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viernes, 10 de julio de 2020

Daniel Alvarado y el (triste) encanto de los uniformes por @prodavinci



Por Willy McKey


Cuando la telenovela criolla permitió que el mito de Pigmalión decantara en La Fiera (1978), más allá de George Bernard-Shaw en 1913 y la festiva adaptación con Audrey Hepburn en My Fair Lady (1964), el melodrama de la eterna confrontación entre dos familias, esta vez los Meléndez y los Zambrano, tuvo en las pantallas de Radio Caracas Televisión a las dos primeras tropas de la cursilería vernácula.

La Fiera fue uno de los primeros intentos por una nueva telenovela que consiguiera poner a creadores como Julio César Mármol, Salvador Garmendia o José Ignacio Cabrujas a hacerle contrapeso a Delia Fiallo, autora intelectual de aquella retórica de la mujer bella y pobre de la que se enamoraba una y otra vez José Bardina, sin importar si se trataba de Marina Baura, Rebeca González o Lupita Ferrer.

Un año antes, Cabrujas había inventado la épica del divorcio en La señora de Cárdenas, dándole a Miguel Ángel Landa y a Doris Wells la historia revolucionaria que la trajo al proyecto con el cual Julio César Mármol había logrado quitarle su galán a Fiallo, sacudiéndole los urbanismos. Aun así, ella consiguió en Arnaldo André, Eduardo Serrano y Carlos Olivier la manera de prologar su cliché de masculinidad, sin mayor lío.

Y es que no era ahí donde estaba teniendo lugar la revolución de los galanes.
Mientras Doris Wells replanteaba el estereotipo de la protagonista con La Fiera, un joven Daniel Alvarado aprovechaba el amplio espectro de un rol que permitía explorar un registro muy amplio, con esa calma que sólo permiten los personajes secundarios.

Con Adrián, el sobrino vengativo que haría lo que fuera por su tío Atilio Zambrano, Daniel Alvarado expuso en la pantalla una capacidad histriónica que estaba por encima de eso que entre actores llaman “el ensamble”. Aquella inusual versatilidad, que podía ir de la simpatía a la violencia apasionada, contrastaba con el estilo de los machos alfa de entonces, el engole de José Bardina, la rudeza de Carlos Márquez.

Son los mismos años en los que Román Chalbaud estaba echando las bases del relato policial local, aprovechando en buena medida el amable desprecio que La señora de Cárdenas le había dejado encima a Miguel Ángel Landa quien, convertido en el mítico comisario León a punta de chaqueta de cuero y lentes oscuros, encarnaba la imagen del policía de homicidios en Cangrejo, mucho antes de los patetismos de CSI. Daniel Alvarado participó en la secuela: Cangrejo II (1984), con un guión de César Miguel Rondón, siempre basado en el libro Cuatro Crímenes. Cuatro Poderes, best-seller del criminalista Fermín Mármol León.


En ese mismo año, la tímida Corporación Venezolana de Televisión Canal 8 decide acompañar el entusiasmo de la nueva telenovela y llaman a Julio César Mármol y a José Ignacio Cabrujas. Los índices del rating del Canal 8 eran, para ser elegantes, los terceros en un país que tenía solo cuatro canales. Era imposible que Daniel Alvarado imaginara cuánto de su destino se definiría en el afán rebelde de esos dos escritores: después de que Amanda Gutiérrez fuera la protagonista de los dramáticos del canal, con el éxito de Ifigenia (1979) a cuestas, Cabrujas le hace saber que no protagonizará La mujer sin rostro y que su personaje será asesinado en el primer capítulo.

Aquello fue un suceso televisivo inesperado, que la audiencia recibió como la noticia de que habían empezado a cambiar las cosas en la industria. Sin embargo, no era La mujer sin rostro la jugada maestra de Cabrujas, sino los planes que tenía para Amanda Gutiérrez: una versión de El Conde de Montecristo, el relato de Alejandro Dumas padre, ambientado en la época del gomecismo y con el giro de que sería una mujer la que viviera la traición, el desprecio y la venganza de Edmundo Dantés.

Era evidente que su pareja protagónica no podría ser ninguno de los tímidos calcos de José Bardina que todavía sostenían la industria. Era preciso conseguir a alguien que, además de capacidad histriónica, tuviera un amplio registro dramático y cuyo atractivo no se sustentara en algo tan frívolo como la galanura.

