Carolina Gómez-Ávila 05 de septiembre del 2021
Desde
la rueda de prensa del martes —en la que un grupo de figuras de importantes
partidos de oposición anunciaron que participarían en las votaciones de noviembre—
he recordado mucho la obra de teatro de Alejandro Casona.
Se me
ocurre que alguno de sus personajes bien pudiera representar a los políticos
que han tomado la decisión de lanzarse al lago, justo en el momento más
inoportuno. Resulta que tres días antes de que se diera la primera ronda formal
de negociaciones en México, tiraron la toalla aquellos a los que les había
parecido bien, en 2018, la huelga electoral —por una serie de razones que
terminaron convenciéndome— pero no en 2021, aunque las razones no hayan
desaparecido.
Confieso
que me preocupé mucho. Me parecía una situación tan extemporánea como la foto
que se tomó la directiva de Fedecámaras antes de empezar aquel diálogo con la
dictadura que no cumplió con los objetivos que anunciaron. A menos que lo que
negociaran fuera la apertura de un montón de casinos.
Pero
en mi preocupación, publiqué tres preguntas directas para los militantes de los
partidos que consideré que habían claudicado en la lucha: 1. ¿Cómo nos
acercaría la democracia a participar en las votaciones del 21 de noviembre? 2.
En vista de que habían aceptado participar sin garantías, ¿cómo harían valer su
triunfo, si lo hubiera? y 3. De ganar y que lograran tomar posesión, ¿cómo
afrontarían que anularan sus atribuciones, ya fuera por indebida
judicialización o por la imposición de figuras investidas de un poder que no
les corresponde por ley?
Obtuve
pocas y pobres respuestas. La mayoría, llenas de consignas vacías y adjetivadas
para que los despistados las den por buenas, ya se sabe que lo que se dice con
firmeza será mejor aceptado por las mentes más débiles. Pero me quiero detener
y agradecer en quienes hicieron sincero ejercicio y resumir lo que me hicieron
reflexionar y concluir.
No, no
toda elección nos acerca a una democracia. En todo caso, la de noviembre nos
aleja si sirve para que la dictadura pueda decirle a la comunidad internacional
—la misma que tiene el control sobre las sanciones que tanto le desesperan— que
han demostrado que en Venezuela hay democracia en pleno funcionamiento y que,
por lo tanto, el único paso coherente que pueden dar es levantarles las
sanciones.
Hubo
quien consideró que podrían hacer valer su triunfo con la tríada organización,
movilización y ratificación. Un argumento que me pareció inocente y por el cual
pregunté seriamente con respecto a Capriles en 2013 y con sarcasmo con respecto
a Falcón en 2018. No, hacer valer el triunfo en la mitad de una dictadura no se
logra así.
Descartando
lo de apelar a la preeminencia moral del legítimo, hubo quien me dijo que
afrontarían que les conculcaran atribuciones en la calle. Como si no hubiéramos
visto ya esos escenarios. A las calle fuimos a eso mismo en 2017 después de más
de medio centenar de sentencias írritas salidas de Dos Pilitas y sólo contamos
presos y muertos.
Alguien
mencionó que era necesario ir a las votaciones de noviembre para luego pedir el
revocatorio. Me parece que alguien los ha taimado de manera infame. La verdad
fundamental es que una cosa no tiene que ver con la otra. La siguiente verdad
es que sobre revocatorios fallidos también tenemos experiencia.
Otro comentó
que las votaciones de noviembre les permiten «aceitar» la maquinaria y
cuantificar el rechazo. Este es un argumento lógico y cierto. Para los
partidos, además, una elección implica reclutar testigos y adiestrarlos y sería
una buena manera de averiguar si logran tener tantos como los que se
necesitarían en la totalidad de las mesas.
Pero
cualquier elección es buena para ejercitar la movilización electoral, empezando
por unas primarias internas que es lo que corresponde y, para cuantificar el
rechazo, es más barato que contraten a una encuestadora que sea «medianamente»
creíble. En todo caso, la relación entre el costo y beneficio de esta opción
grita que están usando al pueblo en vez de luchando por su libertad.
Alguno
dijo que había que ejercer la ciudadanía aunque fuera para votar nulo. Muy
desinformado, para mi tristeza. En primer lugar, porque el ejercicio de la
ciudadanía no se define por el sufragio. En segundo, porque precisamente votar
nulo es el único voto que todos podemos asegurar y demostrar que no es secreto
y que, por lo tanto, viola descaradamente el artículo 63 de la Constitución
nacional y el artículo 21 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Para quien quiera votar nulo, la mejor opción que le mantendrá a salvo es no ir
a votar.
Alguien
más consideró que votar «nos sacará del sopor en el que estamos como sociedad».
Una cosa es que la sociedad esté adormecida y otra resignada políticamente
mientras se dedica activamente a su supervivencia económica. Si está resignada
y decepcionada de sus líderes —porque los juzgó con criterios de propios de la
gerencia en vez de criterios propio de la política— seguramente las votaciones
no la sacarán de ese estado. Es más, encontrará que la abstención es la mejor
manera de mostrarles su rechazo.
Que
algunos países vean bien que esto haya sucedido, me preocupa porque ha sucedido
antes —por favor, entiéndase, antes— de tener unas garantías que se empiezan a
discutir justo el viernes 3 de septiembre, mientras escribo estas líneas que
usted leerá el sábado 4. Y con esto respondo a quien me dijo que la
participación no es un hecho aislado porque forma parte de una estrategia más
amplia. La estrategia más amplia aún no ha obtenido resultados de modo que
están entregándose antes de dar la cara. Que alguien asegure ahora que los
eventuales triunfos no serán anulados, traspasa los límites de la cordura.
Nadie puede apostar a eso hasta que las negociaciones dejen de ser un
memorándum de entendimiento y pasen a ser un acuerdo con garantías firmado por
todos.
Como
ven, no hubo un argumento que me convenciera, como ciudadana, para ir a votar.
Pero estamos en negociaciones, es primavera. Cuando las negociaciones lleguen a
algo, lo volveré a considerar.
Carolina
Gómez-Ávila
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