Francisco Fernández-Carvajal 03 de octubre de 2020
@hablarcondios
— Parábola de la viña.
— Los frutos agrios.
— Los frutos que Dios espera.
I. La liturgia de
la Misa, a través de una de las más bellas alegorías, nos habla del amor de
Dios por su pueblo y de la falta de correspondencia de este. La Primera
lectura1 recoge la llamada canción de la viña y
describe a Israel como una plantación de Dios, llena de todos los cuidados
posibles. Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de sus amores.
Tenía mi amado una viña en un fértil collado. La cavó, la descantó y la plantó
de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre, e hizo en ella un lagar,
esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones. Puesta en el mejor
lugar, con los mejores cuidados, lo normal era que diera buenos frutos, pero la
viña produjo uvas agrias. Ahora, pues, vecinos de Jerusalén y varones
de Judá -continúa el Profeta-, juzgad entre mi viña y yo. ¿Qué
más podía hacer yo por mi viña que no lo hiciera? ¿Cómo esperando que diera
uvas, dio agrazones?
Palestina era un lugar rico en viñedos, y los profetas
del Antiguo Testamento recurrieron con frecuencia a esta imagen, tan conocida
por todos, para hablar del pueblo elegido. Israel es la viña de Dios, la obra
del Señor, la alegría de su corazón2: Yo
te había plantado de la cepa selecta3; Tu
madre era como una vid plantada a orillas de las aguas4...
El mismo Señor, como se lee en el Evangelio de la Misa5,
refiriéndose al texto de Isaías, nos revela la paciencia de Dios, que manda uno
tras otro en busca de frutos a sus mensajeros, los profetas del Antiguo
Testamento, para terminar enviando a su Hijo amado, al mismo Jesús,
al que matarían los viñadores: Y, agarrándolo, lo echaron fuera de la
viña y lo mataron. Es una referencia clara a la crucifixión, que tuvo lugar
fuera de los muros de Jerusalén.
La viña es ciertamente Israel, que no correspondió a
los cuidados divinos, y también lo somos la Iglesia y cada uno de nosotros:
«Cristo es la verdadera vid, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos,
que somos nosotros, que permanecemos en Él por medio de la Iglesia, y sin Él
nada podemos hacer (Jn 15, 1-5)»6.
Meditemos hoy junto al Señor si encuentra frutos
abundantes en nuestra vida; abundantes, porque es mucho lo que se nos ha dado.
Frutos de caridad, de trabajo bien hecho, de apostolado con amigos y
familiares, jaculatorias, actos de amor a Dios y de desagravio a lo largo del
día, contradicciones bien aceptadas, pequeños servicios a quienes comparten el
mismo trabajo o el mismo hogar. Examinemos también si, a la vez, somos origen
de esas uvas agrias que son los pecados, la tibieza, la mediocridad espiritual
aceptada, las faltas de las que no hemos pedido perdón al Señor...
II. Cierto
hombre que era propietario plantó una viña, la rodeó de una cerca y cavó en
ella un lagar... «La cercó de vallado, esto es –comenta San Ambrosio–,
la defendió con la muralla de la protección divina, para que no sufriera
fácilmente por las incursiones de las alimañas espirituales..., y cavó un lagar
donde fluyera, espiritualmente, el fruto de la uva divina»7.
Han sido muchos los cuidados divinos que hemos recibido. La cerca,
el lagar y la torre significan que Dios no ha
escatimado nada para cultivar y embellecer su viña. ¿Cómo esperando que
diera uvas produjo agrazones?
El pecado es el fruto agrio de nuestras vidas. La
experiencia de las propias flaquezas está patente en la historia de la humanidad
y en la de cada hombre. «Nadie se ve enteramente libre de su debilidad, de su
soledad y de su servidumbre, sino que todos tienen necesidad de Cristo, modelo,
maestro, salvador y vivificador»8.
Nuestros pecados están íntimamente relacionados con esa muerte del Hijo
amado, de Jesús: Y, agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo
mataron.
Para producir los frutos de vida que Dios espera todos
los días de cada uno (frutos de la caridad, del apostolado, del trabajo bien
hecho...), necesitamos, en primer lugar, pedir al Señor y fomentar un santo
aborrecimiento a todas las faltas, incluso las veniales, que ofenden a Dios.
