Francisco Fernández-Carvajal 10 de octubre de 2020
@hablarcondios
— Nos espera el Cielo. Correspondencia a la llamada
del Señor. Ayudar a otros a que no rehúsen la invitación.
— Llamada a participar de la intimidad divina. No
existen excusas razonables para no asistir a la Cena del Rey.
— Voluntad salvadora de Cristo. Nuestro afán apostólico
se ha de dirigir a todas las almas.
I. La liturgia de
este domingo presenta la salvación como un banquete regio, símbolo de todos los
bienes, al que Dios nos invita. Preparará el Señor de los ejércitos
para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos... Y
arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos... Aniquilará la
muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todas las gentes...1.
Desde antiguo, y mediante símbolos fácilmente comprensibles, los Profetas
habían anunciado el Cielo como destino definitivo de la humanidad. El mismo
Dios nos habría de conducir hasta ese monte santo. Así lo expresa
el Salmo responsorial: El Señor es mi pastor... me conduce hacia
fuentes tranquilas. Me guía por el sendero justo... Aunque camine por cañadas
oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan...
Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré
en la casa del Señor, por años sin término2.
Jesús es nuestro Pastor y de mil maneras nos invita a
seguirle, pero no quiere obligarnos a ir contra nuestra voluntad. Y aquí está
el misterio del mal: los hombres podemos rehusar este ofrecimiento. El
Evangelio de la Misa nos habla de este rechazo. El Reino de los cielos
se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Y, según la
costumbre, el rey envió a sus siervos para recordar a los invitados que ya
estaba todo preparado y que se les esperaba. Ante la sorpresa del rey, los
convidados no quisieron ir. Y el Señor, queriendo expresar la solicitud de Dios
con sus hijos, relata en la parábola que el soberano volvió a enviar de nuevo a
sus servidores: Nuevamente envió a otros criados ordenándoles: Decid a
los invitados: mirad que tengo ya preparado mi banquete... La bondad
de Dios se expresa en esta divina insistencia y en la exuberancia de los
bienes: he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. A
pesar de todo, los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras,
otros a sus negocios, los demás echaron mano de los criados y los maltrataron
hasta matarlos. En otras parábolas (la de los viñadores, por ejemplo) se exigía
algo debido, el fruto de lo que se había dejado para administrarlo; aquí, en
cambio, nada se exige, se ofrece todo. ¡Y es rechazado! El Señor ofrece bienes
inimaginables, y los hombres en muchas ocasiones no los valoramos. Con mucha
pena debió Jesús relatar esta parábola. Es la repulsa al amor de Dios a través
de los siglos.
Los convidados pueden estar representados hoy, entre
otros, por esos hombres que, sumergidos en sus asuntos y negocios terrenos,
parecen no necesitar para nada de Dios. Y cuando son avisados de que el Cielo
les espera, reaccionan con violencia, como en la parábola. A pesar de todo,
tenemos la obligación santa de acercarnos a los que nos rodean, «de sacudirles
de su modorra, de abrir horizontes diferentes y amplios a su existencia
aburguesada y egoísta, de complicarles santamente la vida, de hacer que se olviden
de sí mismos y que comprendan los problemas de los demás.
»Si no, no eres buen hermano de tus hermanos los
hombres, que están necesitados de ese “gaudium cum pace” —de esta alegría y
esta paz, que quizá no conocen o han olvidado»3.
Muchos responderán y llegarán a tiempo al banquete.
II. La imagen del
banquete es considerada en otros lugares de la Sagrada Escritura como símbolo
de intimidad y de salvación. He aquí que estoy a la puerta y llamo: si
alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y
él conmigo4.
Y se repite una y otra vez la solicitud de Dios, el afán divino por una
intimidad mayor, que tendrá su culminación en el encuentro definitivo con Él en
el Cielo, dentro de un tiempo, quizá no muy largo. ¡Ábreme, hermana
mía, amada mía...! Que está mi cabeza cubierta de rocío y mis cabellos de escarcha
de la noche5,
dice Dios al alma de tantas maneras. ¿Cómo es nuestra correspondencia a las mil
llamadas que nos hace llegar el Señor? ¿Cómo es nuestra oración, que nos
adentra en la intimidad con Dios, pues el Cielo comienza ya aquí en la tierra?
¿Nos excusamos fácilmente ante un compromiso de un mayor amor, de una más honda
correspondencia? ¿Nos sentimos responsables de que llegue a muchos la
invitación divina? ¿Nos interesa y preocupa la salvación de todos aquellos que
conocemos?