«Temple y verdad: eso que era un militar de carrera del gomecismo, sin las pedanterías civiles de un patiquín de principios de siglo», dijo el mismo Cabrujas alguna vez.

Daniel Alvarado había crecido en la dirección precisa para que el uniforme de Mauricio Lofiego se convirtiera en su participación memorable en esa historia ficcional que se convirtió, Alberto Barrera Tyzska dixit, en nuestra gran educadora emocional del alma popular y colectiva.

                       Daniel Alvarado junto a Amanda Gutiérrez en una escena de «La Dueña» (1984).

No era poco el riesgo que se corría. Y demandaba ambición y puntería. Estamos hablando de hacer una telenovela que implicaba grandes inversiones de vestuario y escenografía durante el primer año después del Viernes Negro y la devaluación histórica de la moneda. Exteriores, nuevos equipos, todo cuando fuera necesario para meter al Canal 8 en la pelea de los dramáticos contra RCTV y Venevisión. Además, el proyecto se vio en vilo como todo aquello que debía evaluarse durante la vigilada transición entre el gobierno copeyano de Luis Herrera Campins y el del adeco Jaime Lusinchi.
Fue un éxito rotundo. Metieron al canal en la pelea por la audiencia de los dramáticos y ni siquiera la saga de Leonela y su secuela Miedo al amor pudieron contra la fascinación de una telenovela de época, que traía el ímpetu de lo teatral y al mismo tiempo la constante y global fascinación por la venganza.

Al año siguiente, un nuevo uniforme hizo que Daniel Alvarado se reinstalara en el imaginario colectivo, pero ya no como el caballero de sable y uniforme de gala, sino como el más asqueroso de los monstruos sacados de la realidad más sucia, más baja y más violenta de eso que también fuimos.

En 1980, un agente de policía llamado Argenis Rafael Ledezma paso a la historia forense como «El Monstruo de Mamera», después de haber protagonizado un episodio aberrante del cuerpo de Sucesos de nuestra historia local. Y, cinco años después, la directora Solveig Hoogesteijn decidió ficcionalizarlo apenas y transformarlo en el guión de Macu, la mujer del policía (1985), con Daniel Alvarado como Ismael, el policía que obliga Macu, una niña de once años e hija de su pareja, a convertirse en su mujer y la madre de sus dos hijos. Es el germen de violencia que deriva en una historia de desapariciones, asesinatos y abuso policial que se transformó en una polémica real en nuestro cine, contando con que además también fue el film donde actuó por primera vez en cine su hija, la actriz Daniela Alvarado, con apenas unos cuatro años de edad.

Ir del capitán Mauricio Lofiego al monstruo de Ismaelito, en un ejercicio mutante de exigencia mayor, implica una manera de llevar adelante el oficio de la actuación que en una industria más sólida y pujante tendría otro tipo de reconocimientos. Así como la radical diferenciación entre el Ismael de 1985 y el oficial Castro Gil de Disparen a matar (1991), la primera ficción dirigida por el documentalista Carlos Azpúrua, que sólo puede conseguirse mediante un trabajo de orfebrería fina que, en complicidad con el director, requiere de mucha memoria y mucho oficio.

Y hay asuntos del oficio y la creación que descolocan y reacomodan los argumentos.

                                          Daniel Alvarado en «Macu, la mujer del policía» (1987).

The Piano (1993), dirigida por la neozelandesa Jane Campion y protagonizada por Holly Hunter, se impuso en todos los referentes audiovisuales del momento por encima de la historia entre una mujer muda y traumatizada por la Guerra Federal y un indígena desertor del Ejército Liberal llamada Desnudo con naranjas (1997), un vez más con guión de César Miguel Rondón y dirigida por Luis Alberto Lamata, inspirada en el relato de Robert Louis Stevenson «El diablo en la botella». Esa película le valió el premio al Mejor Actor en el festival de Biarritz, pero estoy seguro de que (con un poquito más de justicia) el uniforme memorable en la carrera de Daniel Alvarado no sería el de un policía metropolitano, sino el gastado ropaje de soldado de Capitán, en ese apasionado y violento camino de deseo y amor junto a la actriz Lourdes Valera.

