Américo Martín 11 de julio de 2021
Venezuela
vive en estado de aguda tensión que, por cierto, tiende a extremarse por causa
de recientes iniciativas adoptadas por las esquinas del conflicto nacional. De
especial importancia vuelven a ser las postuladas por la comunidad
internacional para celebrar elecciones libres en el marco de una integral
democratización de Venezuela.
Cualquier
nuevo pronunciamiento de los factores mencionados debe ser analizado con el
detenimiento del caso, especialmente coincidentes con un reciente discurso del
presidente Joe Biden, quien no por casualidad dedica frases especialmente
elogiosas a Juan Guaidó. Sería ese el camino confiable para dejar atrás la
oscura tragedia que sepulta a nuestro país y se expande a todos los ámbitos de
la administración, la economía, el deterioro acelerado de los servicios y los
más peligrosos índices de hambre y miseria.
El
problema se agrava porque el oficialismo insiste en predicar que los comicios
que celebrarán en noviembre son inobjetables, enfrentando el criterio adverso
de la comunidad internacional, que se viene uniendo alrededor de la advertencia
de que esos muy cuestionados comicios no serán reconocidos como válidos y, por
tanto, de persistir en realizarlos contra viento y marea, la crisis se
profundizará y las sanciones continuarán y hasta se agudizarán.
Lo
sorprendente es que si se cumplieran las condiciones que normalizaran
democráticamente la realidad nacional, la tragedia comenzaría a desaparecer como
por arte de magia.
Primero,
porque la comunidad internacional –como lo revela la desmilitarización de
Afganistán– prefiere la paz a la guerra; así los fervientes partidarios de que
los malos de la partida sean los otros, en tanto que los buenos, por supuesto,
son ellos. Pero la realidad es que los países que han dictado sanciones lo han
hecho contra violaciones aviesas de los derechos humanos y más bien grotescos
incumplimientos de las más elementales normas electorales.
Sin
esas profundas irregularidades por parte del oficialismo tanto las sanciones
como el claro reconocimiento de las elecciones se convertirían en realidades
automáticamente aceptadas, como por lo demás lo fueron consecutivamente desde
1958 hasta 1998, los célebres 40 años de democracia, fructíferos, que ha sido
calificados como «la edad de oro de la historia nacional» y también «la
revolución democrática de la república civil». Sin extenderme en
consideraciones económicas, es evidente que el impetuoso crecimiento del país
fue digno de admiración universal.
Como
bien afirmara el economista Ángel Alvarado Rangel, es la calidad de la moneda,
su resistencia al desorden inflacionario, uno de los indicadores por excelencia
de la estabilidad y prosperidad de los países. El caso es –insiste el profesor
Alvarado Rangel– «que entre la década de los 40 y principios de los 70, el
bolívar aparecía en el ranking internacional como una de las tres mejores
monedas del mundo. Era un periodo de sostenido crecimiento económico y
estabilidad política» (¿Por qué no llegamos a fin de mes? La inflación
y sus males en Venezuela. Fundación FORMA. Caracas s/f)
El elogio brindado por Biden a Guaidó no es ocasional ni menos incomprensible, puesto que en enérgica declaración oficial EE. UU., Canadá y la Unión Europea trazaron una política de fuerte respaldo a su interinato.
Los
contornos del documento conjunto no podían dejar nada importante fuera de foco.
Y realmente nada quedó en el aire. Lo primero, salirle al paso a la lógica de
sanciones integradas como el mármol, y beneficiarse gradualmente de la posible
división de la comunidad internacional. El documento único no lo permitió
porque rechazó las concesiones al detal. Maduro debía democratizarlo todo a
cambio de la derogación de todas las sanciones. Y en lo concerniente a las
condiciones para el sufragio libre de veras, se incluye la plenitud de lo
consagrado en las Constituciones de las democracias occidentales, como base
inamovible del reconocimiento universal a sus resultados. La negociación entre
las partes se haría cargo de los pormenores enojosos que, dejados sin
respuesta, podrían llevarse en los cuernos el mejor de los diálogos. Se
incluyen el tratamiento que recibiría Maduro al dejar el mando. Digamos que se
decidiera considerarlo expresidente, con el trato usual que se otorga a los
expresidentes en democracias. A cambio de tan generosa concesión, la victoria
que lo desplace del poder sería nacional e internacionalmente reconocida.
La
enorme importancia de acuerdos de semejante rango se mediría al romper en una
fuerte consolidación de la democracia y el surgimiento de la convivencia, base
para una granítica consolidación institucional que enviaría a un prehistórico
pasado los momentos más ignominiosos que, por más de 20 años, atormentaron a
nuestro país, por el manejo más disparatado, ligero y reprochable de una nación
que merecía mejor suerte.
El mal
paso, darlo rápido, dicen que dijo la reina Victoria. Si esa alusión se refiere
al diálogo, la negociación y las elecciones libres, transparentes, iguales y
protegidas por el mundo entero, creo que bien valdría la pena entrar en el
proceso de purificación democrática bajo los emblemas flameantes de la
libertad, la democracia, la justicia, la convivencia civilizada y la más
acelerada y merecida prosperidad económico-social.
Américo
Martín
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