inusual versatilidad, que podía
ir de la simpatía a la violencia apasionada, contrastaba con el estilo de los
machos alfa de entonces, el engole de José Bardina, la rudeza de Carlos
Márquez.
Son los mismos años en
los que Román Chalbaud estaba echando las bases del relato policial local,
aprovechando en buena medida el amable desprecio que La señora de
Cárdenas le había dejado encima a Miguel Ángel Landa quien, convertido en
el mítico comisario León a punta de chaqueta de cuero y lentes oscuros,
encarnaba la imagen del policía de homicidios en Cangrejo, mucho antes de
los patetismos de CSI. Daniel Alvarado participó en la secuela: Cangrejo
II (1984), con un guión de César Miguel Rondón, siempre basado en el
libro Cuatro Crímenes. Cuatro Poderes, best-seller del criminalista Fermín
Mármol León.
En ese mismo año, la
tímida Corporación Venezolana de Televisión Canal 8 decide acompañar el
entusiasmo de la nueva telenovela y llaman a Julio César Mármol y a José
Ignacio Cabrujas. Los índices del rating del Canal 8 eran, para ser elegantes,
los terceros en un país que tenía solo cuatro canales. Era imposible que Daniel
Alvarado imaginara cuánto de su destino se definiría en el afán rebelde de esos
dos escritores: después de que Amanda Gutiérrez fuera la protagonista de los
dramáticos del canal, con el éxito de Ifigenia (1979) a cuestas,
Cabrujas le hace saber que no protagonizará La mujer sin rostro y que
su personaje será asesinado en el primer capítulo.
Aquello fue un suceso
televisivo inesperado, que la audiencia recibió como la noticia de que habían
empezado a cambiar las cosas en la industria. Sin embargo, no era La mujer
sin rostro la jugada maestra de Cabrujas, sino los planes que tenía para
Amanda Gutiérrez: una versión de El Conde de Montecristo, el relato de
Alejandro Dumas padre, ambientado en la época del gomecismo y con el giro de
que sería una mujer la que viviera la traición, el desprecio y la venganza de
Edmundo Dantés.
Era evidente que su
pareja protagónica no podría ser ninguno de los tímidos calcos de José Bardina
que todavía sostenían la industria. Era preciso conseguir a alguien que, además
de capacidad histriónica, tuviera un amplio registro dramático y cuyo atractivo
no se sustentara en algo tan frívolo como la galanura.
«Temple y verdad: eso
que era un militar de carrera del gomecismo, sin las pedanterías civiles de un
patiquín de principios de siglo», dijo el mismo Cabrujas alguna vez.
Daniel Alvarado había
crecido en la dirección precisa para que el uniforme de Mauricio Lofiego se
convirtiera en su participación memorable en esa historia ficcional que se
convirtió, Alberto Barrera Tyzska dixit, en nuestra gran educadora emocional
del alma popular y colectiva.
Daniel Alvarado junto a
Amanda Gutiérrez en una escena de «La Dueña» (1984).
No era poco el riesgo
que se corría. Y demandaba ambición y puntería. Estamos hablando de hacer una
telenovela que implicaba grandes inversiones de vestuario y escenografía
durante el primer año después del Viernes Negro y la devaluación histórica de
la moneda. Exteriores, nuevos equipos, todo cuando fuera necesario para meter
al Canal 8 en la pelea de los dramáticos contra RCTV y Venevisión. Además, el
proyecto se vio en vilo como todo aquello que debía evaluarse durante la
vigilada transición entre el gobierno copeyano de Luis Herrera Campins y el del
adeco Jaime Lusinchi.
Fue un éxito rotundo.
Metieron al canal en la pelea por la audiencia de los dramáticos y ni siquiera
la saga de Leonela y su secuela Miedo al amor pudieron
contra la fascinación de una telenovela de época, que traía el ímpetu de lo
teatral y al mismo tiempo la constante y global fascinación por la venganza.
Al año siguiente, un
nuevo uniforme hizo que Daniel Alvarado se reinstalara en el imaginario
colectivo, pero ya no como el caballero de sable y uniforme de gala, sino como
el más asqueroso de los monstruos sacados de la realidad más sucia, más baja y
más violenta de eso que también fuimos.
En 1980, un agente de policía
llamado Argenis Rafael Ledezma paso a la historia forense como «El Monstruo de
Mamera», después de haber protagonizado un episodio aberrante del cuerpo de
Sucesos de nuestra historia local. Y, cinco años después, la directora Solveig
Hoogesteijn decidió ficcionalizarlo apenas y transformarlo en el guión
de Macu, la mujer del policía (1985), con Daniel Alvarado como
Ismael, el policía que obliga Macu, una niña de once años e hija de su pareja,
a convertirse en su mujer y la madre de sus dos hijos. Es el germen de
violencia que deriva en una historia de desapariciones, asesinatos y abuso
policial que se transformó en una polémica real en nuestro cine, contando con
que además también fue el film donde actuó por primera vez en cine su hija, la
actriz Daniela Alvarado, con apenas unos cuatro años de edad.
Ir del capitán Mauricio
Lofiego al monstruo de Ismaelito, en un ejercicio mutante de exigencia mayor,
implica una manera de llevar adelante el oficio de la actuación que en una
industria más sólida y pujante tendría otro tipo de reconocimientos. Así como
la radical diferenciación entre el Ismael de 1985 y el oficial Castro Gil
de Disparen a matar (1991), la primera ficción dirigida por el
documentalista Carlos Azpúrua, que sólo puede conseguirse mediante un trabajo
de orfebrería fina que, en complicidad con el director, requiere de mucha
memoria y mucho oficio.
