Opus Dei 10 de octubre de 2020
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Evangelio
del domingo del 28º del tiempo ordinario (Ciclo A) y comentario al evangelio.
Evangelio (Mt 22,1-14)
Jesús les habló de nuevo con parábolas y dijo:
— El Reino de los Cielos es como un rey que celebró las bodas de su hijo, y envió a sus siervos a llamar a los invitados a las bodas; pero éstos no querían acudir. Nuevamente envió a otros siervos diciéndoles: “Decid a los invitados: mirad que tengo preparado ya mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y mis reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas”. Pero ellos, sin hacer caso, se marcharon: quien a su campo, quien a su negocio. Los demás echaron mano a los siervos, los maltrataron y los mataron. El rey se encolerizó, y envió a sus tropas a acabar con aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad. Luego les dijo a sus siervos: “Las bodas están preparadas pero los invitados no eran dignos. Así que marchad a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis”. Los siervos salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos; y se llenó de comensales la sala de bodas. Entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de boda; y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin llevar traje de boda?” Pero él se calló. Entonces el rey les dijo a los servidores: “Atadlo de pies y manos y echadlo a las tinieblas de afuera; allí habrá llanto y rechinar de dientes”. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.
Comentario
Jesús habla en esta parábola de un rey que invita a mucha gente al banquete de boda de su hijo, pero sorprendentemente ninguno de los invitados acude a la celebración. Las excusas son muchas y variadas, pero el resultado final es que no acuden. “Dios es bueno con nosotros, nos ofrece gratuitamente su amistad, nos ofrece gratuitamente su alegría, su salvación -comenta el Papa Francisco-, pero muchas veces no acogemos sus dones, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses; e incluso cuando el Señor nos llama, muchas veces parece que nos da fastidio”[1].
Dios tiene experiencia de negativas y rechazos por
parte de aquellos a quienes ofrece sus dones. Pero su amor no conoce desánimos.
Por eso envía a sus servidores para que salgan a todos los caminos e inviten al
banquete a cuantos le salgan al encuentro, buenos y malos sin distinción. Llama
la atención que también los malos son invitados. El Señor no excluye a nadie de
su llamada. La invitación, que había sido rechazada por algunos, encuentra
acogida en personas que no formaban parte antes de su círculo de conocidos,
gentes con las que no guardaba ninguna relación. Hombres y mujeres, de
cualquier cultura y condición, también los que no rezan ni tienen trato con
Dios, todos somos llamados a la santidad, a participar de la gloria del cielo.
Nadie queda excluido.
“Todos los bautizados conocen cuál es la boda del hijo
del rey y cuál su banquete -decía san Agustín predicando sobre este pasaje
evangélico-. La mesa del Señor está dispuesta para todo el que quiera
participar de ella. A nadie se le prohíbe acercarse, pero lo importante es el
modo de hacerlo”[2]. La invitación generosa de Dios,
representado por un rey, a participar de la gloria celestial, simbolizada por
el banquete de bodas, es gratuita y universal.
Ahora bien, dice el Evangelio que “entró el rey para
ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de boda” (v.
11). Los que estaban allí habían sido invitados, como todos los hombres estamos
invitados a la salvación. La puerta está abierta para el que quiera entrar,
pero antes de gozar de la gloria habrá un juicio. El juez supremo, que es capaz
de ver en lo más profundo de los corazones, valorará lo que hay en la vida de cada
uno. “Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día -recuerda el
Catecismo de la Iglesia Católica-. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de
cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad
culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con
respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor
divino (…). El Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar y para dar la
vida que hay en él. Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada
uno se juzga ya a sí mismo; es retribuido según sus obras y puede incluso
condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor”[3]. Sólo podrá sentarse a la mesa quien esté
dignamente dispuesto.
En la parábola de Jesús queda claro que no importa lo
que se haya hecho en el pasado pero que es necesaria una condición
indispensable, vestir el traje de bodas, es decir, tener el alma limpia y un
corazón arrepentido, abrazar un tono de vida que sea testimonio de la caridad
hacia Dios y el prójimo. Jesús invita a todos a su mesa, pero reclama respeto
para acercarse a ella. Por eso, san Pablo, recordaba a los cristianos de
Corinto que antes de acercarse al banquete de la Eucaristía, sacramento donde
pregustamos de un anticipo de la gloria celestial, debían examinar
cuidadosamente su conciencia: “Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y
entonces coma del pan y beba del cáliz; porque el que come y bebe sin discernir
el Cuerpo, come y bebe su propia condenación” (1 Corintios 11, 28-29).
Hoy es un buen día, aunque nos sintamos manchados,
para limpiar el alma, abrazar el amor y gozar de la invitación que Jesús nos
hace al banquete celestial.
[1] Papa Francisco, Ángelus 12 de octubre de
2014.
[2] San Agustín, Sermón 90, n. 1.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, nn.
678-679
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/evangelio-vigesimooctavo-domingo-ordinario-ciclo-a/
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