Francisco Fernández-Carvajal 12 de julio de 2021
@hablarcondios
— A
pesar de los muchos milagros que el Señor realizó en ellas, algunas ciudades no
hicieron penitencia. También Jesús pasa a nuestro lado.
—
Frutos que produce la contrición en el alma.
—
Pedir el don de la contrición. Obras de penitencia.
I. Al
abandonar Nazaret, Jesús escogió Cafarnaún como lugar de residencia. A veces en
el Evangelio se le llama su ciudad. Desde allí irradió su
predicación a Galilea y a toda Palestina. Es posible que Jesús se hospedara en
casa de Pedro y que hiciese de ella el centro de sus salidas apostólicas por
toda la región. Es muy probable que no exista otro sitio en el que Jesús hiciera
tantos milagros como en esta población.
En la
orilla norte del lago de Genesaret, no lejos de Cafarnaún, estaban situadas dos
florecientes ciudades en las que Jesús también realizó muchísimos
milagros. A pesar de tantos signos, de tantas bendiciones, de tanta
misericordia, las gentes de estos lugares no se convirtieron al paso de Jesús.
El Evangelio de la Misa menciona las fuertes palabras del Señor a estas
ciudades que no quisieron hacer penitencia ni arrepentirse de sus pecados1: ¡Ay
de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran
realizado los milagros que han sido hechos en vosotras, hace tiempo que habrían
hecho penitencia... Y tú, Cafarnaún, ¿te vas a alzar hasta el cielo? ¡Hasta el
infierno vas a descender! Porque si en Sodoma se hubieran realizado los
milagros que se han obrado en ti, subsistiría hasta hoy.
¡Tantas
gracias y tantos milagros! Y, sin embargo, muchos habitantes de aquellas
comarcas no cambiaron, no se arrepintieron de sus pecados. Incluso se rebelaron
contra el Señor: Dirumpamus vincula eorum, et proiciamus a nobis iugum
ipsorum2: rompamos los mandatos del Señor, rechacemos su dulce yugo.
Estas palabras del Salmo II, ¡se han repetido ya en tantas
ocasiones...!
Jesús
pasa a nuestro lado y derrama su gracia y su misericordia. ¡Tantas veces! Son
incontables los momentos y situaciones en los que el Señor se ha parado a
nuestro lado para curarnos, para bendecirnos, para alentarnos en el bien.
Muchas atenciones hemos recibido de parte del Señor. Y espera de nosotros
correspondencia, arrepentimiento sincero de nuestras faltas, aborrecer el
pecado venial deliberado, todo aquello que de alguna manera nos separa de Él,
porque la gracia derramada ha sido mucha. Él nos oye siempre, pero de modo muy
particular cuando acudimos con deseos de cambiar, de recuperar el camino
perdido, de empezar de nuevo con un corazón contrito y humillado3.
Debe ser esta una actitud habitual porque han sido muchas las ocasiones en las
que, conscientes o no, hemos rechazado su gracia, porque la ofensa es mayor
cuanto mayores han sido las muestras del amor de Dios en nuestra vida. ¿Quién
es tan ciego para no ver a Cristo que se nos hace el encontradizo una y otra
vez?
II. No
despreciarás, Señor, un corazón contrito y humillado. La palabra contrición
quiere decir rompimiento -como cuando una piedra se rompe y se
hace añicos-, y se da este nombre al dolor de las faltas y pecados para
significar que el corazón endurecido por el pecado en cierta manera se
despedaza por el dolor de haber ofendido a Dios4.
También en el lenguaje corriente solemos decir «se me partió el corazón», para
expresar nuestra reacción ante una gran desgracia que ha conmovido lo más
íntimo de nuestro ser. Algo parecido ha de ocurrirnos al contemplar los propios
pecados delante de la santidad de Dios y del amor que Él nos tiene. No es tanto
el sentimiento de fracaso que todo pecado produce en un alma que sigue a Dios,
como el pesar de habernos separado –aunque sea un poco– del Señor. Ese dolor de
los pecados o contrición consiste esencialmente en un pesar y en una sincera
detestación de la ofensa hecha a Dios, un pesar y aborrecimiento del pecado
cometido, con el propósito de no pecar en adelante5;
es una conversión hacia lo bueno, que hace irrumpir en nosotros una nueva vida6.
Es el
amor, sobre todo, el que debe llevarnos a pedir perdón muchas veces a Dios,
pues son incontables los momentos en los que no correspondemos como debiéramos
a las gracias que recibimos. «Acordóse el amigo de sus pecados, y por temor del
infierno quiso llorar y no pudo. Pidió lágrimas al amor y la Sabiduría le
respondió que más frecuente y fuertemente llorase por amor de su Amado que por
temor de las penas del infierno, puesto que le agradan más los llantos que son
por amor que las lágrimas que se derraman por temor»7.
Es el amor el que debe conducirnos a la Confesión.