Es muy grave rechazar la invitación divina, vivir como
si Dios no fuera importante y el encuentro definitivo con Él estuviera tan
lejano que no mereciera la pena prepararse para él. Ante la salvación, bien
absoluto, no hay ninguna excusa que sea razonable: ni campos, ni negocios, ni
salud, ni bienestar... Hoy los pretextos que algunos aducen para no acudir a
las amables invitaciones del Señor son iguales a los que leemos en la parábola:
sus preocupaciones terrenas, como si lo de aquí abajo fuera lo definitivo;
otros varían, «pero el hecho sigue siendo el mismo: no aceptan la salvación de
Dios y se excluyen voluntariamente por preferir otra cosa. Se quedan con lo que
eligen, pierden lo que rechazan»6.
¡Qué pena tan grande nos debe producir el comprobar cómo muchos –por unas
razones u otras– parecen rechazar la intimidad con Dios y ponen en peligro su
salvación eterna!
Pero el Señor quiere que se llene su casa, su actitud
es siempre salvadora: Id, pues, a los cruces de los caminos y llamad a
las bodas a todos los que encontréis. Los criados, saliendo a los caminos,
reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. Nadie queda excluido
de la intimidad divina. Solo aquel que se aparta a sí mismo, que resiste la
amable invitación del Señor, repetida una y otra vez.
«Ayúdanos, Señor –exclamaba San Agustín–, a dejarnos
de malas y vanas excusas y a ir a esa cena... No sea la soberbia impedimento
para ir al festín, alzándonos con jactancia, ni nos apegue a la tierra una
curiosidad mala, distanciándonos de Dios, ni nos estorbe la sensualidad las
delicias del corazón. Haz que acudamos... ¿Quienes vinieron a la cena, sino los
mendigos, los enfermos, los cojos, los ciegos? (...). Vendremos como pobres,
pues nos invita quien, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de
enriquecer con su pobreza a los pobres. Vendremos como enfermos, porque no han
menester médico los sanos sino los que andan mal de salud. Vendremos como
lisiados y te diremos: Endereza mis pasos conforme a tu palabra (Sal 118,
113). Vendremos como ciegos y te pediremos: Ilumina mis ojos para que
jamás duerma en la muerte (Sal 12, 4)»7.
III. Id,
pues, a los cruces de los caminos y llamad a las bodas... Son palabras
dirigidas a nosotros, a todos los cristianos, pues la voluntad salvadora de
Dios es universal8:
abarca a todos los hombres de todas las épocas. Cristo, en su Amor por los
hombres, busca la conversión de cada alma con infinita paciencia, hasta el
extremo de morir en la Cruz. Cada hombre puede decir de Jesús: me amó y
se entregó a Sí mismo por mí9.
De esta actitud salvadora del Maestro participamos quienes queremos ser sus
discípulos. Los criados, saliendo a los caminos, reunieron a todos los
que encontraron... Como a Jesús, nos ha de interesar la salvación de
todas las almas. El portero que nos indica la puerta del ascensor, el médico
que nos acaba de extender una receta, la señora que sube al autobús en la
parada siguiente a la nuestra, los niños que salen del colegio, el profesor que
anuncia el día del examen... todos son objeto del desvelo divino y, por eso
mismo, parte importante de nuestro afán apostólico. «Fíjate bien: hay muchos
hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el
Maestro.
»Les llama a una vida cristiana, a una vida de
santidad, a una vida de elección, a una vida eterna»10.
Nos urge a los cristianos llevar a las almas, una a
una, hasta el Señor. La misma solicitud con que Cristo nos anima, nos conforta,
hemos de tener nosotros con quienes tratamos todos los días, siguiendo el
consejo: «lleva a todos sobre ti, como a ti te lleva el Señor»11.
Hemos de abrir nuevos horizontes a su existencia, a veces encerrada en unas
aspiraciones solamente terrenas, cortas; descubrirles la necesidad de tratar
cada día a Dios con confianza; animarles a ofrecer sus trabajos; ayudarles a
que encuentren la raíz de muchas de sus vacilaciones, del vacío interior que a
veces experimentan... Nadie puede pasar a nuestro lado sin que nuestras
palabras y nuestras obras le hayan hablado de Dios. El pensamiento de su
salvación eterna y de su felicidad temporal, que no alcanzarán fuera de Dios,
nos empujará a buscar la ocasión oportuna o a crearla para que, con paciencia,
les llegue la llamada del Señor. Tiene que dolernos su ignorancia religiosa, su
visión pobre y terrena de las cosas.
Nuestra Madre Santa María nos enseñará a tratar a cada
persona con el interés y el aprecio con que la mira su Hijo.
1 Primera
lectura, Is 25, 6-10. —
2 Salmo
responsorial, Sal 22, 1-6. —
3 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 900. —
4 Apoc 3,
20. —
5 Cant 5,
2. —
6 F.
Suárez, Después, Rialp, Madrid 1978, p. 172. —
7 San
Agustín, Sermón 112, 8. —
8 Cfr. 1
Tim 2, 4. —
9 Gal 2,
20. —
10 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 13. —
11 San
Ignacio de Antioquía, Epístola a Policarpo, 1, 2.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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