Los descuidos en la caridad, los juicios negativos sobre los demás, las
impaciencias, los agravios guardados, la dispersión de los sentidos internos y
externos, el trabajo mal hecho..., «hacen mucho daño al alma. —Por eso, “capite
nobis vulpes parvulas, quae demolluntur vineas”, dice el Señor en el “Cantar de
los Cantares”: cazad las pequeñas raposas que destruyen la viña»9.
Es necesario que una y otra vez nos empeñemos en rechazar todo aquello que no
es grato al Señor. El alma que aborrece el pecado venial deliberado, poco a
poco va ganando en delicadeza y en finura en el trato con el Maestro.
Las flaquezas han de ayudarnos a fomentar los actos de
reparación y de desagravio, y la contrición sincera por esas faltas. Así como
pedimos perdón por una ofensa a una persona querida y procuramos compensarla
con algún acto bueno, mucho mayor debe ser nuestro deseo de reparación cuando
el ofendido es Jesús, el Amigo de verdad. Entonces Él nos sonríe y devuelve la
paz a nuestras almas. Convertimos así en frutos espléndidos lo que estaba
perdido. «Pide al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a tu Madre, que te
hagan conocerte y llorar por ese montón de cosas sucias que han pasado por ti,
dejando –¡ay!– tanto poso... —Y a la vez, sin querer apartarte de esa
consideración, dile: dame, Jesús, un Amor como hoguera de purificación, donde
mi pobre carne, mi pobre corazón, mi pobre alma, mi pobre cuerpo se consuman,
limpiándose de todas las miserias terrenas... Y, ya vacío todo mi yo, llénalo
de Ti: que no me apegue a nada de aquí abajo; que siempre me sostenga el Amor»10.
III. En
la Segunda lectura11 leemos
estas palabras de San Pablo a los cristianos de Filipos: Por lo demás,
hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo
lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta.
Las realidades terrenas y las cosas nobles de este
mundo son buenas y pueden llegar a tener un valor divino. Pues, como escribía
San lreneo, «por el Verbo de Dios, todo está bajo la influencia de la obra
redentora, y el Hijo de Dios ha sido crucificado por todos, y ha trazado el
signo de la Cruz sobre todas las cosas»12.
Son los asuntos que cada día tenemos entre manos (el trabajo, la familia, la
amistad, las preocupaciones que la vida lleva consigo, las pequeñas alegrías
diarias...) lo que hemos de convertir en frutos para Dios, pues «no se puede
decir que haya realidades –buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean
exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre
los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos,
ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte»13.
Todo lo humano noble puede ser santificado y ofrecido a Dios.
Cada jornada se nos presenta con incontables
posibilidades de ofrecer frutos agradables al Señor: desde el vencimiento
primero de la mañana –el minuto heroico– al levantarnos, hasta esa
pequeña mortificación que supone el llevar con buen ánimo el excesivo tráfico o
un ligero malestar que nos mantiene indispuestos. Son muchas, en este día
irrepetible, las ocasiones de sonreír a los demás, de tener una palabra amable,
de disculpar un error... En el trabajo, el Señor espera esos pequeños frutos
que nacen cuando nos esforzamos en hacerlo bien: la puntualidad, el orden, la
intensidad... Para producir estos frutos hemos de empeñarnos en mantener la
presencia de Dios a lo largo del día, con jaculatorias, actos de amor..., una
mirada a una imagen de la Virgen o al crucifijo..., acordándonos del Sagrario
más cercano al lugar donde nos encontramos... El que permanece en Mí y
Yo en él, ese da mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada... En esto es
glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos Míos14.
Nuestra Madre Santa María nos enseñará a vivir cada
día con la urgencia de dar muchos frutos a Dios, y a evitar decididamente que
en nuestra vida se den frutos agrios.
1 Is 5, 1-7. —
2 Cfr. Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles
laici, 30-XII-1988, 8. —
3 Jer 2, 21. —
4 Ez 19, 10. —
5 Mt 21, 33-43. —
6 Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 6.
—
7 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, 20, 9.
—
8 Conc.
Vat. II, Decr. Ad gentes, 8. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 329. —
10 ídem, Forja,
n. 41. —
11 Flp 4,
6-9. —
12 San
Ireneo, Demostración de la predicación apostólica. —
13 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 112. —
14 Jn 15,
5-8.
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