La
contrición da al alma una particular fortaleza, devuelve la esperanza, la paz y
la alegría, hace que el cristiano se olvide de sí mismo y se entregue al Señor
con más delicadeza y finura interior. Para acercarnos a Dios con un corazón
contrito, es necesario reconocer las faltas y los pecados, sin excusarlos con
falsas razones, sin extrañarse y sobresaltarse porque aparezcan defectos o
errores que creíamos ya superados. Si se achacara al ambiente exterior o a
otras circunstancias la causa de nuestras flaquezas, el alma se apartaría del
camino de la humildad y no llegaría a Dios, tan cercano precisamente cuando
nosotros nos hemos alejado. En el examen diario de conciencia debemos ver
nuestras faltas más como ofensa a Dios que como miseria propia. Si no
relacionamos nuestras faltas y caídas con el amor a Dios, es fácil que tendamos
a excusarlas; entonces, no encontraremos motivos para mantener esa actitud
habitual de contrición, de arrepentimiento y de reparación por los pecados.
Nunca estamos «en regla» con Dios; somos, por el contrario, aquel
deudor que no tenía con qué pagar8;
siempre estamos necesitados de acudir a su infinita misericordia. Ten
piedad de mí, Señor, que soy un hombre pecador9,
le decimos con las palabras de aquel que, lleno de humildad, conocía bien la
realidad de su alma delante de la santidad de Dios.
Tampoco
podemos reaccionar ante nuestras faltas, defectos y pecados aceptándolos como
algo inevitable, casi natural, «pactando con ellos», sino pidiendo perdón,
recomenzando muchas veces. Le diremos al Señor: Padre, pequé contra el
cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo: trátame como a uno
de tus jornaleros10.
Y el Señor, «que está cerca de los que tienen el corazón contrito»11,
escuchará siempre nuestra oración.
Jesús
pasa una y otra vez por nuestras vidas, como por aquellas ciudades de Galilea,
y nos invita a salir a su encuentro, dejando nuestros pecados. No retrasemos
esa conversión llena de amor. Nunc coepi: ahora comienzo, una vez
más, con Tu ayuda, Señor.
III. ¡Ay
de ti, Corozaín, ay de ti Betsaida!... El Señor pronunciaría estas
palabras con pena, al ver que en sus habitantes no calaba la gracia derramada a
manos llenas. Le seguían unos días, daban muestras de admiración ante una
curación, se mostraban complacientes..., pero en el fondo de su alma seguían
lejos de Cristo.
Nosotros
hemos de pedir al Espíritu Santo el don inefable de la contrición. Hemos de
esforzarnos en hacer muchos actos de ese dolor de amor, y de modo particular
cuando hemos ofendido al Señor en algo más importante, siempre que nos
acercamos a la Confesión, a la hora del examen de conciencia y también durante
el día. Nos será de gran provecho hacer o meditar el Vía Crucis y
meditar o leer la Pasión del Señor..., y no cansarnos jamás de considerar el
infinito amor que Jesús nos tiene y la afrenta y el desamor que significa el
pecado.
El
dolor sincero de los pecados no lleva consigo necesariamente un dolor
emocional. Lo mismo que el amor, el dolor es un acto de la voluntad, no un
sentimiento. Del mismo modo que se puede amar a Dios sin experimentar
conmociones sensibles, se puede tener un dolor profundo de los pecados sin una
reacción emotiva. Pero se mostrará en el alejamiento de toda ocasión de ofender
al Señor y en obras concretas de penitencia por las veces en que no fuimos
fieles a la gracia. Estas obras nos ayudan a expiar las penas que hemos
merecido por nuestras culpas, a vencer las malas inclinaciones y a fortalecernos
en el bien.
¿Con
qué obras de penitencia podremos agradar al Señor?: oraciones, ayunos y
limosnas, pequeñas mortificaciones, llevar con paciencia las penas y
contrariedades, y aceptar bien dispuestos las cargas de la propia profesión, la
fatiga que el trabajo lleva consigo. Particular atención y amor pondremos en
recibir la gracia de la Confesión, acercándonos bien dispuestos, arrepentidos
sinceramente de las faltas y pecados. «Dirígete a la Virgen, y pídele que te
haga el regalo –prueba de su cariño por ti– de la contrición, de la compunción
por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los
tiempos, con dolor de Amor.
»Y,
con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme
con tu mano..., y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios,
concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos.
»Continúa
sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega
por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de
alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús»12.
1 Mt 11,
20-24. —
2 Sal 2,
3. —
3 Sal
50, 19. —
4 Cfr. Catecismo
de San Pío X, n. 684-685. —
5 Cfr. Conc.
de Trento, Sesión XIV, cap. 4. Dz. 987. —
6 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, vol. VI, Los
Sacramentos, p. 562. —
7 R.
Llull, Libro del Amigo y del Amado, 341. —
8 Cfr. Mt 18,
25. —
9 Lc 5,
8. —
10 Lc 15,
18-19. —
11 San
Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan,15, 25.
—
12 San
Josemaría Escrivá, Forja, n.161.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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