Y hay asuntos del
oficio y la creación que descolocan y reacomodan los argumentos.
Daniel Alvarado en
«Macu, la mujer del policía» (1987).
The Piano (1993),
dirigida por la neozelandesa Jane Campion y protagonizada por Holly Hunter, se
impuso en todos los referentes audiovisuales del momento por encima de la
historia entre una mujer muda y traumatizada por la Guerra Federal y un
indígena desertor del Ejército Liberal llamada Desnudo con
naranjas (1997), un vez más con guión de César Miguel Rondón y dirigida
por Luis Alberto Lamata, inspirada en el relato de Robert Louis Stevenson «El
diablo en la botella». Esa película le valió el premio al Mejor Actor en el
festival de Biarritz, pero estoy seguro de que (con un poquito más de justicia)
el uniforme memorable en la carrera de Daniel Alvarado no sería el de un
policía metropolitano, sino el gastado ropaje de soldado de Capitán, en ese
apasionado y violento camino de deseo y amor junto a la actriz Lourdes Valera.
Aun así, en medio de
esa línea de violencia trazada entre policías homicidas y el esoterismo
histórico, además de un inventario de ficción televisiva muy nutrido, hay un
uniforme más: el de los Leones del Caracas, meses después de la sorpresiva
muerte del cátcher y grandes ligas Baudilio Díaz en un accidente doméstico.
Daniel Alvarado como
Baudilio Díaz.
La muerte de Baudilio
Díaz fue un extravío nacional: era la torpeza cotidiana convertida en vehículo
de la Muerte. Dicen que, tras discutir con Phil Reagan, entonces mánager de los
Leones del Caracas, Baudilio Díaz estaba negado a ser el receptor de los
lanzadores que calentaban en el bull-pen, así que lo mandaron a su casa.
El clima había
desajustado la antena parabólica y Baudilio decidió subir al techo a ajustarla.
Y el clima sabe cómo joder las biografías.
Murió sepultado debajo
de uno de esos artefactos que ahora parecen fósiles en los techos de casas que
alguna vez vivieron mejores tiempos. Un armatoste pensado para ver televisión
que venía de lejos, como los juegos de Grandes Ligas, convertido en el asesino
de nuestro mejor cátcher.
Ese unitario, titulado
simplemente Baudilio, también convivió con la tensión de 1992.
En medio de la delicada
circunstancia política, de intentonas golpistas e incertidumbre, Daniel
Alvarado dejaba de lado los uniformes militares y policiales, para calzarse la
careta y el peto del 25 histórico de los Leones.
Cuando la ficción
televisiva tiene que salvarnos la emocionalidad, suele echar mano de la
nostalgia. Y le funciona.
Debe ser esa fuerza la
que presenta la tentadora la comparación: ¿quién no pensó en que, así como Phil
Reagan mandó a Baudilio Díaz a su casa, hoy es una pandemia la que nos mantiene
encerrados en las nuestras?
Una vez más el
accidente convertido en turner-point de una tragedia.
El día que la muerte de
Daniel Alvarado se convirtió en noticia, el clima era éste: el asilamiento, la
cuarentena, la casa convertida en redil. Quizás fue eso lo que movió a muchos a
recordar aquella caracterización de Baudilio Díaz, como si se tratara de una
profecía shakesperiana, salida de la boca de alguna de las brujas de Macbeth.
La idea de que un
accidente doméstico se transforme en el final de una vida que ha sabido morir
tantas veces en la pantalla revivió en la memoria al pelotero y no a Max,
aquella variante del mismísimo Macbeth que interpretó Daniel Alvarado
en Sangrador (2003), de Leonardo Henríquez, una película de la que se
habló bastante poco, aunque fue la candidata de Venezuela para película
extranjera en los premios de la Academia del Oscar, gracias a lo que varios
críticos consideran el cierre de una variación de registros con un Shakespeare.
Después de aquel
Macbeth, apenas un par de incursiones más en el cine valieron el esfuerzo de un
hombre que decidió derivar hacia otras lecturas del mundo.
No estaba puesto ahí el
deseo del hombre ni el del actor.
Una carrera
interpretativa que para muchos comienza con una gaita de Cardenales del Éxito
(«El Negrito Fullero»), pero que a esas alturas llevaba años cerca del teatro,
tiene desvíos fascinantes que van desde haber aspirado al cargo de Diputado de
la República o a la Alcaldía de Guaicaipuro, en el estado Zulia, hasta
emprendimientos vinculados con el apetito y su vocación por la gastronomía.
Ese mismo empeño en
formarse como actor, que lo llevó a dormir en los alrededores del antiguo
Ateneo de Caracas, donde todo sucedía en la Caracas infinita de la década de
los setenta, hoy es compilación de fotografías, hemeroteca perdida y preguntas.
Así creció su
singularidad actoral, ese histrión protagónico leudado en la libertad de los
personajes secundarios, delineados entre el sacrificio y la rareza. Era lo que
le permitía ponerse un uniforme y resignificar a todos los que tuvieran que
vestirlo de su interpretación en adelante. Eso que, desde Madrid, el narrador
Eduardo Sánchez Rugeles supo resumir con tino: «Una especie de PM platónico,
capaz de hacer que después de Macu, la mujer del policía y de Disparen
a matar, todos los policías que nos paraban en las alcabalas para martillarnos
tuvieran su rostro».
Temple y verdad, decía
el maestro, convertida en la vocación creativa de un actor que supo pendular
con éxito en medio del (triste) encanto de los uniformes.
08-07-20
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