Aun así, en medio de esa línea de violencia trazada entre policías homicidas y el esoterismo histórico, además de un inventario de ficción televisiva muy nutrido, hay un uniforme más: el de los Leones del Caracas, meses después de la sorpresiva muerte del cátcher y grandes ligas Baudilio Díaz en un accidente doméstico.

                                                        Daniel Alvarado como Baudilio Díaz.

La muerte de Baudilio Díaz fue un extravío nacional: era la torpeza cotidiana convertida en vehículo de la Muerte. Dicen que, tras discutir con Phil Reagan, entonces mánager de los Leones del Caracas, Baudilio Díaz estaba negado a ser el receptor de los lanzadores que calentaban en el bull-pen, así que lo mandaron a su casa.

El clima había desajustado la antena parabólica y Baudilio decidió subir al techo a ajustarla. Y el clima sabe cómo joder las biografías.

Murió sepultado debajo de uno de esos artefactos que ahora parecen fósiles en los techos de casas que alguna vez vivieron mejores tiempos. Un armatoste pensado para ver televisión que venía de lejos, como los juegos de Grandes Ligas, convertido en el asesino de nuestro mejor cátcher.

Ese unitario, titulado simplemente Baudilio, también convivió con la tensión de 1992.

En medio de la delicada circunstancia política, de intentonas golpistas e incertidumbre, Daniel Alvarado dejaba de lado los uniformes militares y policiales, para calzarse la careta y el peto del 25 histórico de los Leones.

Cuando la ficción televisiva tiene que salvarnos la emocionalidad, suele echar mano de la nostalgia. Y le funciona.

Debe ser esa fuerza la que presenta la tentadora la comparación: ¿quién no pensó en que, así como Phil Reagan mandó a Baudilio Díaz a su casa, hoy es una pandemia la que nos mantiene encerrados en las nuestras?

Una vez más el accidente convertido en turner-point de una tragedia.

El día que la muerte de Daniel Alvarado se convirtió en noticia, el clima era éste: el asilamiento, la cuarentena, la casa convertida en redil. Quizás fue eso lo que movió a muchos a recordar aquella caracterización de Baudilio Díaz, como si se tratara de una profecía shakesperiana, salida de la boca de alguna de las brujas de Macbeth.

La idea de que un accidente doméstico se transforme en el final de una vida que ha sabido morir tantas veces en la pantalla revivió en la memoria al pelotero y no a Max, aquella variante del mismísimo Macbeth que interpretó Daniel Alvarado en Sangrador (2003), de Leonardo Henríquez, una película de la que se habló bastante poco, aunque fue la candidata de Venezuela para película extranjera en los premios de la Academia del Oscar, gracias a lo que varios críticos consideran el cierre de una variación de registros con un Shakespeare.


Después de aquel Macbeth, apenas un par de incursiones más en el cine valieron el esfuerzo de un hombre que decidió derivar hacia otras lecturas del mundo.

No estaba puesto ahí el deseo del hombre ni el del actor.

Una carrera interpretativa que para muchos comienza con una gaita de Cardenales del Éxito («El Negrito Fullero»), pero que a esas alturas llevaba años cerca del teatro, tiene desvíos fascinantes que van desde haber aspirado al cargo de Diputado de la República o a la Alcaldía de Guaicaipuro, en el estado Zulia, hasta emprendimientos vinculados con el apetito y su vocación por la gastronomía.

Ese mismo empeño en formarse como actor, que lo llevó a dormir en los alrededores del antiguo Ateneo de Caracas, donde todo sucedía en la Caracas infinita de la década de los setenta, hoy es compilación de fotografías, hemeroteca perdida y preguntas.

Así creció su singularidad actoral, ese histrión protagónico leudado en la libertad de los personajes secundarios, delineados entre el sacrificio y la rareza. Era lo que le permitía ponerse un uniforme y resignificar a todos los que tuvieran que vestirlo de su interpretación en adelante. Eso que, desde Madrid, el narrador Eduardo Sánchez Rugeles supo resumir con tino: «Una especie de PM platónico, capaz de hacer que después de Macu, la mujer del policía y de Disparen a matar, todos los policías que nos paraban en las alcabalas para martillarnos tuvieran su rostro».

Temple y verdad, decía el maestro, convertida en la vocación creativa de un actor que supo pendular con éxito en medio del (triste) encanto de los uniformes.

08-07-20




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